La pena de muerte es un ejercicio de poder, cargado de una gran fuerza dramática, donde confluyen diferentes representaciones y significados políticos, valores culturales y actitudes sociales. El presente artículo analiza la función social y el uso político de la pena capital, sus formas, significados y transformaciones durante el periodo de la Restauración, desde la ejecución pública hasta su moderación, privacidad e incremento del perdón. El principal objetivo reside en esclarecer la relación de este fenómeno complejo con los diferentes procesos de formación y racionalización de las estructuras del poder político, la aparición de nuevas sensibilidades que desplazaban la ejecución al terreno de lo inhumano e incivilizado y el desarrollo de actores políticos y formas de movilización social basadas en la demanda de derechos. De este modo, los cambios operados en las formas de castigo resultan fundamentales para comprender las transformaciones en la sociedad intersecular y los retornos a los que quedaba expuesta.
The death penalty is an expression of power, full of great dramatic force, where different representations and political meanings, cultural values and social attitudes tend to converge. This article analyzes the social function and the political use of the death penalty, its forms, meanings and transformations during Restoration Spain, from public execution to its moderation, privacy and the increase in mercy. The main objective is to clarify the relationship of this complex phenomenon with different construction processes and rationalization of the structures of political power, the emergence of new sensibilities that stress the inhumane and uncivilized character of executions and the development of political actors and forms of social mobilization based on demand for rights. Thus, the changes in the forms of punishment are essential to understand the changes in the society of that time and the returns it was exposed to.
«Algunos sentían inexplicable terror; otros […], votaron por la asistencia.
Sí, era preciso ver aquello, qué sabe Dios cuándo se volvería a ver.
La ardiente curiosidad pueril pudo más que el instintivo recelo de las emociones demasiado fuertes. No había que vacilar, y allá fue la banda saltando de gozo».
El 13 de marzo de 1882, el Paseo del Tránsito se preparaba para acoger uno de los espectáculos públicos a los que estaba destinado desde décadas atrás. Hacía años que Toledo no presenciaba algo así, pero el paseo seguía conservando su antigua función por ser uno de los mayores espacios abiertos entre las incontables y laberínticas callejuelas del trazado urbano. La ratificación de la sentencia impuesta por el Consejo de Guerra se dio a conocer el sábado por la noche, apenas dos días antes de la inminente ejecución, lo que cogió por sorpresa a buena parte de la población y a las autoridades locales sin apenas capacidad de reacción. Ni la súplica de indulto elevada por el Ayuntamiento de la ciudad ni las gestiones del cabildo primado llevadas a cabo el mismo domingo consiguieron una respuesta favorable del gobierno. Los tres reos eran puestos en capilla de forma inmediata, preparados para su ejecución pública al día siguiente. Juan García López y los dos hermanos Casimiro y Ambrosio Navarro Clemente eran miembros de la célebre partida de bandoleros conocida como
Los detalles de la ejecución ocuparon alguna columna en la prensa de tirada local y nacional. La crónica del suceso ofrecida días después por el corresponsal de
La reconstrucción de los hechos arrancaba con la historia de un crimen y, después de detenerse en los detalles más morbosos, concluía con la ejecución de los condenados, una muerte que de algún modo se mostraba justificada, que saldaba cuentas, restituía el agravio y aliviaba la indignación de la multitud que asistía a la ejecución. La concurrencia había sido «numerosa y muy apiñada», según el citado artículo. Otro periódico, esta vez local, de título
[…] Triste, muy triste es que los hombres abandonen sus faenas para presenciar escenas de sangre, pero doblemente doloroso es la asistencia del sexo femenino a actos de esta naturaleza.
No puedo explicarme que débiles seres en que debe resplandecer el amor, el sentimiento y la caridad concurran a presenciar el suplicio de sus semejantes, en lugar de llorar en sus casas, compadeciendo a las víctimas y rogando por ellas, por sus padres, por sus esposos, por sus hijos, por sus hermanos.
[…] La pena de muerte siempre será un crimen y como tal será siempre vista con horror por toda alma generosa y caritativa. La pena de muerte la rechaza en absoluto toda la humanidad, porque no es lícito, ni es honrado, ni es principio de jurisprudencia castigar el delito con el mismo o mayor delito.
