SUMARIO

  1. NOTAS

La historia es caprichosa. Más veces de las que sería deseable, personajes que representaron un papel clave en el pasado resultan injustamente preteridos, como si los historiadores hubiesen bebido del mítico río Lete del inframundo. En tanto algunos personajes históricos son glosados hasta la extenuación, otros han de esperar su turno hasta que, por fin, alguien haga justicia y sean recuperados del olvido.

En esta situación se encuentra el político y jurista John Jay (1745-‍1829), cuya trascendencia para el proceso de independencia y constitucionalización de Estados Unidos ha quedado eclipsado por aquellos a los que la historiografía ha convertido en primeros espadas: James Madison, Alexander Hamilton, John Adams, Benjamin Franklin o Thomas Jefferson.

Sin desmerecer a estos últimos —cuyo papel en la forja de Estados Unidos y su sistema político resulta innegable—, John Jay bien merece un lugar destacado a su par, porque no fueron menos los méritos que atesoró. En Estados Unidos, sin embargo, la primera biografía solvente de Jay no llegó hasta 1935, a cargo de Frank Monaghan (John Jay. Defender of Liberty). La selección de sus escritos no tuvo mejor suerte. La primera —bastante limitada— corrió a cargo de Henry P. Jonhson (The Correspondence and public papers of John Jay, 1890-1893), y no sería hasta el último tercio del siglo xx cuando se proyectase una nueva edición, mucho más ambiciosa, a cargo de Richard B. Morris, obra en cuatro volúmenes de la que, debido al fallecimiento del autor, solo la mitad vieron la luz (John Jay. The making of a Revolutionary. Unpublished Papers, publicado en 1975 y John Jay. The Winning of the Peace. Unpublished Papers, de 1980). Habría que esperar ya al siglo xxi para que se retomase la publicación de los escritos de Jay, en una edición completa a cargo de Elisabeth M. Nuxoll, de la que hasta el momento han aparecido cinco de los siete volúmenes previstos (Selected papers of John Jay, 2010-2015).

A pesar de ello, algunos de los más significativos escritos de Jay se encuentran incluidos en muchas de las obras que recopilan fuentes documentales de la Revolución norteamericana y sus orígenes constitucionales. Así, por ejemplo, está presente en los libros de Paul Licester Ford (Pamphlets on the Constitution of the United States, published during its Discussion by the People, publicado en 1888), de Philip B. Kurland y Ralph Lerner (The Founders’ Constitution, 2001) o de Colleen A. Sheehan y Gary L. McDowell (Friends of the Constitution. Writings of the “Other” Federalists, 1998), entre otros.

En España, sin embargo, el desconocimiento de la figura de Jay resulta todavía más palmario. Bien es cierto que el constitucionalismo histórico estadounidense no goza en nuestro país del mismo predicamento que otros, como el francés, lo que en parte puede justificar tal omisión. Entre los pocos que se han ocupado en profundidad de los orígenes constitucionales de Estados Unidos no pueden dejar de mencionarse los estudios de Roberto L. Blanco Valdés (El Valor de la Constitución, última edición de 2006) y de Ángela Aparisi Miralles (La Revolución Norteamericana. Aproximación a sus orígenes ideológicos, 1995). Por lo que se refiere a las fuentes doctrinales, apenas algunos de los framers han tenido el honor de ver sus escritos traducidos en España, como sucede con James Madison (República y libertad, 2005) y Thomas Jefferson (Escritos políticos, 2014). La selección de escritos federalistas y antifederalistas ha tenido algo más de fortuna, destacando la traducción de la obra de Ralph Ketcham (Escritos antifederalistas y debates de la Convención Constitucional de EE.UU., 1997), así como la recopilación de Ignacio Sánchez-Cuenca y Pablo Lledó (Artículos federalistas y antifederalistas, 2002). Mención aparte es el caso de The Federalist, que ha sido sin duda la fuente doctrinal más traducida al castellano, con ediciones en Argentina (1868), en México a cargo del Fondo de Cultura Económica (con numerosas ediciones: 1943, 1957, 1982, 1987, 1994, 1998, 2000, 2001, 2004, 2006, 2010 y 2014), en Costa Rica (1986) y en España (2014), edición esta última a cargo de Ramón Maiz.

Tal desidia española hacia el sistema político estadounidense no resulta sin embargo novedosa. Basta echar un vistazo a nuestra historia constitucional para constatar cómo solo en 1873, con el intento de implantar un republicanismo federal, aquel modelo se adoptó como referente. Salvo esta excepción, en nuestro país interesaba (e influía) muchísimo más el constitucionalismo francés y el británico (en el siglo xix), al que se añadiría el germano en el siglo xx. Por supuesto, la cercanía geográfica ayudaba a estas preferencias, pero no las justifica plenamente: el constitucionalismo estadounidense era muy bien conocido en la Francia revolucionaria, a pesar de su distancia con la nación aliada. No solo la Constitución federal de 1787 fue citada reiteradamente en el seno de la Asamblea Nacional francesa, sino que incluso el constitucionalismo colonial se difundió ampliamente entre los intelectuales galos. No en balde, ya en 1792 aparecía una traducción de la obra de John Adams (Défense des constitutions américaines, ou De la nécessité d’une balance dans les pouvoirs d’un gouvernement libre, 2 vols., 1792), redactada precisamente para popularizar los nuevos sistemas políticos de las antiguas colonias. Nueve años antes, Brissot de Warville había dado a conocer entre otras la Constitución de Pensilvania (Bibliothèque philosophique, du législateur, du politique, du jurisconsulte, 1783), aunque la principal difusión corrió a cargo de Louis-Alexandre de La Rochefoucauld d’Anville, quien traduciría los textos constitucionales de los trece estados antes incluso de constituir la federación (Constitutions des treize États-Unis de l’Amérique, 1783); unas constituciones que le había suministrado su amigo Benjamin Franklin, embajador en Francia entre 1776 y 1785.

