El derecho público en Europa —sus principales conceptos y categorías— se forjó básicamente en el contexto del proceso revolucionario francés de finales del siglo xviii. La Revolución fue el gran laboratorio constitucional del que surgió un nuevo lenguaje, «la lengua de los derechos», según el título de una sugerente monografía del profesor Eduardo García Enterría. La Revolución alumbró una nueva cultura jurídico-política: la cultura de la legalidad en cuyo contexto se consolidó la constitución liberal y el Estado de derecho. Tras la primera guerra mundial se produjo lo que podemos considerar un segundo momento constitucional. En el periodo de entreguerras encontramos en Europa en general, y en la Alemania de Weimar en particular, otro impresionante laboratorio constitucional del que surgió la constitución democrática.

La monografía del profesor Esteve Pardo objeto de este comentario se centra en este segundo momento constitucional para explicar la genealogía y la evolución de conceptos y categorías que son elementos esenciales de los regímenes constitucionales de la Europa actual: desde el control de constitucionalidad de las leyes hasta la potestad del Gobierno de dictar normas con rango de ley. Esteve Pardo delimita espacial, temporal y materialmente el objeto del libro. Su propósito es examinar el derecho público europeo continental y se centra para ello en Francia, Alemania e Italia, sobre todo, y también en España y Portugal. Se estudian las principales aportaciones doctrinales producidas en esos países durante el periodo de entreguerras. Y, desde un punto de vista material, el común denominador de las diversas teorías y doctrinas examinadas es su dimensión crítica respecto al parlamentarismo liberal. Esteve Pardo se propone examinar «el pensamiento que se genera en la crítica al liberalismo dominante en Europa que se nutría del ideario de la Ilustración» (p. 9).

Ahora bien, importa destacar que no solo ni principalmente se exponen aquellas doctrinas que llevan a cabo una crítica trascendente del parlamentarismo y que, certificando su defunción por su incompatibilidad con los nuevos tiempos, defienden soluciones no democráticas, sino sobre todo aquellas cuyo objetivo principal no es acabar con el parlamentarismo sino, al contrario, garantizar su supervivencia mediante su limitación. «El más afinado pensamiento crítico hacia el poder del Parlamento no fue el que aspiraba a suprimirlo, sino a domarlo. Es el pensamiento que concibe toda una serie de teorías e instituciones con las que se pretende moderar y racionalizar el poder y la actuación de los parlamentos. Esta es la línea que acaba dejando una marcada impronta en el orden jurídico y constitucional en el que todavía seguimos instalados» (p. 17).

Todas esas doctrinas se estudian no de forma aislada ni atendiendo solo a su contenido, sino prestando especial atención a su proceso de gestación, esto es, a las múltiples circunstancias sociales y políticas que facilitan su alumbramiento, así como a la influencia de otras disciplinas de nueva creación como la sociología o la psicología o a los temores y recelos de la clase académica frente al verdadero hecho fundacional que supuso «el advenimiento de las masas al pleno poderío social» (Ortega y Gasset). Y poniéndose de manifiesto sus conexiones e influencias recíprocas.

La obra se estructura en seis capítulos. El primero de ellos, de contenido histórico, tiene por finalidad realizar una síntesis descriptiva del contexto político de los países que se van a estudiar: Alemania, Francia, Italia, España y Portugal. En este primer capítulo se expone la difícil situación que —en la Europa de entreguerras— atravesaba el parlamentarismo en cada uno de esos Estados.

Tras esa contextualización histórica, en el segundo capítulo se aborda cómo repercutieron en los ambientes académicos las transformaciones sociales que implicó el advenimiento de la democracia de masas. Esta generó «una sensación de preocupación, de incomodidad cuando no de abierto desdén, en las élites intelectuales, sobre todo en quienes ocupaban posiciones relevantes en el ámbito científico y universitario» (p. 54). Esa reacción se produjo, sobre todo, porque la irrupción de las masas se percibió como una fuerza que por su carácter nivelador ponía en cuestión la aristocracia del saber y del mérito profesional a la que pertenecían los académicos. Esteve Pardo subraya cómo el desprecio de las masas fue, por ello, mucho más ostensible en el país en que esa aristocracia había alcanzado una posición de absoluto predominio: Alemania. Allí se formó una aristocracia del todo inédita en Europa —y de la que solo se podía encontrar un remoto y lejano precedente en la institución del mandarinato en China tal y como advirtió sagazmente Max Weber— en la que el elitista y meritocrático sistema universitario prusiano tuvo un papel fundamental. El autor realiza una sugerente descripción de la universidad alemana, así como de la influencia que ejerció en profesores franceses y españoles que acudieron a completar su formación en aquella.