[…] Por otra parte, ¿a qué hacer públicas las ejecuciones? ¿Qué objeto real y positivo se alcanza con ello? Seguramente que ninguno. Solo acostumbrar al pueblo a presenciar escenas de sangre, que contempla riéndose y engulléndose un pedazo de pan
El «sentimiento» hacia los semejantes, el «alma generosa y caritativa» o la «humanidad» parecían cualidades ajenas a buena parte de la población toledana, según el autor del alegato. La ceremonia podía ocasionar angustia y terror en las conciencias más sensibles del momento, pero no eran estos los sentimientos más extendidos entre los que acudieron a la ejecución, que incluso abandonaron el trabajo y los comercios a las horas centrales del día para presenciar el espectáculo. El cronista se refería a la multitud con desdén, algo habitual entre los coetáneos abolicionistas, que a través de la literatura y escritos de diferente naturaleza dejaron testimonio del ambiente tenso y estremecedor, en un estado entre lo festivo y lo trágico, lo excitante y apasionado, a veces liberador, otras perturbador, que acompañaba y daba fuerza dramática al ritual de la ejecución pública
Indicios de ese cambio parecían mostrarse en la misma ciudad 32 años después de la ejecución pública de los tres bandoleros. A finales de abril de 1914 otra «multitud inmensa» volvió a salir a las calles de la pequeña capital de provincia para recorrer algunas de sus arterias principales en «sentida manifestación» hasta las puertas del Gobierno Civil. Esta vez el propósito y las formas del «inmenso gentío» eran bien distintas a las de la última ejecución pública décadas atrás
La prensa local compartía una misma opinión sobre el crimen cometido. Lo calificaba «todo lo execrable que puede concebirse» y no dejaba el menor resquicio de dudas sobre la culpabilidad de Aniceto Camuñas. La imagen que la opinión pública podía tener del reo a través de las páginas de los periódicos era la de un delincuente habitual sin escrúpulos o perturbado, sobre el que no se conocían posibles errores procesales, torturas o significación política alguna durante la causa judicial. Ni en el proceso, ni en boca de la defensa, ni siquiera en la prensa, se lanzó una mínima sombra de sospecha que apuntase en esta dirección para avivar el apoyo de los sectores políticos y sociales más críticos con las instituciones políticas y judiciales del momento. Tampoco era posible excitar cierto sentimiento de solidaridad comunitaria entre los habitantes de Toledo por la inevitable desgracia o el exceso de celo al que se podía enfrentar uno de sus vecinos, con el que compartirían experiencias, vínculos, relaciones familiares, afectivas o sociales. El reo era vecino de Madridejos, población manchega situada a una distancia superior a los 70 kilómetros de la capital provincial, lo que eleva las posibilidades de que rara vez hubiese estado en ella hasta el momento de ingresar en la cárcel
Sin embargo, la respuesta de la población ante este suceso resultó ser muy diferente a lo que en un principio se podría esperar en función de los antecedentes que rodeaban a la última ejecución habida en la ciudad. Conocida y difundida la noticia en la prensa local, se desató una importante campaña de opinión pública y movilización social en Toledo que clamaba por el indulto del preso, al margen de su incuestionable culpabilidad de los hechos. Durante dos semanas se sucedieron informaciones continuas y seguimiento detallado del caso, artículos contra la pena de muerte, que descargaban la responsabilidad del reo en virtud de informes médicos, que apelaban a la bondad del rey, a la del Gobierno, y a las emociones o sentimientos compasivos de la población; se lanzaron a la búsqueda de apoyos públicos entre los representantes de las principales instituciones y asociaciones de la ciudad y la provincia, se publicaron llamamientos al envío masivo de cartas y telegramas al Consejo de Ministros, se formaron y enviaron comisiones a Madrid y se recogieron firmas en los lugares centrales de la sociabilidad toledana. La campaña alcanzó su momento culminante con la mencionada manifestación, acompañada del cierre de los comercios. Autoridades locales y provinciales, directores de los principales periódicos, miembros de las diferentes corporaciones y asociaciones de la ciudad, comerciantes, industriales y obreros de la Casa del Pueblo, secundaron la campaña en lo que parecía un gesto insólito en una ciudad que estaba experimentando un interesante proceso de socialización política y conflicto social. Cuatro días después de la manifestación recibían con entusiasmo y alivio el decreto de indulto firmado por el rey
Entre los dos episodios narrados, el fusilamiento de los bandoleros y el indulto de Aniceto Camuñas, resulta más que evidente la existencia de un fuerte contraste. En poco más de tres décadas, un espacio de tiempo considerable, pero no excesivo, parecían haber operado una serie de cambios que acabaron afectando a las actitudes y prácticas frente a la pena de muerte. A intentar explicar esos cambios o, al menos, algunos de ellos, es decir, el por qué y el cómo del cambio o, dicho de otro modo, las causas y la lógica de estos procesos de cambio, dedicaremos las siguientes páginas. Para ello, es conveniente partir de una serie de interrogantes que ayuden a orientar el propósito de este texto, descubrir esos cambios y facilitar la obtención de alguna respuesta o resultado. En primer lugar, es necesario preguntarse por las diferentes formas de actuar del poder político, de la orden de ejecución pública en el primer episodio a la concesión del indulto en el segundo: ¿por qué la decisión del gobierno fue tan diferente en cada caso? Ya sabemos que no fue el mismo gobierno ni los mismos individuos los que adoptaron decisiones tan dispares, pero ¿eran decisiones puntuales, ceñidas a argumentos meramente jurídicos, o podemos enmarcarlas en procesos políticos propios de dinámicas y transformaciones estatales que guardan relación con las formas de entender el poder e impartir el castigo?