Precisamente por ese descuido de la historiografía y doctrina española hacia un constitucionalismo seminal cual es el estadounidense, resulta de agradecer la recopilación de escritos de John Jay recientemente publicada por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, magníficamente traducidos por la profesora de la Universidad de Oviedo, Patricia García Majado, y acompañada por un espléndido estudio preliminar de Jorge Pérez Alonso, investigador del Seminario de Historia Constitucional «Martínez Marina» y encargado también de la selección de textos que contiene el volumen. Nadie más indicado que él para dicha tarea. Experto en el constitucionalismo estadounidense, en su haber figuran numerosos estudios sobre sus orígenes políticos y, sobre todo, sobre el sistema electoral y el Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Historiador de casta, respecto del primero de estos asuntos elaboró en 2013 un interesante libro en el que comparaban tres elecciones presidenciales especialmente conflictivas: la que enfrentó a John Adams con Thomas Jefferson en 1800, a Rutherford B. Hayes con Samuel Tilden en 1876 y a George W. Bush con Albert Gore en 2000 (Tres controvertidas elecciones presidenciales estadounidenses, In Itinere, Oviedo, 2013). Sobre John Jay publicó también en fechas recientes un interesantísimo trabajo («John Jay (1745-‍1779): de abogado colonial a dirigente moderado de la Revolución Americana», Historia Constitucional, núm. 18, 2017) que puede considerarse como la antesala del estudio preliminar que acompaña a la obra ahora recensionada. Aunque a John Jay le dedicó también espacio en un trabajo referido al origen del Tribunal Supremo de los Estados Unidos («Los difíciles años iniciales del Tribunal Supremo de los Estados Unidos (1789-‍1801)», El Cronista del Estado social y democrático del Derecho, núm. 45, 2004).

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Como recuerda el propio Jorge Pérez Alonso, el actual desconocimiento de Jay entre la doctrina no estadounidense —y de la que es buena prueba el escaso espacio que le dedica Ramón Maiz en su edición de El Federalista— contrasta con el extraordinario ascendiente y autoridad de que gozó durante su vida, avalado por un abrumador currículum: abogado en la Nueva York colonial, miembro del primer y segundo Congreso Continentales (siendo presidente de este último), representante plenipotenciario de Estados Unidos en España, autor del borrador del Tratado de París de 1783 que sellaría la paz entre Estados Unidos y Gran Bretaña, secretario de Asuntos Exteriores y presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, entre otros méritos.

De lo anterior se explica que Jay gozase de un enorme prestigio en su tiempo, muy superior al de otros framers luego más encumbrados, como Hamilton y Madison. Un prestigio que le llevó a ocupar un lugar preferente en la independencia norteamericana, en la construcción del estado de Nueva York y en el diseño de la Constitución estadounidense, los tres pasos sucesivos que fraguaron el sistema político de los Estados Unidos. De ahí el acierto del título que Jorge Pérez ha escogido para la selección de escritos de Jay: Independencia, Estado y Constitución.

Abogado en el despacho neoyorquino regentado por Benjamin Kissam, Jay presenció de cerca la creciente tirantez entre la metrópoli y las colonias británicas, muy en particular Massachusetts. La Guerra de los Siete Años (1756-‍1763) librada contra Francia había dejado malparadas las arcas de Gran Bretaña, por lo que se decidió que las colonias debían asumir el coste de su recuperación económica, al haberse librado en los territorios ultramarinos la contienda. Con tal fin, el Parlamento británico aprobó diversas leyes tributarias que afectaban tanto a productos de consumo habitual en las colonias (Sugar Act, de 1764, y Tea Act, de 1773) como al papel timbrado que el propio Jay utilizaba algunas de sus gestiones jurídicas (Stamp Act, 1765). La resistencia de las colonias, y muy en particular de la ciudad de Boston, a aceptar esas medidas retroalimentaron el conflicto, dando lugar a una nueva serie de medidas legislativas por parte de la metrópoli conocidas como las Intolerable Acts o Coercitive Acts (1774) que comprendían el cierre del puerto de la capital de Massachusetts (Boston Port Act), la sustitución del Gobierno municipal electivo por otro de elección directa (Massachusetts Government Act), la fijación de un fuero jurisdiccional para los oficiales británicos que permitía ser enjuiciados en Inglaterra, y no en la colonia en la que hubiesen perpetrado el acto criminal (Administration of Justice Act), y la autorización para que las tropas pudiesen requisar edificios desocupados (Quartering Act).

A pesar de tratarse de medidas dirigidas específicamente contra Massachusetts, las restantes colonias —y muy en particular Nueva York— asumieron la afrenta como propia, contribuyendo de este modo a forjar un espíritu nacional entre territorios hasta entonces separados por diferencias religiosas. Un espíritu que evidenciaban perfectamente los escritos de James Otis The Rights of the Colonies Asserted and Proved (1764) y Stephen Hopkins (The Rights of Colonies Examined, 1765). La actitud de Jay puede equipararse en esos primeros estadios con la que tuvo otro prócer de la patria, John Adams. Ambos se mostrarían en esos momentos iniciales inclinados hacia una solución consensuada entre colonias y metrópoli. Pero Jay era consciente de que ese consenso no podía lograrse con una negociación unilateral entre Massachusetts y Gran Bretaña, sino que se requerían acciones conjuntas y consensuadas por parte de todos los territorios ultramarinos. Manifestaba, así, su apuesta por la generalización de la causa norteamericana, que más tarde le llevaría a ser uno de los paladines de la unidad nacional.

Siguiendo esta línea de acción, se convocó el Primer Congreso Continental, reunido en octubre de 1774 en el Carpenters’ Hall de la ciudad de Filadelfia, hallándose Jay entre sus integrantes. En este primer congreso, Jay mantendría todavía su talante moderado —en oposición al radicalismo de Patrick Henry—, considerando que la crítica situación todavía era reversible. Con esta idea en la cabeza, redactó ese mismo año de 1774 la Carta al Pueblo de Gran Bretaña, en la que, sin acusar al pueblo del Reino Unido de la opresión sufrida por las colonias, alegaría el derecho que asistía a los colonos como ciudadanos británicos a que se respetasen sus libertades políticas y, en particular, la máxima no taxation without representation. Estas premisas de Jay resultaron coincidentes con la línea general adoptada por ese primer Congreso Continental. En sus diez resoluciones apelaban al derecho británico, considerándose a sí mismos como ingleses, investidos con todos los derechos y libertades de que también disfrutaban los habitantes de la metrópoli. Los antepasados de los colonos —se alegaba— habían sido ingleses, y la emigración no les había privado de sus derechos como ciudadanos, ni a ellos ni tampoco a sus descendientes. Entre esos derechos se citaba, con especial énfasis, la libertad política de adoptar decisiones a través de representantes por ellos elegidos. Frente a la ficción que apadrinaría Edmund Burke de la «representación virtual» (es decir, que las colonias también estaban representadas en el Parlamento británico), los colonos oponían la idea de una representación directa y real. Un tipo de representación a la que estaban acostumbrados, ya que a través de convenants y agreements acordados por los propios migrantes se habían estipulado sus propias reglas políticas, que incluían la presencia de órganos electivos. Acostumbrados pues al autogobierno, la imposición por la metrópoli de medidas acordadas sin su consentimiento expreso no podían ser aceptadas.

