SUMARIO

  1. NOTAS

Calificar como espectador al autor del trabajo que se comenta puede parecer a algunos una degradación injustificable. No creo que sea el caso del propio autor, quien enseguida habrá visto el reflejo del espectador más notable de nuestra cultura reciente. En efecto, los reflejos de Ortega se pueden observar en distintas y concretas partes del libro La sociedad menos injusta. Pero, sobre todo, creo que iluminan la obra al completo. Una obra compuesta por un conjunto de trabajos heterogéneos pero que tienen en común la curiosidad propia del espectador cultivado, la siempre necesaria reflexión del intelectual. Una posición que exige una ruta complicada de acceso. Tan complicada y notable como la de Benigno Pendás. Una biografía que une el estricto mérito profesional —letrado de las Cortes Generales, catedrático de Ciencias Políticas— con una vertiente reflejo de la más y mejor tradición del intelectual activo. Solo desde esa biografía es posible comprender la diversidad de intereses que nutren su último libro y, especialmente, la erudición que se refleja en cada una de sus páginas.

Un aspecto de su biografía que considero preciso y justo resaltar son las profundas raíces liberales de su pensamiento. Si bien podría aludir al liberalismo como ideología política, lo hago en un sentido más amplio. Liberal por tolerante. Una especie tan ausente de la vida pública española como necesaria. Esa actitud se refleja en todos los capítulos del libro, siempre respetuosos con tesis de las que discrepa y que se manifiesta en forma de homenaje en las espléndidas páginas que dedica a don Luis Díez del Corral, insigne representante de esa España liberal tan ignorada por unos y otros. Creo que asumo un reconocimiento generalizado si escribo que Benigno Pendás trasladó con naturalidad y generosidad ese liberalismo a la Dirección del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, cuyas puertas estuvieron abiertas para todos durante su mandato. El lector nunca se sentirá incomodado. El autor, por supuesto, tiene sus opiniones y no las oculta. Sin embargo, conoce bien el valor de la discrepancia y la necesidad de fomentarla. En todo caso, es preciso destacar cómo defiende con naturalidad posiciones que en ocasiones sabe minoritarias. Nadar a contracorriente, como él mismo llega a decir, puede no ser lo más gratificante en el tiempo inmediato. Pero que nadie tenga duda de que es la única forma de construir una biografía intelectual coherente.

Desde estas premisas es más sencillo aproximarse a la lectura de La sociedad menos injusta. Como en su certero prólogo señala Santiago Muñoz Machado, la heterogeneidad de los estudios se limita por la coincidencia en el método de análisis y por la confluencia de una visión dual, desde la ciencia política y desde el derecho constitucional. Es oportuno destacar el valor de esta doble perspectiva. En demasiadas ocasiones, unos y otros, juristas y politólogos, ignoran los mutuos condicionantes. En mi opinión, y muy en particular en relación con el derecho constitucional, en la mayoría de las ocasiones se deben tener en cuenta elementos que no son estrictamente reconducibles a la normatividad jurídica. Por su formación esta necesaria confluencia es natural en la obra de Benigno Pendás.

La información y sugerencias contenidas en el libro no hacen sencillo un comentario que aspire a ser medianamente justo. Por ello, elegiré para una reflexión más detenida la parte predictiva, Estado, Constitución y Parlamento, porque, coincidiendo con el autor del prólogo, entiendo que es la más sugerente. En todo caso, no me resistiré a realizar algún comentario sobre otros capítulos del libro. Pero antes de ello, aún me gustaría realizar una doble consideración preliminar. La primera, que debiera haber sido única, se refiere al título del libro, La sociedad menos injusta. Creo que fue al filósofo Javier Gomá a quien escuché por vez primera formular en voz alta y coherente la tesis de que nuestro tiempo es el mejor de los habidos. Tengo que decir que me sentí particularmente reconfortado porque había defendido muchas veces una tesis similar, por supuesto, desde la mera intuición. Frente al cúmulo de desgracias que todos los días se leen y escuchan, trataba de argumentar que nunca tantos hombres y mujeres habían vivido con unos estándares de dignidad como lo hacían ahora. Que nunca los derechos de las minorías habían estado tan protegidos como ahora. Por supuesto, siguen existiendo la violencia, la injusticia y la desigualdad. Pero si no nos limitamos a un egoísta análisis eurocéntrico, tendremos que convenir que hoy el mundo es más justo que ayer. Pues bien, como se puede deducir del título, esta tesis se encuentra también en el libro que se comenta. Ahora bien, se puede decir que lo sobrevuela. El autor no llega a desarrollar su carga de profundidad. Creo que en una merecida segunda edición un nuevo capítulo dedicado a ese empeño bien podría servir de colofón al conjunto de la obra.