En segundo lugar, es necesario dirigir la atención a las nuevas actitudes sociales manifestadas en 1914 por la población toledana contra la aplicación de la pena capital: ¿por qué un recluso condenado por un crimen tan atroz consiguió despertar tales gestos de humanidad, compasión, solidaridad y hasta movilización? ¿Estamos ante una respuesta aislada, viciada por intereses personales y locales, o ante procesos de cambio en las sensibilidades que descargaron de significado político y cultural las ejecuciones? En este caso, ¿cómo se pasó de la curiosidad o el entusiasmo mayoritario al rechazo social de las formas más severas de castigo del Estado? Por último, la relación directa entre la campaña de movilización de 1914 y la concesión del indulto, obliga a preguntarse por la capacidad de determinadas fuerzas políticas y movimientos sociales para articular corrientes de opinión y canalizar demandas colectivas: ¿por qué las voces abolicionistas de Toledo en 1882 no pudieron promover campañas de movilización contra la pena de muerte como sí lo hicieron en 1914? ¿Las formas de esta movilización y la respuesta de las autoridades denotan un aumento de la competencia política en el escenario local? En definitiva, el propósito de las siguientes páginas no es otro que el de entender algo mejor las transformaciones que estaban operando en la sociedad de entre siglos y ahondar en el debate sobre la participación de diferentes grupos y movimientos sociales en la demanda de derechos que hoy consideramos fundamentales de la ciudadanía.
La pena de muerte es fundamentalmente un ejercicio de poder que ha sido utilizado en algún momento en la mayoría de las sociedades conocidas
La capacidad de ejecutar a enemigos, sujetos desobedientes o individuos considerados peligrosos pudo otorgar a la pena de muerte una función política especial en periodos en que dos modelos de Estado pugnaban por establecer el poder soberano, se sentían amenazados por contendientes políticos o buscaban el poder absoluto. En este sentido, los estudios sobre violencia política han conseguido contrastar el aumento de las ejecuciones públicas en el tiempo en el que se desmoronaba el Antiguo Régimen y se implantaba el Estado liberal. El poder político en el Antiguo Régimen parece que no necesitó demostrar públicamente su fuerza en tantas ocasiones como lo hizo durante su propia crisis. Las primeras décadas del liberalismo, igualmente, estuvieron plagadas de insurrecciones, guerras civiles, protestas sociales y transgresiones de la ley más a menudo reprimidas con la ejemplaridad de la pena de muerte que en siglos anteriores
El reformismo ilustrado consiguió empapar la codificación liberal de un nuevo proceso y derecho penal que buscaba mayor moderación y proporcionalidad en la legislación punitiva, suavizar determinadas costumbres, eliminar el tormento, las penas corporales más crueles y ofrecer una alternativa que elevaba la prisión a la principal forma de castigo. Sin embargo, la pena capital estuvo lejos de desaparecer de los códigos para los delitos considerados más graves y las ejecuciones en espacios públicos se mantuvieron hasta bien entrado el siglo
El número y la frecuencia con la que se aplicaron las sentencias de muerte podrían dar buena cuenta del peso o la evolución de la pena capital en la conformación del sistema punitivo liberal. Ahora bien, el complejo y dilatado proceso que atravesaba una sentencia de muerte, desde que se dictaba hasta su posible aplicación, y la opacidad de la jurisdicción militar expone todo intento de ofrecer cifras a constantes revisiones. En todo caso, los números que se ofrecen a continuación se apoyan en dos de las fuentes más rigurosas y fiables que se pueden encontrar para computar la pena de muerte. La primera es la obra del coetáneo Camilo Marquina entre 1870 y 1899, que ofrece datos anuales de ejecuciones e indultos. Eso sí, datos contrastados a partir de 1883 y hasta 1918 por la
Sentencias de muerte, ejecuciones e indultos por la jurisdicción ordinaria, 1870-1918
Años | Sentencias | Ejecuciones | Indultos | % indultos sobre sentencias |
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1870-79 | 265 | 136 | 129 | 48,6 |
1880-89 | 358 | 119 | 239 | 66,7 |
1890-99 | 427 | 113 | 314 | 73,5 |
1900-09 | 330 | 47 | 283 | 85,7 |
1910-18 | 211 | 11 | 200 | 94,7 |
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El análisis del
La disminución de las ejecuciones, el paulatino incremento de los indultos y el cambio de tendencia de las sentencias de muerte dictadas por los tribunales con la entrada del novecientos no parecen coincidir precisamente con los periodos de mayor o menor criminalidad. Los movimientos de ejecuciones e indultos especialmente en determinadas fechas apuntan a una fuerte dependencia de algunos acontecimientos políticos. Las ejecuciones, por ejemplo, disminuyeron en 1873, durante el debate abolicionista de la I República, para aumentar en 1874 y alcanzar un mayor auge a partir de 1876. En 1877, todavía lejos de que el régimen de la Restauración alcanzase su ansiada estabilidad política e institucional, se ejecutaron a 28 reos y al año siguiente a 17, el 90% de las sentencias de muerte. Habría que esperar a los últimos años del denominado Parlamento Largo de Sagasta para que los indultos superasen el 60% de las penas capitales impuestas por la justicia. Llamativo también resulta que todas las penas de muerte dictadas por los tribunales ordinarios entre los años 1910 y 1912 obtuviesen el indulto, cuando aún resonaban los ecos de la campaña internacional contra la ejecución militar de Ferrer y un nuevo gobierno de tendencia liberal-demócrata volvía a mostrar mayor sensibilidad por la abolición de la pena capital. El propio José Canalejas propuso el indulto de los seis condenados a muerte por los sucesos de Cullera, reaccionando de forma muy distinta a Antonio Maura tras la Semana Trágica. Tampoco parece casual que el trienio 1916-1918 discurriese sin ejecuciones, como si no se quisiese añadir más horror al que se estaba produciendo en los campos de Europa