Apenas un año más tarde, Jay formaría parte del Segundo Congreso Continental, reunido una vez más en Filadelfia. De nuevo se mostraría conciliador con la Corona británica; una posición que sostendría cuando, de regreso a Nueva York, fue partícipe de la conversión de esa colonia en un nuevo Estado: el político neoyorquino consideraba que se trataba de una solución provisional, a la que se daría marcha atrás si las aguas volvían a su cauce. Una posibilidad por cierto que recogería la Constitución de Nueva Jersey (1776), al prever su derogación en el caso de que finalmente se lograse la conciliación con Gran Bretaña.

Sin embargo, la expectante postura de Jay encontraría su prueba de fuego a partir de 1776, momento en que la realidad se iría imponiendo poco a poco a la su mentalidad conciliadora, y hubo de asumir la irreversibilidad del proceso de emancipación respecto de la metrópoli, materializada a través de la Declaración de Independencia acordada por el Segundo Congreso Continental. En este baño de realismo, Jay elaboró el borrador de la Constitución neoyorquina, muy influida por el pensamiento de John Locke. No se trataba de la primera Constitución de las excolonias. Un año antes habían visto la luz las de Delaware, Maryland, Nueva Jersey, Carolina del Norte, Pensilvania, Carolina del Sur y Virginia. Y unos meses antes que la neoyorquina (adoptada el 20 de abril de 1777) se habían aprobado las de New Hampshire (enero), Georgia (febrero), en tanto que Connecticut mantendría en vigor la regulación previa a la independencia (Fundamental Orders of Connecticut, 1639) y otro tanto haría Rhode Island (Charter of Rhode Island and Providence Plantations, 1663). De resultas, tan solo la Constitución de Vermont, aprobada en julio de 1777, resulta ser posterior a la neoyorquina.

Aun así, se trata de un texto constitucional con unas notas particulares —como bien señala el autor del estudio preliminar— y refleja perfectamente el ideario de John Jay. El preámbulo constitucional evidencia que, para Jay, la independencia de Nueva York representaba una «necesidad» a la que se había visto abocada por la pertinaz actitud tiránica de Jorge III y el Parlamento británico. El sistema de gobierno proyectado se basaba en la idea de equilibrio constitucional, para la que no solo preveía la presencia de una Cámara Alta, sino también la de un Consejo de Revisión —integrado por el gobernador, el canciller y los jueces del Tribunal Supremo— al que debían someterse todas las leyes acordadas por el Parlamento, con facultad de veto suspensivo. Una de las particularidades más interesantes de este diseño constitucional reside en la previsión de que el common law británico mantendría su vigencia en Nueva York. Se trataba de mantener un ligamen con Inglaterra a través de la recepción de su derecho consuetudinario y jurisprudencial, lo que evitaba hacer tabula rasa con un sistema legal que los neoyorquinos conocían y llevaban aplicando desde su establecimiento en Norteamérica. Sin duda la formación como jurista de Jay —que tan a menudo había tenido que aplicar ese common law— resultó capital para una previsión de ese cariz. Conviene señalar, no obstante, que también en otras colonias se asumió de facto la recepción del common law, lo cual introdujo en algunos casos disfunciones, al tratarse de disposiciones no siempre compatibles con el sistema constitucional nuevo que se había puesto en planta.

La Constitución de Nueva York contenía sustancialmente la regulación de los órganos del Estado, en coherencia con la identificación que en los orígenes del constitucionalismo estadounidense se hacía entre Constitución y frame of government. De hecho, algunas constituciones, como las de Carolina del Norte, Vermont o Virginia, distinguían en su seno aquello a lo que denominaban declaration of rights y la parte que denominaban constitution/plan/form/frame of government. Solo la de Pensilvania parecía alumbrar un concepto constitucional más amplio: distinguía entre declaration of rights y plan or frame of government, para a continuación indicar que la primera formaba parte de la Constitución, lo que permitía concluir que esta última representaba el compendio de la parte dogmática y orgánica. En el caso de la Constitución proyectada por Jay, la ausencia de una declaración de derechos la convierte en pura frame of government, aunque a lo largo del articulado se encuentran de forma dispersa al menos dos libertades: por una parte el derecho político a votar (art. XIII) y por otra, la libertad religiosa (art. XXXVIII), con el límite de que «no sea interpretada como excusa para actos de libertinaje, o para justificar prácticas incompatibles con la paz o la seguridad de este Estado». Es más, el deber de los ciudadanos de formar una milicia tenía como excepción constitucional expresa el caso de los cuáqueros, a los que se exoneraba de tal obligación por sus creencias religiosas. Una concesión particularmente relevante en un Jay en el que la religión siempre representó un papel crucial.

La intensa actividad política de Jay desarrollada desde los comienzos mismos de la Revolución norteamericana le haría merecedor en 1777 del nombramiento como presidente del Tribunal Supremo de la Judicatura de Nueva York, cargo que compatibilizó con el de presidente del Segundo Congreso Continental, al que fue convocado un año más tarde. Como recuerda Jorge Pérez, el cambio de actitud de Jay respecto de su presencia en el anterior congreso resulta palpable: no solo estará ya convencido de la irreversibilidad de la ruptura con la metrópoli, sino que mostrará una visión nacional de los Estados Unidos más allá de la idea de confederación que, en el futuro, le convertiría en uno de los paladines del federalismo.