He escrito que la anterior debiera haber sido la única reflexión antes de entrar en el análisis de la obra. Desgraciadamente, la actualidad se impone y me parece preciso adentrarme en una segunda, lo que me servirá para comentar una sugerente reflexión contenida en la deliberación preliminar que realiza el autor. En esta, habla de que nuestros días son propios de un umbral de épocas, añadiendo que no hay terapias para sociedades que no creen en sí mismas. Dos ideas contundentes que merecerían comentario extendido. En especial, por ser menos frecuente, la referida a la necesaria confianza social como presupuesto de cualquier terapia social. Si bien no puedo extenderme como merecen en estas consideraciones, las quiero usar para una reflexión global que se extendería a casi todos los capítulos del libro y a muchas de sus cavilaciones. Me refiero al impacto que una crisis como la provocada por la pandemia de la covid-19 puede tener sobre el orden político, social y económico. Por supuesto, es muy pronto para realizar pronósticos. Pero creo que se puede aventurar que influirá en bastantes de las cuestiones que se analizan en estas páginas. No ya por su mero impacto social, emocional o económico. Sobre todo, porque interactuará con un territorio abonado para el cambio sino para la transformación brusca.

Como he indicado, deseo centrar mi comentario en las tesis que el autor desarrolla acerca de lo que podría ser el futuro de nuestro orden político. Pero no pueden pasarse por alto, al menos, algunas observaciones realizadas en otros capítulos que resultan del máximo interés. Benigno Pendás dedica el primer bloque de su trabajo a una defensa de la democracia posible. Rescato dos ideas. Por una parte, la necesaria reivindicación de la democracia representativa frente a lo que algunos denominan verdadera democracia. Por otro, la relación entre democracia, selección de líderes y confianza de los ciudadanos para resolver problemas. Respecto de la primera, poco cabe añadir si no es insistir hasta el cansancio en la idea. Como en algún momento he tenido ocasión de señalar, ha sido un grave error entender que los males de nuestro sistema constitucional radicaban en un presunto déficit democrático, de manera que con más, presunta, democracia se resolverían esos males. La experiencia ha demostrado lo erróneo del diagnóstico. El problema no es un presunto déficit democrático. El problema son las instituciones, el Estado de derecho. Una idea que el autor extiende por el volumen hasta poder decirse que todo él se trata de una reivindicación del valor de la virtud de las instituciones. En relación con la segunda, la relevancia de la adecuada selección de líderes y el correlativo sustrato de confianza en el que debe sustentarse cualquier sistema democrático, baste con decir que la experiencia de la crisis sanitaria ha venido a dar dramáticamente la razón al autor. No es solo preciso detenerse en la forma con la que se seleccionan a aquellos que aspiran a ser líderes públicos y en las cualidades que deben poseer. Vinculado a ello, es preciso dar un paso más allá y recordar que no hay sistema político que perdure si se quiebra la necesaria relación de confianza. Una confianza que no se gana con meras estrategias de comunicación y que requiere no solo de la inexcusable honestidad, sino, también, de la percepción por los ciudadanos de la capacidad de resolución de problemas.