Dos interrogantes surgen inevitablemente ante este descenso de sentencias de muerte y ejecuciones tan vinculado a decisiones políticas. El primero de ellos: ¿estaba la pena de muerte dejando de ser una pieza central del poder del Estado? En los albores del siglo
A medida que sus funciones de preservación del poder estatal perdieron protagonismo, también su práctica adquirió otras formas y significados. Con la aprobación por las Cortes de la denominada «Ley Pulido» en el año 1900, la pena de muerte quedó recluida al interior de las prisiones, en algún «sitio adecuado» del establecimiento penal, para que incluso ahí se asegurase la «privacidad» del acto. Lo que había sido una ceremonia de poder pensada para exhibirse en la plaza, teatralizar el suplicio del reo, someterlo a escarnio e intimidar o aterrorizar al público asistente, quedaba reducido a un instrumento de la justicia penal. El espectáculo político de la ejecución pública había dado paso a un medio de aplicar una sanción penal con mayor rapidez, eficacia y frialdad. La muerte y solo la imposición de la muerte se convirtió en el castigo, pues todas las degradaciones y agravios adicionales debían ser evitados. El ritual de la muerte estatal había dejado de ser un evento ruidoso para convertirse en un procedimiento silencioso, había dejado de ser un acto demostrativo para justificarse como meramente defensivo. La pena de muerte quedó apartada de los ojos de las gentes, del espacio público y de la experiencia de la vida cotidiana
Este proceso al que asistió la pena capital también se pudo ver reforzado por la necesidad estatal de desarrollar un sistema penal más eficaz, que definiese con precisión las penas que correspondían a cada delito y mantuviese cierta legitimidad en un nuevo contexto de cambio. El encierro legal o la nueva prisión disciplinaria, el sistema que obliga a pagar tiempo a los penados, se adecuaba mejor a las nuevas relaciones jurídicas del liberalismo. El principal castigo del Código Penal de 1848 era, a pesar de todo, la pena privativa de libertad, seguida por las penas pecuniarias; y el de 1870 estableció una gradación en las penas, lo que suponía que la pena de muerte dejaba de considerarse el único castigo de determinados delitos para pasar a ser el grado máximo de castigo que se podía imponer a esos mismos delitos. Una mayor vía se abría así para que el arbitrio del juez pudiese decantarse por la prisión temporal o la cadena perpetua. La prisión se fue convirtiendo en el castigo para todo tipo de delitos a medida que fue desarrollándose una administración carcelaria centralizada y una red de cárceles locales y presidios estatales que aspiraban a ser más seguros, austeros y disciplinarios. El nuevo sistema penal no indica el fin de la violencia estatal, pero planteaba inevitablemente la cuestión del valor, la necesidad o la utilidad de la pena de muerte como forma ordinaria de administrar justicia
Esta última cuestión conecta directamente con el segundo interrogante que sugería el pronunciado descenso de sentencias de muerte y ejecuciones: ¿qué sentido tenía seguir imponiendo una pena que tan pocas veces el gobierno consentía aplicar? La respuesta, una vez más, solo se puede escribir en términos políticos y no meramente jurídicos. De hecho, el Tribunal Supremo rara vez obligaba a las audiencias a revisar sus sentencias originales. El perdón estaba reservado al poder político, como última medida de gracia, otorgándole así una fuente adicional de autoridad y prestigio tan poderosa en tiempos de mayor estabilidad como lo podía ser una ejecución pública en periodos de contienda o violencia constante. El proceso de perdón desataba una serie de peticiones de personalidades, encuentros con diputados o ministros y tráfico de influencias, que contribuía a conformar un sistema útil de control social a la sombra del patíbulo. En palabras de Douglas Hay, en estos actos de misericordia se encontraban «las estructuras mentales del paternalismo». El poder de interceder o amparar a alguien en una cuestión de vida o muerte constituía un favor que no se olvidaría fácilmente, que podía reforzar la red de obediencia, gratitud y deferencia. El mensaje contenía una gran fuerza simbólica y no solo debía llegar al sujeto interesado, sino a toda la sociedad. Precisamente por ello, muchos indultos se concedían de manera colectiva y se hacían coincidir con el día de Viernes Santo o con los aniversarios de la realeza
La pena de muerte ya no era aquella herramienta indispensable para proyectar el poder estatal que fue en décadas pasadas, pero demostraba seguir manteniendo los suficientes usos políticos para que los diferentes gobiernos de la Restauración se resistiesen a eliminarla del ordenamiento jurídico. Una utilización más moderada y restringida pretendía que pareciese más legítima o justificada en caso de que las autoridades permitiesen su aplicación como último recurso. Además, dotaba a los gobiernos de un recurso político si deseaban dar señales de su determinación contra el desorden, su indulgencia con los condenados, su distancia de gobiernos salientes o de regímenes políticos anteriores. En definitiva, el carácter y uso de la pena capital estuvo moldeado por las cambiantes formas estatales e intereses gubernamentales. Esto también ayuda a entender por qué los procesos de reforma o abolición en esta materia difícilmente prosperaron en periodos de agitación política y social. Ahora bien, los propósitos utilitarios, esto es, la preservación de las instituciones, el control social de la población y del delito, no fueron los únicos que intervinieron en este proceso de transformación. Otros desarrollos sociales, procesos culturales y políticos estaban operando detrás de las decisiones y acciones del poder, redefiniendo sus intereses y formas con respecto a la pena de muerte.