Entre 1780 y 1782 Jay viajaría a España en calidad de representante plenipotenciario de Estados Unidos. El expediente de su estancia en España se conserva actualmente en el Archivo Histórico Nacional (AHN, Estado, 3884Bis, Exp.8). En las cartas de presentación, que en el expediente figuran en sus versiones inglesa y traducida al castellano (estas últimas con la rúbrica de «Juan» Jay), el prócer estadounidense solicitaba reunirse con el monarca español para ponerle al corriente de los despachos de los que le había hecho portador el Gobierno de su país. Carlos III se hizo eco «del anhelo que tienen las Colonias de formar un enlace con la España, de cuyas buenas disposiciones tienen ya bastantes pruebas». Sin duda se trataba de un aliado de interés para la nación emergente, habida cuenta de su tradicional hostilidad con Inglaterra, convertida así en enemigo común. El lenguaje de Jay debía resultar chocante a la Corte española: en una de sus misivas le recordaba la gratitud de los territorios norteamericanos con aquellos países que apoyaran su causa, ayudándoles a «sacudir el yugo con que aspiraba a esclavizarlos una Potencia cuya arrogancia e injusticia llegaron ya a ser destructivas de los Derechos del Género Humano y de la paz y sosiego de la cristiandad». Si bien esta última sonaría bien a los ojos del rey español, la referencia a los derechos humanos evocaba una filosofía iusracionalista ajena entonces a la monarquía de nuestro país.

Carlos III respondió al requerimiento con la petición formal de que, antes de adoptar postura alguna, era menester que estuviese informado del «estado civil y militar» de las colonias y la situación en la que se hallaban para sostener la guerra en la que cifraban su libertad e independencia. La larga respuesta —traducida— de John Jay a este requerimiento ocupa veintitrés páginas, en una bella letra de amanuense que por cierto no se corresponde con la de sus otros documentos transcritos al castellano. Jay se tomó desde luego muy en serio el cometido, no solo por la extensión del documento sino por la profundidad y sistematización con la que aborda cada uno de los puntos, lo que demuestra el sincero interés que tenía en cumplir su encargo, que no era sino lograr un acercamiento a España, con el mayor éxito posible.

El documento tiene un enorme interés, como el propio Jay reconocería en sus primeras líneas: «Las preguntas de que se trata son numerosas e importantes; hacen honor a la sagacidad que las ha sugerido, y una plena respuesta puede mirarse como una historia muy interesante de la actual situación de los Estados americanos».

Lo que seguía hubo de alarmar a Carlos III, porque la forma de gobernarse las excolonias en poco podía hallar parangón con la monarquía polisinodial española (por más talante ilustrado que tuviera el Borbón). Comenzaba el texto por reconocer el carácter democrático del Gobierno estadounidense: «La naturaleza del gobierno y confederación americana es tal, que el Congreso y todas las demás cabezas que dirigen el Pueblo, le son responsables de su conducta, y no pueden ocultar a sus constituyentes el conocimiento de su verdadera situación, sin exponerla a todos los males que experimentan aquellos que sustituyen la astucia a la Sabiduría».

Proseguía el texto aclarando al monarca español la estimación censal de la población de cada Estado («incluyendo negros y mulatos»), que comprendía un total de tres millones de habitantes. Más interés, sin embargo, tenía el segundo punto del texto de Jay, referido a la «forma de gobierno de cada Estado», que contenía una somera descripción acompañada de los textos de las constituciones de Nueva York, Nueva Jersey, Pensilvania, Delaware y Carolina Meridional, advirtiendo que las restantes seguían un patrón muy similar, y que Massachusetts estaba en esos momentos proyectando la suya. Todas estas constituciones —proseguía Jay— fijaban Gobiernos con sujetos elegidos por el pueblo y se habían elaborado conforme a los más sanos principios de lograr la seguridad y la libertad civil y religiosa (algo que seguramente no agradaría a un rey que había expulsado a los jesuitas del suelo español). Se guardaba Jay, sin embargo, de criticar los Artículos de la Confederación —que como enseguida veremos no eran de su total gusto— y a ellos apenas se refería para comunicar al monarca español que, en virtud de aquellos, la Confederación se reservaba «las materias esenciales a la prosperidad y preservación de la unión en paz y guerra».

El punto quizá más interesante de cuantos trató Jay a petición expresa de Carlos III era la disposición del pueblo norteamericano para proseguir con la guerra que había iniciado. Es en esta parte donde emerge un Jay más panfletario que describe la Revolución americana con bella pluma. Siguiendo lo que era su línea argumental consolidada, Jay mostraba al rey español cómo la emancipación era el único resultado posible ante las vilezas y tiranía de Gran Bretaña propagadas desde 1774. Con las excepciones de aquellos que pretendían obtener rédito de sus relaciones con Inglaterra (sujetos solo superados en su vileza por alguien peor: los neutrales), el resto del pueblo había actuado, según el relato de Jay, con una resolución y voluntad admirables:

El gran cuerpo de la Nación se movió junto, y unido en tal forma, y con tan consideradas medidas por la común seguridad condujo sus negocios con un orden y sistema tan regular que no dejó lugar para suponer fuese obra de solo un partido dominante, como nuestros enemigos han representado y afectado considerar siempre […] Estoy cierto —proseguía— en que el Pueblo de América jamás ha estado tan unido en ningún objeto como lo está hoy en el de la independencia.

Una afirmación, esta última, que apuntalaba en catorce argumentos teñidos de razones y a los que añadía un escrito suministrado al rey con el título «Observaciones sobre la Revolución de América», que no se conserva. Posiblemente se tratase de la obra Observations on the American Revolution, published according to a resolution of Congress, by their committee. For the consideration of those who are desirous of comparing the conduct of the opposed parties, and the several consequences which have flowed from it, publicado en 1779 por el Congreso Continental.

Las últimas reflexiones de Jay para el monarca español se centraban en el estado militar de América y en cuestiones económicas relacionadas con su sostenimiento: rentas de los Estados, sus deudas, los recursos para disminuirlas y los medios para que Estados Unidos indemnizase a España en caso de comprometerse este país con la causa americana. Parece claro que Carlos III quería apostar al caballo vencedor, y solo apoyar a Estados Unidos si estos se hallaban en disposición de ganar el conflicto bélico y España, con su colaboración, podía obtener rédito.