Junto con lo anterior, el libro queda dividido en sendos bloques, uno dedicado a la geopolítica y otro al análisis de distintas figuras históricas e intelectuales. Me referiré siquiera brevemente a algunas cuestiones que creo que merecen destacarse. La primera de ellas es el mero hecho de titular uno de los apartados del libro «Geopolítica». En mi opinión, habitualmente se desdeña una de las circunstancias más relevantes de nuestro presente. La transformación del poder en clave geográfica. Coincido con el autor en que la geografía influye pero no determina. Más importancia que la que le concedieron los autores de Por qué fracasan los países, pero sin exagerar. Ahora bien, ello es perfectamente compatible con la idea de que una lectura necesaria del poder es la geográfica. En este sentido, presiento, un drama inconsciente de Europa es intuir que el protagonismo histórico escapa de su espacio. Mención particular merecerían los nombres propios que jalonan la introducción a este discurso. Desde el Carl Schmitt, autor de ese esencial, en sentido estricto, Mar y tierra, editado por el que fue Instituto de Estudios Políticos, a Braudel o Germán Arciniegas, con su formidable Biografía del Caribe. Y la obra de Robert Kaplan, que con lucidez extraordinaria ha analizado el mundo contemporáneo en una mezcla de ensayo, teoría política y libro de viajes, siempre presididos por la geografía. Nombres como estos jalonan toda la obra. Y son, en mi opinión, los que explican la biografía del autor.

China. Cuando China despierte… ¿La China sobre la que escribió nuestro autor será la misma China que aquella que afronta el final de la pandemia originada en su territorio mientras la Unión Europea y el mundo luchan por alcanzar la ya famosa meseta? Todo hace indicar que una de las consecuencias de la presente crisis sanitaria serán cambios geopolíticos en los que el distinto papel de las grandes superpotencias, Estados Unidos, China y Unión Europea, se va a ver seriamente afectado. En las páginas que dedica al gigante asiático, señala que el futuro de la democracia depende en buena medida de que China no quiebre la clásica equivalencia entre economía de mercado, sociedad de clases medias y régimen constitucional. Yo complementaría esta idea señalando que ese futuro depende en buena medida de que la pérdida de eficacia política de las democracias occidentales no provoque su eclipsamiento definitivo por la presunta eficacia del autoritarismo chino. Así, invirtiendo la pregunta que se puede leer en el texto, el futuro de la democracia dependerá de que el ejemplo chino no convenza al ciudadano de nuestras democracias de que no es muy importante votar en unas elecciones si, en contraprestación, el Estado le ofrece una eficacia y eficiencia que él hoy no observa. Por cierto, un matiz de discrepancia con el autor. Señala que su éxito económico no compensa tanta miseria. Por supuesto, esa miseria existe. Desigualdad, incluso extrema, también. Pero creo es justo reconocer tanto que el porcentaje de chinos incorporados a una clase media real es ya muy elevado como que no es sencillo encontrar, por ejemplo, en las grandes ciudades chinas los asentamientos de miseria que sí son frecuentes incluso en grandes capitales occidentales.

No me es posible extenderme como quisiera en el análisis que el autor realiza de distintos personajes, bien como homenaje intelectual —Luis Díez del Corral, Manuel García Pelayo—, bien como consecuencia del capricho de los aniversarios — Maquiavelo, Lutero—. En relación con estos últimos, retengo dos ideas. Lutero despolitiza la religión y Maquiavelo desteologiza la política. En consecuencia, un binomio para la modernidad. Es perceptible que hoy una y otra sufren, en escenarios geográficos y expresiones muy distintas, de contaminaciones mutuas que bien pueden considerarse reflejo de lo que de arcaico hay en tanta presunta modernidad. Junto con ello, un dato muy significativo que no ha pasado por alto al ojo de un espectador tan atento como Benigno Pendás. El eco del aniversario de Lutero ha sido mayor que el que ha tenido el centenario de la Revolución soviética. ¿Modernidad de Lutero o reflejo de la decadencia definitiva de la penúltima utopía? En todo caso, parece no aventurado apuntar que no se ha escrito la última palabra.

Luis Díez del Corral, Manuel García Pelayo. El autor une su amistad en un bonito y merecido homenaje. Los españoles no somos generosos ni con nuestra historia ni con aquellos que la han hecho mejor. De forma que merecería el mejor de los psicoanálisis, hemos interiorizado lo peor de la leyenda negra para incluso desdeñar cualquier intento exterior de recuperar cierta objetividad. La historia intelectual de España de la primera mitad del siglo xx, con un legado notable sobre la segunda mitad, resulta, sencillamente, formidable. En esa historia tienen un lugar destacado los dos nombres que se han escrito en estas líneas. Con Díez del Corral, el autor viaja de la mano de su excelente libro Del Nuevo al Viejo Mundo. Pero no solo realiza un precioso viaje literario. Como en cualquier buen libro de viajes, se circula por la historia, la geografía o el arte. En este caso, mención especial merece la mirada del viajero sobre la América española. Unas páginas que exigirían por sí mismas un artículo. Me limitaré a recomendar vivamente acudir a estas no solo para comprender mejor la labor de España en América, sino el mero hecho de ser español. Recordando esa frase cuya autoría no he logrado identificar, un español no puede conocer España si no conoce América.