Apenas confirmada la sentencia de muerte por la Sala Segunda del Tribunal Supremo contra Aniceto Camuñas en abril de 1914, el abogado y el procurador de la defensa del recluso enviaron una carta a los directores de los periódicos toledanos. Si pretendían conseguir la mayor notoriedad o publicidad de su causa, sabían muy bien a quién dirigir una carta así. Al día siguiente,
La campaña lanzada por el periódico tenía en su contra ciertos elementos de peso para permitir que prosperase con facilidad: la incuestionable culpabilidad del reo y la atrocidad del delito. ¿Cómo conseguir que la población se involucrase en una campaña de apoyo y movilización por un crimen así?
En los días siguientes, periódicos tan dispares en su línea editorial como
Estas diferentes expresiones de turbación, vergüenza, compasión o censura recogidas de la prensa en estos episodios ante la pena de muerte podrían ser consideradas el reflejo de un profundo cambio en las sensibilidades. Emociones, pasiones, afectos o sentimientos han estado siempre presentes en la toma de decisiones individuales, en los comportamientos humanos, la formación de grupos o movimientos sociales y en todo proceso histórico. El reciente interés de la historiografía por esta nueva perspectiva de análisis empieza a demostrar la importancia de lo emocional en los procesos de cambio. Además las emociones han dejado de considerarse algo eminentemente innato o una constante antropológica para atribuirles un componente aprendido que se adquiere, experimenta o transforma en un contexto cultural determinado. Esto significa que las emociones pueden y necesitan ser historiadas. Parafraseando a Ute Frevert, el miedo, la alegría, el odio, la codicia o la confianza no han sido emociones desconocidas en el pasado, lo que ha podido cambiar en el devenir histórico es lo que provoca temor y enfado, genera pena y compasión o despierta el orgullo
Los cambios culturales que encarnan nuevas emociones o sensibilidades han dejado algunas huellas en los usos y actitudes frente a la violencia estatal. La pena capital empezó a percibirse más prescindible para el mantenimiento del poder y más brutal una vez que la nueva autoridad quedó establecida y las ejecuciones fueron disminuyendo. El lenguaje de la civilización y la sensibilidad humanitaria fue ganando terreno de este modo en el marco del liberalismo político, al calor de las corrientes de pensamiento que abogaban por la limitación del poder coercitivo del Estado, defendían los derechos y libertades de los individuos, pretendían un mayor control democrático del gobierno y las instituciones políticas, aspiraban al bienestar de los ciudadanos y cuestionaban la utilidad disuasoria o ejemplarizante de la crueldad y los castigos corporales. Los nuevos usos de la pena capital guardaban estrecha relación con amplios cambios culturales en las élites sociales que, bajo imperativos como el respeto a la vida y a los individuos, comenzaban a rechazar la violencia física, el sufrimiento o, al menos, su exposición en público, y criticaban la «insensible vulgaridad» de las multitudes que seguían yendo a presenciar las ejecuciones públicas. Formas de crueldad que alguna vez habían sido incuestionables llegarían a convertirse en objeto de crítica y debate constante, más incómodas o difíciles de justificar por sus propios defensores
El rechazo a la pena de muerte creció desde finales del siglo
El debate se enfrió durante los primeros años de la Restauración y ningún diputado volvió a presentar en las Cortes una propuesta de abolición hasta 1893, cuando la aplicación de las ejecuciones públicas empezaba a reducirse
Existía en la opinión de todos estos cierta esperanza en el progreso de la civilización, entendido este como un proceso evolutivo en el que los sentimientos humanitarios y compasivos ocupaban un lugar central. En este sentido, hace ya algunos años José María Jover dedicó un artículo a desentrañar lo que él denominó el «tono de la vida», el «clima moral» o los «fundamentos humanos» de la transición intersecular. Basado fundamentalmente en fuentes literarias afirmaba que los nuevos vientos culturales que soplaban sobre Europa en el fin de siglo habían traído una nueva concepción del mundo y de la vida, un naturalismo más hondo en el que la sensibilidad, la comprensión del marginado y la aproximación al que sufre se manifestaban como la nueva esperanza del cambio social. La consulta de mayor número de fuentes quizás podrían haber alertado al referido autor de la paralela gestación de un darwinismo social de conocidas consecuencias en otros ámbitos políticos y sociales del momento. No obstante, en este ambiente cultural complejo en el que se descubre la cuestión social a la vez que se teme a las multitudes, las emociones hacia una muerte prevista, cuya ejecución pende de una libre decisión humana, pudieron cobrar una especial intensidad en algunos sectores de las clases medias urbanas, las que se expresaban en la prensa, en la literatura, y que tantos conmovedores relatos dejaron acerca de las ejecuciones públicas de la mano de Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán o Pío Baroja