La respuesta cursada por el conde de Floridablanca fue ampulosa en elogios y cicatera en dinero. Las exiguas arcas españolas solo se podían permitir —según el secretario del Despacho— una cifra que equivaldría a unos catorce mil dólares. Eso sí, Jay obtuvo como regalo un caballo español, paños y retratos de Carlos III… de hecho, el expediente sobre su traspaso al prócer estadounidense es tan voluminoso como el que contiene todas las misivas entre Jay y el Gobierno español. El escaso éxito del político estadounidense ante la Corte española se explica por los intereses coloniales de esta última, que al menos en este punto le hacían sentirse más próxima a la enemiga Gran Bretaña que a la posible amiga estadounidense. Hasta aquellos de mente más abierta abogaban en España en aquel entonces por la prudencia en los asuntos de la Revolución americana. Basta ver el ejemplo de Gaspar Melchor de Jovellanos. En 1783 —esto es, un año después de que Jay abandonase España— el polígrafo asturiano acometería la censura del libro Memorias históricas de la Guerra actual con la Gran Bretaña, de José Covarrubias. Se trataba en parte de una traducción de la obra Abrégé de la révolution de l’Amérique Anglaise, obra de Paul-Ulric du Buisson publicada en 1774. Pues bien, aunque Jovellanos recomendaba permitir la publicación, solicitó que se atemperasen parte de las expresiones que en ella se empleaban por no ser apropiadas para el pueblo español y porque los documentos «contienen sobrado fuego para que no se enardezca la imaginación de los lectores, y no se necesita añadir más fomento que aumente la llama en circunstancias tan críticas».

El fiasco de la gestión ante la corte española no tardaría en verse superado por una oportunidad extraordinaria que Jay supo aprovechar. Benjamin Franklin llevaba ejerciendo como embajador estadounidense en Francia desde 1776. Aprovechando que Jay se encontraba en el país vecino, le pidió que se reuniese con él en París para afrontar las negociaciones de paz con Gran Bretaña. La repentina enfermedad de Franklin convirtió de hecho a Jay en inesperado protagonista del evento, al punto de ser el responsable de redactar el borrador inicial del tratado. Finalizada su misión en París, y mientras gestionaba su regreso a los Estados Unidos, resultaría elegido como secretario de Asuntos Exteriores, dando buena prueba del prestigio que había acumulado como estadista y negociador.

De vuelta a su país, Jay se mostró cada vez más disconforme con el funcionamiento de la Confederación; algo comprensible para quien, ya en fechas tempranas, había alumbrado la idea de unidad nacional. Max Farrand, en su análisis del proceso constituyente (The Framing of the Constitution of the United States), cita de hecho a Jay como uno de los que abiertamente discrepaban con el sistema político entonces vigente en Norteamérica. El desencanto hacia el sistema político creado con los Artículos de la Confederación hallaría su mejor exteriorización con el Informe sobre las vulneraciones del Tratado de Paz, que Jay redactaría en 1786, en el que defendía que los tratados suscritos por el Congreso Continental tenían carácter vinculante para todos los Estados. Sus palabras todavía podrían tener pleno reconocimiento a día de hoy, como reflejo de la incorporación al ordenamiento interno de los tratados válidamente suscritos por un Estado: «Cuando por lo tanto un tratado es constitucionalmente elaborado, ratificado y publicado por el Congreso, inmediatamente se convierte en vinculante para toda la nación, superponiéndose a las leyes del territorio, sin la intervención, consentimiento o autorización de los órganos legislativos estatales».

De hecho, los Artículos de la Confederación limitaban expresamente la competencia de los Estados para celebrar tratados. Así, el artículo sexto establecía que ningún Estado podía llevarlos a cabo sin el consentimiento del Congreso, ni tan siquiera si se trataba de tratados suscritos entre los propios miembros de la Confederación. En virtud de ese mismo artículo, los tratados celebrados restringían los poderes tributarios de los estados, al fijarse que «ningún Estado podrá establecer impuestos o cargas que puedan interferir con las estipulaciones de tratados celebrados por los Estados Unidos reunidos en Congreso». Pero sobre todo era el artículo noveno el que zanjaba la cuestión al conceder a los Estados Unidos, reunidos en Congreso, la competencia para celebrar tratados y alianzas.

Bien es cierto que las referidas competencias de la Confederación se ceñían a la celebración de los tratados, sin que nada se dijese de su puesta en planta, pero Jay, como buen jurista, deducía de la primera competencia también la segunda:

Por cuanto las Legislaturas Estatales no son competentes para la elaboración de esos convenios o tratados, tampoco son competentes en cuanto tales para decidir con autoridad o determinar la interpretación y sentido de los mismos […] ningún Estado individual tiene derecho a través de leyes aprobadas por su legislativo a decidir y señalar el sentido en que sus ciudadanos particulares y tribunales deben entender este o aquel artículo del tratado.

La apuesta de Jay en favor de la vinculación general de las decisiones adoptadas por el Congreso dentro de sus competencias habrían necesariamente de levantar ampollas entre los futuros antifederalistas, para quienes el ligamen entre los estados debía ser lo más lábil posible. Pero demuestra cómo Jay se había inclinado claramente hacia la defensa de un Gobierno unitario, y para ello los Artículos de la Confederación tenían que superarse definitivamente. De este modo, el político neoyorquino había transitado desde una posición moderada y conciliadora con Gran Bretaña hasta la defensa de la independencia de las colonias y, finalmente, su unión estrecha y duradera. Convertido definitivamente en uno de los más claros paladines del Gobierno nacional, Jay expondría estas ideas con toda claridad en una misiva dirigida en 1787 a George Washington en la que avanzaría el modelo constitucional federal que se aprobaría ese mismo año.

El ejercicio de la soberanía —advertía al general—, dependiendo de tantas voluntades y estando estas voluntades sujetas a una variedad de motivos contradictorios y estímulos, será en general débil (…) Qué poderes deben otorgarse a un gobierno así constituido [es decir, nacional] es asunto digno de mucha reflexión. Pienso que cuantos más mejor. Los Estados retendrán sólo los que sean necesarios para cuestiones domésticas.