El predominio social y político de los mandarines se reflejaba en el hecho de que, a mediados del siglo xix, los profesores universitarios, altos funcionarios y profesionales liberales ocupaban la práctica totalidad de los escaños de las asambleas legislativas de Alemania. A título de ejemplo, el 22 % de los diputados de la Asamblea que elaboró la Constitución de Fráncfort de 1849 eran catedráticos de universidad. El autor explica cómo al concluir el siglo y entrar en escena los partidos de masas, los profesores no es que sean expulsados, sino que se retiran del escenario político. Retirada que el insigne constitucionalista Heinrich Triepel justifica porque los partidos de masas «han generado un ambiente en los parlamentos en el que difícilmente puede integrarse un profesor». Se abandona el principio de distinción (B. Manin), según el cual los representantes eran socialmente superiores a los representados.

La retirada de la escena parlamentaria de los profesores e intelectuales fue casi completa en Alemania y no se produjo en igual medida en Francia ni en Italia ni en España. Esta diferencia se explica porque «el sentido de la aristocracia académica no estaba todavía arraigado en el sur de Europa» (p. 67). En el Parlamento italiano intervinieron muy activamente profesores como V. E. Orlando o G. Mosca (declarados antiparlamentarios), y lo mismo puede decirse del Parlamento de la II República española. La conclusión de este sugerente capítulo es que el pensamiento antiparlamentario se alimentó del pensamiento antimasa, que encontró un terreno fértil en Alemania por la singular presencia allí de una poderosa aristocracia universitaria. Desde esta óptica, Esteve Pardo subraya también como el control de constitucionalidad de las leyes que se impondrá tras la Segunda Guerra Mundial en Europa vino acompañado de una migración académica. Los profesores que durante el siglo xix tuvieron amplia y reconocida presencia en las asambleas legislativas se retiraron de ellas con el advenimiento de los partidos de masas y acabaron recalando como magistrados en los tribunales constitucionales (p. 20).

El capítulo tercero analiza los rasgos característicos del pensamiento antiparlamentario. Esteve Pardo precisa y completa aquí el significado y alcance de la obra que comentamos: «El pensamiento que aquí se estudia no es en rigor antiparlamentario, o no lo es radicalmente» (p. 70). De hecho, «el pensamiento antiparlamentario de altura, cuya impronta se proyecta […] hasta nosotros, es el que a la postre no pretende la destrucción o la desactivación de la institución parlamentaria, sino que aspira a corregir o moderar sus excesos y posibles desequilibrios». La conclusión del autor es rotunda: «El mismo sistema parlamentario debe en muy buena medida a esa crítica correctora su propia supervivencia» (p. 71). Desde esta óptica, podríamos incluso cuestionarnos la oportunidad y conveniencia de agrupar bajo la misma rúbrica de «pensamiento antiparlamentario» tanto las doctrinas que aspiran a la destrucción del parlamento (y por ende de la democracia) como las que combaten «el absolutismo parlamentario» para preservar la democracia constitucional. El título de la obra puede confundir al lector.