Ninguna dureza, que no somos vengadores de males, que tendríamos que castigarnos a nosotros mismos, copartícipes sociales de los errores que engendran los delitos. Esta es la tendencia moderna de la penalidad, y si no podemos romper de un golpe con el triste pasado, de cuyas raíces estamos llenos, debemos suavemente, reconocido el error, borrarlo de la trayectoria social
La retirada del patíbulo al interior de las cárceles y la paulatina disminución de su aplicación, lejos de aspiraciones gubernamentales por mostrar unas ejecuciones más moderadas y justificadas, acabó provocando que estos castigos pareciesen más brutales, innecesarios, extraños o ilegítimos para la mirada de los contemporáneos. La desaparición del ritual, de sus formas culturales, sus significados sociales o atractivos emocionales, y su sustitución por un mero procedimiento penal rápido, eficaz, prácticamente oculto y sin apenas elementos comunicativos, socavaba esas tradicionales funciones de exhibir la autoridad, disuadir a los delincuentes o expresar el sentimiento público
A un ser depravado, de malos instintos, borracho de malos pensamientos o ejecutor de un solo pensamiento malo, hay que repararlo de la sociedad, aislarlo de los hombres buenos, recluirle y hacerle padecer su mal proceder, castigarle en forma que se entere del castigo, esto es: viviendo.
Para eso se hicieron esos edificios donde quedan muchos sufriendo sus culpas
Las Cortes se convirtieron en escenario habitual de las repetidas proposiciones de abolición del diputado republicano Luis Morote con el nuevo siglo, movido por el «ejemplo de los países» y «la corriente del humanismo actual»
Durante unos días no hemos hablado de otra cosa. […] Un ser degenerado, que cometió un crimen atroz, ha preocupado a toda una ciudad. Esto dice mucho en favor de nuestros sentimientos. La efusión de sangre nos aterra. […] pero no podemos estar conformes con todo lo que se ha dicho para justificar la concesión del indulto. […] No han faltado quienes, llevando la cuestión a sus principios, han defendido el indulto combatiendo la pena de muerte, que consideran como recuerdo de tiempos bárbaros. Y eso ya es avanzar demasiado
El abolicionismo había experimentado significativos avances, pero su desarrollo fue mucho más transitorio y expuesto a involuciones, especialmente desde que la Gran Guerra, los procesos revolucionarios y los movimientos contrarrevolucionarios propiciasen un nuevo escenario de violencia y brutalización de la política. Los años que estaban por llegar no fueron los mejores para el cumplimiento de las garantías judiciales. El espacio que dejó el paulatino descenso de la muerte legal pudo ser ocupado en circunstancias excepcionales por otras expresiones de violencia política procedentes de los máuser de la Guardia Civil, del pistolerismo o las ejecuciones extrajudiciales bajo custodia de agentes policiales. En este contexto, la pena de muerte se mantuvo firme en los códigos de justicia hasta que en 1932 el nuevo régimen republicano trató de romper con el pasado
Dos días después de que se conociese públicamente la noticia de la sentencia de muerte,
La campaña a favor del indulto se presentó como una buena ocasión para desplegar algunas de las prácticas más habituales del paternalismo, aumentar el prestigio y el reconocimiento de las autoridades locales en la comunidad: adhesiones públicas de los representantes de las principales instituciones, formación de comisiones y desplazamiento a Madrid para conseguir entrevistas con diputados y miembros del gobierno. No obstante, en apenas dos días aparecían otros recursos necesarios para movilizar a la opinión pública que más bien parecían propios de los movimientos sociales: informaciones continuas y artículos contra la pena de muerte dotados de una fuerte carga emocional para impactar a los lectores, declaraciones en la prensa de sociedades profesionales, asociaciones políticas y de oposición y su participación en las comisiones, llamamientos al envío masivo de cartas al Consejo de Ministros y recogida de firmas en los círculos, casinos, cafés y demás lugares centrales de la sociabilidad toledana. Al tercer día de campaña,