Las expectativas de Jay no tardarían en verse realizadas con la convocatoria de la Convención de Filadelfia que habría de aprobar la Constitución de 1787 para lograr una unión más perfecta de los Estados Unidos. Curiosamente, Jay, que tanto había hecho por la independencia y el Gobierno nacionales, no resultó elegido para esa Convención. Jorge Pérez, con gran clarividencia, aventura una hipótesis: Jay podría estar demasiado significado por su posición abiertamente nacionalista. Nueva York se decidió finalmente por enviar a un único representante que, sin embargo, se hallaba ideológicamente muy próximo a Jay: Alexander Hamilton.

En las notas que James Madison fue tomando de los debates no figura mención alguna a Jay, por lo que resulta complicado saber si al menos indirectamente sus ideas estaban en la mente de alguno de los otros framers. En un esfuerzo interpretativo, Jorge Pérez plantea la posibilidad —muy real— de que las ideas de Jay se hallasen al menos presentes en el reconocimiento de la incorporación de los tratados internacionales al ordenamiento interno, que había hecho públicas en el ya mencionado Informe sobre las vulneraciones del Tratado de Paz. Otras de las sugerencias ventiladas de forma privada, en su correspondencia con Washington, también parecen haberse recogido en el texto constitucional: la limitación de los extranjeros al acceso a cargos públicos o la atribución del mando supremo de las fuerzas armadas exclusivamente a personas nacidas en el territorio norteamericano.

A pesar de hallarse excluido de los debates de Filadelfia, Jay tuvo ocasión de defender sus ideas extramuros de la Convención, a través del diario El Federalista. En su gestación debe recordarse que nació como una respuesta a lo que serían conocidos como «escritos antifederalistas». Opuestos a una Constitución que sesgaba la soberanía de los Estados, numerosos panfletistas y políticos emprendieron —casi siempre bajo pseudónimo— una cruzada contra ella: John Dewitt, James Warren (A Republican Federalist), George Clinton (Cato), Samuel (o George) Bryan (Centinel), James Warren (Helvidius Priscus), Robert Yates (Brutus) o Richard Henry Lee (Farmer), entre otros muchos. Urgía una respuesta «profederal» a estos escritos, principalmente a los de Cato, The Federal Farmer y Brutus, que fueron los que alcanzaron mayor popularidad. Bajo el pseudónimo común de «Publius», Alexander Hamilton, James Madison y John Jay se alternarían para materializar esa respuesta. Jay se limitó a colaborar en tan solo cinco escritos (II, III, IV, V y LXIV). Esta reducida producción ha servido de excusa, al menos en parte, para justificar el ostracismo al que Jay ha sido relegado por la historiografía, que no ha sabido valorar el contexto de la participación de Jay en El Federalista. Con gran lucidez, Jorge Pérez advierte que, en tanto Madison y Hamilton estaban comenzando sus carreras políticas, Jay era ya un estadista de prestigio. Sus contribuciones no tenían, por tanto, que ser tan numerosas, sino apenas las justas para valorizar la publicación, y ceñidas a aquel tema en el que había acumulado mayor experiencia política: las relaciones internacionales.

En el primero de sus escritos para El Federalista, Jay no se limitaba a analizar esta cuestión, sino ante todo a defender la necesidad de lograr una unidad más sólida entre los estados norteamericanos. Decía sentirse sorprendido por cuánto habían cambiado las circunstancias en los años previos: tras haberse aceptado de forma generalizada que la unión resultaba imprescindible, en 1787 las tornas habían cambiado y se había propagado un espíritu proclive a la división, que obviamente escenificaban los antifederalistas. Pero Jay veía en los territorios estadounidenses un único pueblo, unido por idioma, costumbres y similitudes en su forma de gobernarse; un pueblo que, además, había actuado como tal en su común oposición a la tiranía británica:

Hemos sido continuamente un único pueblo a todos los efectos; cada ciudadano ha disfrutado en todas partes de los mismos derechos, privilegios y protección a nivel nacional. Como una nación hemos hecho la paz y la guerra; como una nación hemos vencido a nuestros enemigos comunes; como una nación, en fin, hemos sellado alianzas, firmado tratados y suscrito pactos y convenciones con países extranjeros.

Estas últimas palabras muestran que, para Jay, la identidad de los Estados Unidos como pueblo se evidenciaba también por sus comunes relaciones internacionales. Dicho de otro modo: no era solo la identidad ad intra que mostraban los distintos territorios lo que los convertía en un único pueblo, sino también su actuación conjunta ad extra. De lo que se trataba, pues, era de avanzar hacia esa unidad, perfeccionándola. Los Artículos de la Confederación habían sido redactados en circunstancias críticas, lo que había dejado poco margen para la indagación sosegada que requería formar un Gobierno equilibrado y sabio: «No es de sorprender —concluía— que un gobierno instituido en tiempos tan poco propicios resultase muy deficiente e inadecuado, una vez que se hubo experimentado, para el fin que se proponía».

En los artículos sucesivos, Jay concretaba el beneficio que esa unión nacional más estrecha procuraría para las relaciones internacionales de Estados Unidos. Retomando los argumentos ya esgrimidos en el Informe sobre las vulneraciones del Tratado de Paz, Jay señalaba que «bajo el gobierno nacional, los tratados y sus artículos correspondientes, junto con el derecho internacional, siempre serán interpretados en un determinado sentido y ejecutados de manera acorde». De este modo, se ponía fin a la capacidad de los Estados miembros para realizar su propia interpretación de los tratados internacionales que existía bajo los Artículos de la Confederación, y que podía dar lugar a incumplimientos de las obligaciones internacionales contraídas (The Federalist, núm. III).

En el terreno bélico, la unidad también traería consigo un ejército fuerte, movilizado solo con una decisión de todo el pueblo, lo que tendría un claro efecto disuasorio para las potencias extranjeras que, como Inglaterra, Francia o España, tuviesen intereses en Norteamérica y en cualquier momento pudiesen dar inicio a hostilidades (The Federalist, núm. IV). Por el contrario, la fragmentación de Norteamérica en distintos Estados los convertiría no ya en vecinos, sino en simples países fronterizos: «Ni habrá aprecio mutuo ni confianza, sino que estarán sujetos a la discordia, las suspicacias y las mutuas ofensas. En resumen, estaríamos justamente en la situación que seguramente desean algunas naciones para nosotros, a saber seríamos poderosos solo los unos frente a los otros« (The Federalist, núm. V).