Cierra el libro el capítulo dedicado a glosar la figura de Manuel García Pelayo. Ocioso es en esta revista reivindicar su importancia no ya para el constitucionalismo español sino para la España constitucional. Tanto por un magisterio, que se extiende hasta nuestros días, como por su labor al frente del Tribunal Constitucional en momentos cruciales. Su perfil aparece definido con claridad. Un intelectual patriota; un aristócrata del espíritu. Hay que repetir, intelectual, patriota, aristócrata espiritual. Hay que repetir porque no corren buenos tiempos para voces más necesarias que nunca. La figura de Manuel García Pelayo no solo debiera seguir siendo lectura necesaria para cualquier jurista español. También, como tantos hombres de su generación, un ejemplo para los españoles de hoy. Dos ideas de su acervo son rescatadas por Benigno Pendás con especial acierto. Recuerda que entre el pensamiento de García Pelayo destaca la idea de que las entidades políticas son esencialmente creaciones históricas. Es más que preciso recordarlo ahora. Porque historia es un devenir. Hemos heredado construcciones procedentes de un pasado determinado. Y su futuro no está escrito. Dependerá de aquello que seamos capaces de hacer con ellas. Junto con ello, la sutil pero profunda diferencia entre poder y autoridad. No son buenos tiempos para la auctoritas. Se degrada por doquier y neciamente se quiere identificar con el poder. Se niega a quien no ostenta poder y se reclama por el mero hecho de ejercer el poder. En el camino, muchos parecen haber aceptado las reglas y han renunciado a dotarse de auctoritas para poder ejercer cualquier poder. Las instituciones se construyen con muchos materiales. No es la auctoritas el más desdeñable de todos. Me temo que su falta sea un factor decisivo en la erosión tan perceptible a los ojos de cualquier profano.

Como he indicado, es parte nuclear de este libro un ensayo predictivo sobre el orden constitucional, centrado en tres instituciones, Estado, Constitución y Parlamento. Sobre las tres reflexiona el autor y se interroga sobre su futuro. Su respuesta es optimista. Si bien reconoce problemas, anacronías, disfunciones, falta de eficacia y, en consecuencia, hace suyas las ideas de reformas, considera que la perspectiva es alentadora para las tres instituciones mencionadas. Es posible que mi principal discrepancia con el autor radique en la intensidad de ese optimismo. O, visto de otra manera, en el diagnóstico de la gravedad en la que viven estas. Más bien, mi reflexión es de conjunto. Las tres instituciones mencionadas tienen sentido para cualquiera de nosotros en el marco de la democracia constitucional. Y es sobre el futuro de esta sobre el que, creo, tengo alguna duda más que el autor. Coincido con él en que no existe alternativa y, especialmente, en que esa alternativa no puede venir de la democracia directa, participativa, deliberativa o cualquier otro adjetivo. Pero que la democracia representativa no tenga alternativa como modelo democrático no significa, me temo, que tenga asegurado su futuro como referencia política necesaria. Desde luego, se trata de una diferencia en la escala de la intensidad. Ni el autor niega los riesgos ni yo gusto de pesimismos apocalípticos.