La manifestación había conseguido el apoyo de la alcaldía y del presidente de la Asociación de la Prensa de Toledo, que se encargaron de obtener los permisos necesarios del gobernador civil para llevar a cabo de manera inmediata un acto público de estas características. Durante esa misma mañana se distribuyó por las calles, cafés y comercios de la ciudad una alocución en la que se excitaba a la población a sumarse a la manifestación y al comercio a cerrar sus puertas durante las horas del recorrido. A pesar de la urgencia de los preparativos, los apoyos eran suficientemente amplios y diversos, especialmente entre aquellas asociaciones que ya demostraban una especial capacidad y organización para movilizar a sus socios o militantes y actuar en defensa de intereses colectivos. El presidente de la Cámara de Comercio asumía el reto con la publicación de una nota en la que suplicaba «a los comerciantes e industriales, se dignen cerrar sus establecimientos a las cinco y media de la tarde y asistir a la manifestación proyectada»
Los diversos testimonios que dieron cuenta de la manifestación coincidieron en subrayar su amplio seguimiento. El semanario
El elemento obrero daba una nota muy digna de estimación. Ya no son estos trabajadores, aquellos que en un día de ejecución de un reo, cogían a sus familias, o a sus amigos, y en gran algaraza se dirigían hacia el sitio donde se alzaba la picota, provistos de meriendas con las que habría de celebrarse una francachela, como si el motivo para ella fuese el júbilo de una romería […]
Ya ha variado la película: los obreros de la actualidad, poseen otra ilustración muy distinta a los de antaño, y saben lo que son las corrientes modernas; están enterados de cómo se piensa en la humanidad civilizada; […].
Por eso, en la manifestación de ayer, hubieron de acudir en crecidísimo número a protestar, junto a las demás entidades, de que en esta imperial ciudad quede el sello de una muerte a garrote […]
El recuerdo de las multitudes arremolinadas frente a los patíbulos en días de ejecución aún pesaba en la imaginación o los temores de sectores ilustrados y clases medias urbanas. Las palabras del articulista denotaban alivio y satisfacción por el cambio experimentado en el «elemento obrero», como si las clases populares y obreras fuesen las únicas que habían promovido, consentido y asistido a estos espectáculos de sufrimiento en épocas pasadas. Documentar la agudización del sentimiento de compasión hacia los reos entre los grupos más débiles de la población urbana y explicar las razones de este cambio es una labor aun mucho más compleja. Lo que sabemos de sus sentimientos o emociones es más bien poco. Sus testimonios y opiniones no solían quedar reflejados en la prensa u otro tipo de fuentes. No obstante, la contrastada presencia de obreros en la manifestación de Toledo ofrece sobradas razones para pensar que se encontraban en estrecha consonancia con la opinión pública propagada en la prensa por los sectores ilustrados de la ciudad, que se compadecían del reo y ansiaban igualmente la llegada del indulto
Al fin y al cabo, la sociedad de principios del
Huelga el que recomendemos a republicanos, socialistas y obreros, no voten a ninguno de estos señores pertenecientes a ese partido acaudillado por Maura y Cierva, esos políticos a quienes anatemizó la Europa culta, los que fusilaron a Ferrer y al idiota Clemente García, los que acribillaron a balazos a infelices obreros en Infesto y Jumilla, los que promovieron los sangrientos sucesos de Osera, los que bajo el plomo del máuser hicieron morir a los estudiantes en Salamanca, los que nos llevaron a la guerra con Marruecos, a esa guerra que arrebató y arrebatará millares de hijos y millones de dinero
La brutalidad con la que el Estado respondió en tantas ocasiones a las acciones de los combativos movimientos sociales, a las demandas obreras y populares, pudo contribuir al rechazo hacia las formas más severas de represión y castigo entre las clases subalternas. Víctor Lucea ha mostrado de manera esclarecedora que las ejecuciones que se enmarcaban en ambientes de tensión social y política ya habían provocado la participación de mujeres y obreros en algunas de las manifestaciones más explícitas contra la pena capital a finales del
Lo cierto es que el Toledo de 1882 quedaba muy lejos en ese aspecto del de 1914. En esta última fecha, la hegemonía del turno y la cultura política clientelar estaba siendo desafiada en los procesos electorales locales, obligada a competir con carlistas, mauristas, católicos, republicanos, demócratas y socialistas, además de a convivir y negociar con otras sociedades profesionales y de intereses. El republicanismo toledano había conseguido en la primera década del
La ciudad estaba inmersa en un proceso de transformación política y social en el que crecía una ciudadanía vinculada a grupos de afinidad de ámbito nacional, que mostraba inquietud por problemáticas que rebasaban con mucho el marco local y que demandaba mayores derechos colectivos, renegociación de la convivencia y ampliación de la participación política mediante nuevas formas de movilización social