A pesar de que la Constitución estadounidense no satisfacía plenamente a Jay, asumió una férrea defensa de ella no solo en esas cuatro aportaciones a El Federalista, sino también a través de la Carta al Pueblo de Nueva York (1788) redactada para desacreditar las tesis antifederalistas, así como mediante su participación en la Convención neoyorquina erigida para ratificar la Constitución.

La Carta al Pueblo de Nueva York escenifica la desconfianza de John Jay hacia la Confederación. Una vez más, reiteraba el argumento de que aquella había sido diseñada en un momento crítico que no permitía una reflexión pausada y prudente. El resultado era un Congreso ineficaz, «apto para otorgar consejo, estaba desprovisto de poderes y construido de tal forma que no estaba preparado para que estos le fueran confiados». Pero, añadía, «el mero consejo es un tiste sustituto de las leyes». La inoperatividad de la Confederación se hacía visible para Jay, de forma muy particular, en las relaciones internacionales que tan bien conocía. El panorama no podía ser más desolador: el Congreso podía declarar la guerra, pero no reclutar los hombres necesarios para llevarla a cabo; podía firmar la paz, pero no comprobar cómo se cumplía; estaba habilitada para formar alianzas o suscribir tratados de comercio, pero no para exigir su complimiento… Todo ello debilitaba considerablemente la unión, y dejaba a los estados norteamericanos a merced de las maquinaciones de las potencias extranjeras.

La única solución viable era, a su parecer, la que había adoptado la Convención de Filadelfia: avanzar hacia una unión más estrecha. Ciertamente, la Constitución no era la obra más perfecta posible, pero ello debido a un dato de extrema importancia que ofrecía Jay: el consenso. Los constituyentes no habían pretendido hacer una obra definitiva; cualquier imperfección podría pulirse en el futuro mediante una enmienda. Pero entre tanto, la Constitución merecía un margen de confianza, porque había sido el resultado de concesiones mutuas: «Dicen mucho del temperamento y talento de la Convención que haya sido capaz de reconciliar las diferentes visiones e intereses de los Estados con las opiniones contrapuestas de sus miembros, logrando esa singular y casi perfecta unanimidad en una materia tan intrincada y compleja».

Entre las críticas vertidas sobre la Constitución —a las que Jay dedicaba espacio para contestar— merece la pena destacar una: la ausencia de una declaración de derechos, aspecto que diferenciaba la Constitución federal de la mayoría de constituciones de los estados miembros. Ahora bien, no le faltaba razón a Jay a la hora de justificar esa ausencia: la Constitución confería a los órganos estatales sus facultades, es decir, se limitaba a fijar la frame of government. No hacía falta incluir una declaración de derechos en virtud de lo que podría llamarse una sujeción negativa de los ciudadanos: allí donde la Constitución no hubiese fijado competencias a los órganos federales se presuponía una libertad de los individuos, en virtud del principio favor libertatis.

Este argumento se hallaba, por otra parte, muy extendido entre los framers, y de hecho los argumentos de Jay son coincidentes con los de James Madison. En una misiva remitida por este último a Jefferson reconocía que la ausencia de declaraciones de derechos en una Constitución no resultaba un defecto insalvable, porque estos ya podían considerarse implícitos en las restricciones que se fijaban a las autoridades (17 de octubre de 1787).

Así pues, para Jay la Constitución no era el mejor producto posible, pero sus defectos tampoco resultaban insalvables. En todo caso, los antifederalistas, que tanto cuestionaban ese producto, no podrían ofrecer nada mejor. Reabrir el debate constituyente supondría volver a negociar, porque solo el consenso y las renuncias recíprocas permitirían una norma común a los intereses de los trece estados. Así las cosas, ¿para qué volver a abrir la caja de Pandora de la controversia y el partidismo?

Pero Jay no limitó su defensa de la Constitución estadounidense a sus escritos apologéticos. También hizo uso de su actividad política, principalmente como miembro de la Convención neoyorquina que debía ratificar el texto elaborado en Filadelfia. Dicho organismo pareció apuntar en un primer momento hacia las tesis antifederalistas y, de hecho, en una misiva remitida por George Washington a John Jay se lamentaba de esa posibilidad (8 de junio de 1788). En agosto de ese mismo año, el presidente se congratulaba de las gestiones realizadas por Jay en la Asamblea de Nueva York para obtener «una ratificación incondicional» de la Constitución federal (3 de agosto de 1788). Conviene señalar —como recuerda el propio Jorge Pérez— que paralelamente a los diversos cargos públicos ocupados por Jay, este actuó extraoficialmente como asesor de Washington, quien a menudo le consultaba los asuntos de Estado como, por ejemplo, haría en una misiva remitida el 10 de mayo de 1789, sometiendo a su consideración nueve puntos.

La monumental obra de Jonathan Elliot recogiendo los debates de ratificación de los estados (The Debates in the Several State Convenions of the Adoption of the Federal Constitution, 1827, 5 vols.) muestra hasta qué punto Washington tenía razón al destacar el papel de Jay en la ratificación constitucional por parte de la Convención neoyorquina. Uno de los argumentos capitales esgrimidos por Jay consistió en defender que bajo el sistema federal existían menos posibilidades de corrupción que al amparo de la Confederación. Una de las garantías residía en la presencia de dos cámaras: si una llegase a corromperse, la otra actuaría como contrapeso: «De este modo, la posibilidad de corrupción no sólo disminuye con el incremento numérico, sino que mengua todavía más por la necesidad de concurrencia [de ambas cámaras]». El 11 de julio de 1788, Jay presentó dos propuestas de resoluciones:

Se acuerda, como opinión de este comité, que la Constitución ahora bajo consideración debe quedar ratificada por esta Convención.

Se acuerda, además, como opinión de este comité, que ciertas partes de la mencionada Constitución, en cuanto pueden resultar dudosas, requieren explicación, y que cualquier enmienda que puede considerarse útil o apropiada, debería recomendarse.