El autor subraya tres elementos comunes a todos los autores cuyas doctrinas (antiparlamentarias) se estudian. Por un lado, su amplitud de miras, que se tradujo en la utilización instrumental de nuevas disciplinas científicas como la sociología la psicología y su orientación para criticar y desmontar el pensamiento ilustrado en su versión francesa. Por otro, se subraya que la mayor parte de los autores que en la obra se estudian «mantuvieron una visión trascendente, con firmes convicciones religiosas de inspiración cristiana, en sus versiones católica y protestante» (p. 75). Otto Mayer, Rudolf Smend, Carl Schmitt, Maurice Hauriou, entre otros muchos. Finalmente, se advierte que la difusión de todas las ideas y aportaciones de aquella generación de profesores se llevó a cabo a través de conductos estrictamente académicos (literatura científica y debates en foros académicos como la Asociación Alemana de Profesores de Derecho Público creada por Triepel en 1922). Estas ideas no tuvieron un impacto notorio en su momento, pero «actuaron como cargas de profundidad» (p. 78) cuyos efectos se dejaron sentir más tarde y cristalizaron en fórmulas que se mantienen operativas hasta hoy. Para compensar la amplia atención prestada en el capítulo anterior a la comunidad universitaria alemana, en este capítulo se realiza una semblanza del profesor francés Maurice Hauriou —como cualificado e insigne representante del pensamiento antiparlamentario— cuya teoría de la institución (1925) se proyecta hasta el presente.

Tras estos tres capítulos de contextualización (cronológica y generacional) y presentación del pensamiento antiparlamentario —fundamentales para su cabal comprensión— los tres siguientes se dedican a examinar sucesivamente los tres frentes sobre los que se proyectó. El primero es el de la crítica que se examina en el capítulo cuarto. El objeto de la crítica fue el Estado liberal burgués de derecho. El pensamiento antiparlamentario es en realidad pensamiento crítico del liberalismo anclado en las ideas de la Ilustración. Esteve Pardo expone cómo se cuestiona el individuo y su autonomía desde la sociología y desde las ciencias de la mente. Un historiador ha llegado a afirmar que Freud arrojó a la basura la idea de responsabilidad moral individual que es el presupuesto del régimen liberal. En el plano político se cuestionó el individualismo y si no existen los individuos tampoco puede haber derechos subjetivos. En ese contexto llegó incluso a afirmarse que «los derechos fundamentales pertenecen a la historia» (E. Fortshoff). Aunque se trate de posiciones que hoy consideremos aberrantes, el autor recuerda que en aquellos años estaban bien extendidas en Europa (p. 94).

Con esas premisas, en este amplio capítulo se va a pasar revista a la crítica doctrinal al parlamentarismo, por un lado, y al positivismo legalista por otro, generada en los diferentes países examinados. Duguit en Francia; Mosca, Orlando y Romano en Italia; Gumersindo de Azcárate y Adolfo Posada en España —se incluye aquí un análisis del krausismo que por su organicismo conectaba con el corporativismo y cuyo carácter antiparlamentarismo era notorio—; Schmitt y Triepel en Alemania. La crítica al parlamentarismo determinó también la crítica frontal a la ley para suplantarla por otras nociones: la regla social (Duguit) o la institución (Hauriou) y, sobre todo, para limitarla. Para acabar con el absolutismo parlamentario se reivindicó el control de constitucionalidad de las leyes (Triepel). Se trata de un capítulo muy denso, con muchos autores y obras, en el que uno de sus principales méritos es poner de manifiesto, por un lado, el contexto político, social e ideológico que explica su aparición y facilita su comprensión, y por otro, las conexiones existentes entre las distintas teorías analizadas.

El segundo frente del pensamiento antiparlamentario —y el que le confiere su valor— es el de la creación de nuevas ideas y teorías. Es el objeto del capítulo quinto. Los autores estudiados no se limitaron a criticar lo existente, sino que propusieron teorías alternativas en lo que puede considerarse la segunda y muy relevante etapa de formación del derecho público en Europa. No era posible volver atrás: «Es una crítica que mira hacia delante […] para construir un nuevo edificio» (p. 126). Esteve Pardo examina en este capítulo diversas aportaciones, y lo hace con detalle, explicando su génesis y expansión. En este comentario únicamente podemos dejarlas apuntadas: la doctrina de las relaciones especiales de poder como espacio exento de la intervención del legislador parlamentario (Mayer); la potestad del Gobierno de dictar normas con rango de ley (decretos leyes, S. Romano); la vinculación y limitación del legislador (institucionalismo, Hauriou); el control judicial de las leyes para acabar con la «tiranía parlamentaria» (Triepel); la renovación del derecho administrativo como consecuencia del creciente intervencionismo estatal (la teoría de la Administración como prestadora de E. Forsthoff); la teoría del servicio público configurada de manera objetiva al modo institucional.