En estas palabras del gobernador civil al cierre de la manifestación y en las acciones de la alcaldía en apoyo a la campaña se muestra un esfuerzo por atender a ciertas demandas colectivas. En un escenario de creciente competencia política, es más que probable que las fuerzas del turno se percatasen del potencial político de algunas reclamaciones de la ciudadanía, de la necesidad de atender a algunas de sus peticiones o de aceptar ciertas expresiones de disenso público, del cálculo electoral en la toma de decisiones y de los costes políticos de no transigir. Las nuevas formas de movilizar intereses colectivos obligaban a las facciones clientelares a redefinir las relaciones sociales con los nuevos actores políticos, desplegar mayores esfuerzos, recursos y marcos de negociación en la gestión del poder local
Cinco días después de la concesión del indulto, se colaba en el Congreso un apasionado y extenso debate entre varios diputados. Un reo había sido ejecutado en Córdoba bajo los efectos de un posible estado epiléptico o de enajenación que podía haberle librado del patíbulo en el último momento. Los miembros de la Cruz Roja y los frailes de la Paz y Caridad se negaron a conducirle hacia la muerte en ese estado, lo que obligó al verdugo y el sepulturero a hacerlo en su lugar. Los periódicos ofrecieron una amplia difusión de lo que presentaron como un escándalo y varios diputados liberales, republicanos y socialistas «horrorizados» por unos «hechos tan repugnantes» exigían responsabilidades a varios ministros en «nombre de la humanidad», aprovechaban para solicitar el indulto de cuatro reos en Guadalajara e intentaban rescatar el debate de la abolición
Los episodios acontecidos en Toledo eran el reflejo de unos procesos de transformación que han pretendido ser analizados desde la óptica que proporciona el microscopio local. Muchos interrogantes reclaman ampliar horizontes espaciales, temporales y comparativos. Los próximos trabajos, además, puede que deban tratar de desentrañar con mayor nitidez la compleja relación causal existente entre los ámbitos del poder, la cultura y los movimientos políticos y sociales. Ahora bien, algunas de las ideas lanzadas en este texto podrían esbozar las líneas por las que transitar. El éxito de la campaña de indulto obedecía a la capacidad para orquestar un movimiento social en una ciudad que empezaba a estar habituada a estas nuevas prácticas colectivas de presión y negociación política, a un profundo cambio en las sensibilidades que reaccionaba contra una ejecución en su entorno y alimentaba opiniones contra las formas más severas de punición, pero también a que una petición así ya no parecía poner en cuestión la autoridad del poder o la fortaleza del gobierno, no al menos como unas décadas atrás. En la decisión del Consejo de Ministros, en su declarada voluntad de atender a la demanda del «pueblo unánime» residía la confianza de que tal concesión no abría una brecha en el orden institucional ni debilitaba las estructuras políticas preexistentes, mas al contrario, podía reafirmarlas mediante el uso político del perdón. La expansión de lo que bien podríamos considerar derechos de ciudadanía quedaba estrechamente ligada o dependiente de los procesos de afirmación del Estado. El camino, por tanto, lejos de ser lineal o evolutivo, estaba expuesto a traumáticos retornos.
Este artículo se ha realizado en el marco de los proyectos de investigación financiados por el Ministerio de Economía y Competitividad: HAR2015-64076-P, dirigido por
«Edición de la noche»,
«Crónica de la semana»,
El ambiente de estas ejecuciones lo encontramos en
Las expresiones entrecomilladas, en «Una manifestación grandiosa»,
«Sentencia de muerte confirmada»,
Las comillas en
El desarrollo de la prisión bajo la impronta del materialismo histórico, en
«Sentencia de muerte confirmada. Recabemos el indulto»,
Ibídem.
Ibídem, 22-4-1914.
«Pidiendo misericordia»,
«Por el indulto»,
«Ante la última pena»,
«Condenado a muerte»,
«Odia al delito…»,
Las comillas en los periódicos arriba citados entre el 21-4-1914 y el 9-5-1914.
Los países que la habían abolido eran Portugal en 1867, Países Bajos en 1870 y Suiza en 1874, mientras que en otros se empleaba sistemáticamente el derecho de gracia, como en Bélgica desde 1863 e Italia desde 1876. Las ejecuciones públicas, a su vez, fueron prohibidas en Inglaterra en 1868, en Alemania y Suecia en 1877, en Polonia en 1880, en Rusia en 1881 y en Noruega en 1887. En Francia no quedarían prohibidas hasta 1939. Véase,
Ibídem, legislatura 1879-1880, pp. 1.080-1.083.
«Odia al delito…»,
Ibídem, 27-10-1906, p. 3.451; y 9-11-1906, p. 3.725.
«La pena de muerte»,
«La pena de muerte»,
«Toledo en masa solicita el indulto»,
Ibídem, «La ejecución es inminente», 24-4-1914.
«Una manifestación grandiosa»,
«Ante la última pena»,
«Odia al delito…»,
«Una manifestación»,
«Una manifestación grandiosa»,
«Chismorreo electoral»,
«Una manifestación grandiosa»,
«Responde el gobierno»,
Ibídem, «Después del indulto», 4-5-1914.