Ratificada la Constitución estadounidense en el estado de Nueva York, la carrera política de Jay dejaría paso provisionalmente a una recuperación de sus tareas más jurídicas, merced a su elección como presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. La vida política de Jay habría pesado sin embargo en la propuesta, ya que era previsible que el Alto Tribunal tuviera que ocuparse en sus primeras resoluciones de no pocas cuestiones referidas a los tratados internacionales de los que Estados Unidos era parte. La estima personal y profesional que George Washington profesaba por Jay explica que el presidente no dudase a la hora de proponer a Jay como chief justice. En notificación remitida al Senado el 24 de septiembre de 1789, Washington incluía a Jay como presidente de la más alta institución judicial de la Federación, eligiendo además a John Rutledge, James Wilson, William Cushing, Robert H. Harrison y John Blair. En la misiva que Washington remitió al propio Jay justificaba la nominación en unos términos de incontestable admiración, confianza y amistad:

Al nombrarle para este importante cometido que ahora ocupa, no sólo actué de conformidad con mi mejor juicio sino, así lo confío, que hice algo beneficioso para los buenos ciudadanos de estos Estados Unidos; y tengo una total confianza en que el amor que Vd. profesa a nuestro país, y el deseo de promover la felicidad general, no le llevará en ningún momento a dudar en poner en marcha los talentos, conocimientos e integridad que tan necesarios son en la cabeza de ese departamento, que debe considerarse como la piedra clave de nuestra maquinaria política (5 de octubre de 1789).

En una brillante síntesis, Jorge Pérez aborda algunas de las más significativas sentencias de Jay como juez de circuito (los jueces del Tribunal Supremo tenían atribuida igualmente, en virtud de la Judiciary Act de 1789, la condición de jueces de circuito) en las que, entre otras cuestiones, anticiparía el juicio de constitucionalidad de las leyes y apreciaría la presencia de actos políticos ajenos al control judicial. Dos aspectos, como es bien sabido, claves en Marbury v. Madison.

En este sentido, el libro de Jay, con el espléndido estudio previo de Jorge Pérez, permite también empezar a superar en nuestro país mitos que hace tiempo se encuentran superados en la doctrina estadounidense. Empezando por la errónea creencia de que la supremacía constitucional en Estados Unidos surgió de pronto, y si previo aviso, por la sentencia Marbury v. Madison dictada por John Marshall en 1803. De hecho, Jorge Pérez ya mostró en su día un precedente del control de constitucionalidad de las leyes, fechado en 1792 («El Hayburn case, 1792: División de poderes, funciones administrativas, jueces y control de constitucionalidad de las leyes», 2017), del mismo modo que en nuestro país lo hizo también en su día Roberto L. Blanco Valdés (El valor de la Constitución). Antes de ratificarse la Constitución federal, las posibilidades de declarar la inconstitucionalidad de una ley habían sido expuestas, por ejemplo, por James Varnun en su alegato de la defensa en el caso Trevett v. Weeden (1786-‍1787). Se trataba en realidad de una idea asentada también entre parte de la doctrina estadounidense, como en el caso de James Iredell, quien —lejos de interpretar la judicial review como una usurpación del poder judicial sobre el legislativo, como sostenían sus detractores— consideraba que los jueces habían sido investidos como oficiales encargados de determinar cuál era la norma aplicable a cada caso, de modo que, cuando se viesen en la tesitura de aplicar la Constitución o una ley que se le oponía, debían resolver tal controversia y fijar cuál de las dos era superior. Y esta decisión era inevitable para los jueces, ya que la Constitución no representaba un mero conjunto de principios, sino una auténtica norma escrita ante la que los jueces no podían permanecer ciegos.

En 1795 Jay retomaría la carrera política al ser elegido gobernador del Estado de Nueva York, cargo en el que sancionaría la abolición de la esclavitud en aquel territorio; una ley por la que él mismo había abogado desde los comienzos de su carrera política. En 1801 finalmente se retiraría de la vida pública, no sin antes rechazar un nuevo nombramiento como presidente del Tribunal Supremo, en esta ocasión expedido por John Adams. Este lo nominó ante el Senado el 18 de diciembre de 1800, y apenas un día más tarde le escribía a Jay, al enterarse de que este no aceptaba el cargo: «Tiene Vd. ahora una gran Oportunidad de prestar un servicio esencial a su País. Por consiguiente, le ruego encarecidamente que lo considere seriamente y lo acepte». Sin embargo, ni tan halagador ruego logró convencer a un Jay que deseaba alejarse definitivamente de la vida pública. El 20 de enero de 1801, John Adams desistiría con pesar de seguir presionando a Jay, y comunicaría al Senado el sustituto para el cargo de presidente del Supremo: John Marshall. Seguramente Adams no sabía que estaba haciendo historia. A Marshall le había dejado el camino expedito Jay, quien se retiraría de la vida pública hasta su fallecimiento en 1829.

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De cuanto se ha dicho hasta aquí resulta evidente que no puede seguir obviándose a un personaje de la talla de John Jay. Su esfuerzo para lograr la independencia estadounidense, la forja del estado de Nueva York y la aprobación de la Constitución estadounidense lo sitúan a la vanguardia de los founding fathers, aun cuando no participase en la Convención de Filadelfia. En particular, creo que resulta de justicia mostrar la clarividencia de Jay en la defensa de un Gobierno nacional. Su idea de Constitución federal pivotaba no solo sobre la idea de un pueblo unitario ad intra, es decir, con características sociales, políticas y culturales comunes, sino también ad extra, esto es, por actuar como unidad en las relaciones internacionales. Su papel como secretario de Asuntos Exteriores le permitió en este sentido enlazar la dimensión internacional y la interna, conjugando ambas para teorizar sobre la unidad nacional. Y no es menos destacado que su apuesta por la Constitución federal no se ciñese a sus escritos (desde El Federalista hasta su escrito al pueblo de Nueva York), sino que se cimentase también en la actividad política y judicial: en el primer caso, representando un papel clave en la Convención neoyorquina para la ratificación constitucional; en el segundo, en su faceta como juez de circuito, en la que tuvo ocasión de anticiparse a las conclusiones que haría luego universal su sucesor en el cargo de chief justice, John Marshall. A saber: la supremacía constitucional y el judicial review.

Resulta pues un enorme acierto esta edición de las obras de Jay a cargo de Jorge Pérez Alonso, además bellamente editada por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Una obra, en fin, imprescindible para conocer mejor el constitucionalismo histórico estadounidense, sobre el que nuestra historiografía patria suele pasar de puntillas.

NOTAS[Subir]

[1]

John Jay: Independencia, Estado y Constitución, edición preliminar y selección de Jorge Pérez Alonso, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2018, 189 págs.