El autor examina y sistematiza todas estas fecundas aportaciones doctrinales. Entre los numerosos e ilustres juristas que desfilan por el capítulo, destacan entre todos ellos dos: Triepel y Hauriou. Triepel, al que el autor considera con razón, «una de las principales cabezas de un pensamiento antiparlamentario que no degeneró nunca en posiciones antidemocráticas o dictatoriales» (p. 155) fue un gran defensor de que los jueces tuvieran la potestad de controlar la constitucionalidad de las leyes y ejerció una gran influencia en la Alemania de la postguerra a través de su discípulo G. Leibholz, que formó parte del primer Tribunal Constitucional alemán. Allí proyectó las ideas defendidas en su tesis (bajo la dirección de Triepel) sobre la prohibición de que el legislador establezca regulaciones diferenciadas de manera arbitraria.

Por otro lado, Esteve lleva a cabo un análisis minucioso y sugerente del pensamiento institucionalista de Hariou, cuya semblanza ya había incluido en el capítulo tercero: «Las instituciones representan en el Derecho como en la historia, la categoría de la permanencia, de la continuidad y de lo real, la operación de su constitución constituye el fundamento jurídico de la sociedad y del Estado» (p. 136). Entre los muchos autores examinados, el profesor de Toulouse es el que reviste mayor protagonismo. Se examinan los presupuestos científicos y filosóficos de su pensamiento (desde Bergson hasta Santo Tomás de Aquino) y su proyección en Alemania a través de la categoría de «garantía institucional» alumbrada por Schmitt: «El que captó con su fino olfato las posibilidades que abría la teoría de la institución de Hauriou, para lanzarse sobre ella como un felino fue Carl Schmitt» (p. 143). Schmitt —en el marco de la Constitución de Weimar— advirtió que las instituciones garantizadas constitucionalmente disponen de una protección especial frente al legislador: este puede regularlas, pero no disolverlas ni desnaturalizarlas. Operan así como un límite infranqueable para el legislador. Entre ellas cabe mencionar el matrimonio como base de la familia o la burocracia profesional. Finalmente, se examina la proyección del institucionalismo en Italia y en España subrayando la importancia de la obra de Joaquín Ruiz-Giménez sobre la concepción institucional del derecho.

El tercer frente del pensamiento antiparlamentario es el de las realizaciones y materializaciones concretas. Las ideas expuestas en el capítulo anterior germinaron y cristalizaron en instituciones que hoy siguen vigentes. Esta tarea no fue desarrollada por la generación de entreguerras, sino por la posterior que entró en escena después de la Segunda Guerra Mundial. Esteve examina los vínculos entre la generación de Weimar y la de Bonn. Son semblanzas que recuerdan a la imprescindible y sugerente obra (dos volúmenes) del también administrativista F. Sosa Wagner, dedicada a los maestros alemanes del derecho público. El legado de Weimar y de lo mejor del pensamiento antiparlamentario expuesto en el capítulo anterior fue la concepción del legislador parlamentario como un poder limitado y la teoría del contenido esencial de los derechos fundamentales como un límite al legislador. Ello se reflejó en la Ley Fundamental de Bonn y en su exégesis. Entre otros, Esteve apunta la importancia de la comprensión institucional de los derechos fundamentales (Häberle): «La obra de Peter Häberle es así la continuidad del pensamiento institucionalista, fundamentalmente el de Hauriou, que asume plenamente y que proyecta hacia el futuro» (p. 184). Comprensión que se extiende tras la caída de sus regímenes dictatoriales a Portugal y España.

La última aportación examinada es la de Peter Lerche, relativa a la vinculación del legislador a los principios de proporcionalidad y razonabilidad. Partiendo de la obra de Triepel, Lerche concluye que la constitución establece no solo una vinculación negativa al legislador (límites que no puede sobrepasar), sino también positiva al señalar directrices de actuación (y mandatos). Surgió así la noción controvertida pero fecunda de «constitución dirigente» que el profesor de Coimbra, J. J. Gomes Canotilho desarrolló en una obra espléndida. Podemos considerarlo el último capítulo de esta historia del pensamiento antiparlamentario.

El último epígrafe de la obra se dedica a recordar «lo que no ha quedado» (p. 193) del pensamiento antiparlamentario, esto es, dos propuestas alternativas al parlamentarismo que han fracasado y que no aspiraban tanto a corregirlo como a remplazarlo: la democracia directa y el corporativismo. La primera ha quedado asociada al sistema de consejos de inspiración soviética implantado en Alemania en 1918 como alternativa al parlamentarismo y que quedó pronto descartado. El corporativismo, por su parte, ha quedado asociado a las dictaduras de Italia, Portugal y España, que lo asumieron como uno de sus principios organizativos.

En conclusión, nos encontramos ante una monografía en la que, a pesar de su relativa brevedad (212 págs.), se hace un completo repaso del pensamiento jurídico político de los principales países de la Europa continental centrado en el periodo de entreguerras, pero analizando también sus antecedentes y sobre todo su proyección después de la segunda postguerra mundial y, en definitiva, hasta hoy. Es una obra densa y muy rica, llena de apuntes lúcidos que permiten comprender mejor el significado y alcance últimos de las doctrinas que se examinan. Desfilan por sus páginas muchos personajes, ilustres profesores que en gran medida forjaron los conceptos y categorías que vertebran el derecho público del siglo xxi. Profesores que ponen de manifiesto la importancia de la doctrina científica y de la Universidad para hacer avanzar el conocimiento y, en definitiva, progresar a la sociedad. Avance que solo es posible a partir de un elemento que es esencial a la Universidad: la relación maestro-discípulo. Fueron los discípulos de la generación de Weimar los que con el legado recibido de sus maestros forjaron el derecho público de la nueva Alemania que tan decisiva importancia tuvo para la configuración del derecho constitucional español a partir de 1978. Esta es una de las conclusiones más importantes de la obra y está rigurosamente demostrada (Leibholz, discípulo de Triepel; Hesse de Smend, Forsthoff o de Böckenforde de Schmitt, etc.)

La otra conclusión que se extrae de la lectura de esta monografía es que existe un derecho público europeo en la que las teorías surgidas en un país influyen en las de otros, y que cabe hablar por tanto de una doctrina europea del derecho público que se nutre de las diversas aportaciones de autores de los distintos Estados. La garantía institucional de Schmitt se inspira en Hauriou, que se inspira en la filosofía vitalista de Bergson. De Schmitt pasó a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional alemán, y de allí a la Constitución portuguesa y a la nuestra. Esta obra permite rastrear este y otros muchos ejemplos que demuestran las conexiones e itinerarios de diferentes conceptos y categorías. Permite así realizar al lector un viaje a través del tiempo hasta el segundo gran momento de la historia del constitucionalismo (la Europa de entreguerras). Viaje que resulta sumamente fructífero para todos los estudiosos del derecho público y también de la ciencia política y de la historia del pensamiento.

Se han colado diversas erratas que han hecho bailar los números y que son muy fáciles de advertir (unas veces León XIII se convierte por errata en León XII, o la Constitución paulina de Fráncfort de 1849 pasa a serlo de 1949). Con todo, no es baile de números sino error que por encontrarse en diversos trabajos sobre historia portuguesa reciente conviene advertir. Se señala 1968 como fecha de la muerte del profesor Antonio de Oliveira Salazar —«Salazar ejerció el poder hasta su muerte en 1968» (p. 46)— cuando lo cierto es que murió en 1970. Salazar sufrió un accidente cerebral en 1968 que le incapacitó, lo que determinó que fuera sustituido por el profesor Marcelo Caetano. Pero vivió dos años más apartado del poder, aunque sin ser consciente de ello.

En definitiva, la obra que comentamos es un estudio de historia del pensamiento jurídico-político imprescindible para comprender cabalmente el derecho público del presente porque como recordaba el profesor Rubio Llorente: «Las ideas que, después ya de la Segunda Guerra Mundial, llevarían a una transformación en profundidad del sistema, se producen en la Alemania de Weimar, de cuya doctrina constitucional seguimos siendo tributarios».