Expresión de ese optimismo es su respuesta a la pregunta de si tienen futuro las constituciones. Lo tendrían porque son la expresión al más alto nivel jurídico de la sociedad menos injusta y porque no se ha inventado nada mejor para alcanzar el compromiso político. Los dos argumentos son inobjetables. Como lo es el deber que como juristas tenemos de mantener la fe en estas porque son la expresión del sueño de hacer presente la idea de la libertad bajo el imperio de la ley como única forma digna de la vida genuinamente humana. Mi matiz a estas reflexiones es de perspectiva. Los argumentos que expone el autor no traen consigo, necesariamente, la supervivencia del orden constitucional democrático. Los hombres hemos demostrado sobradamente en la historia nuestra capacidad para elegir lo malo, incluso, lo peor. Los motivos para el pesimismo existen, y el propio autor enuncia algunos de ellos con agudeza. La crisis de confianza en la que se desenvuelven las sociedades occidentales, la fuerza de un constitucionalismo light y la extensión de procesos de desconstitucionalización, o la pujanza de la tecnocracia, serían algunos de ellos. Creo que más bien debemos responder que es necesario que las constituciones tengan futuro. Que, como juristas y ciudadanos, hemos de hacer todo lo posible por que ello sea así.

Las reflexiones de nuestro autor merecen algún comentario adicional. No quiero pasar por alto su llamada al realismo constitucional, tan necesario en tiempos de apertura demagógica. Lo más puede ser tan deseable como perjudicial cuando no puede ser convertido en realidad. Por ello, resulta preciso respaldar el gran pacto que es el Estado del bienestar desde el realismo. Así, resulta esclarecedor y valiente su recordatorio. No hay constitución sin recursos. Como la afirmación de que la austeridad no es de por sí un crimen de lesa humanidad, sino, más bien, una necesidad en tiempos de desequilibrios. Una austeridad, desde luego, precisa para respaldar un Estado de bienestar que pueda seguir facilitando respaldo a los más débiles. No quedan aquí sus reflexiones sobre el Estado de bienestar. El autor se adentra con valentía por una senda menos transitada al afirmar que es preciso repensar no ya el Estado, sino la sociedad del bienestar, sus presupuestos éticos y culturales. Una afirmación que, pienso, es necesariamente asumible, aunque pueda discreparse en matices más o menos esenciales de la respuesta.

Dos apuntes finales en relación con este extremo. Por un lado, destacar su reflexión sobre la crisis de la ley. Un problema que desborda, como dice, con mucho las páginas dedicadas a las fuentes del derecho. El autor dice que ideas como la reserva de ley o el Estado legal resultan anacrónicas cuando se contraponen a la globalización y a la europeización. Yo añadiría que el reto de supervivencia al que la ley se enfrenta se agrava sustancialmente con los cambios en la sociedad que debería regular. La velocidad a la que todo muta los cambios en el lenguaje o la complejidad creciente de las materias reguladas provocan que, tal y como hoy la conocemos, se vea abocada en demasiadas ocasiones al fracaso de la retórica. Por otro, es preciso comentar brevemente sus reflexiones sobre la Constitución española. Destaco una afirmación. Hace tiempo que en España hay un proceso de degradación de la Constitución. Yo añadiría que, en conjunto, de aquello que representa el Estado de derecho. Desde el sentido común, aboga por una reforma de la Constitución que parece imprescindible. Pero cualquier reforma constitucional necesitará como condición previa inexcusable de un cambio sustancial y contrastado de la cultura política. Sin duda, han pasado años suficientes como para que sea necesario revisar la Constitución y aprovechar para enmendar algunos de sus errores. Pero hay que ser conscientes de que errores y anacronías se han maximizado por la degradación generalizada del comportamiento político. Mientras este no cambie, será mejor dejar las cosas como están.

La pregunta sobre el futuro de los Estados se encuentra en íntima conexión con lo anterior. No en vano, nos interrogamos por el futuro del Estado constitucional. Señalaba al inicio de estas páginas que la crisis provocada por la pandemia de la covid-19 obligaba a mirar bastantes de las páginas de este libro con una perspectiva modulada. Como poco, la crisis ilustra sobre muchas de las cuestiones que en él se plantean. La posición de los Estados en el orden social y político contemporáneo es una de las que mejor lo ejemplifica. La crisis ha proyectado sobre el Estado una contundente paradoja. Por una parte, ha hecho renacer la idea del Estado soberano. Con el derecho de excepción ha renacido el soberano y la atención se ha concentrado en un Estado del que se esperan respuestas con la angustia del desvalido. Una respuesta que excede del ámbito de lo inmediato para proyectarse sobre las estructuras tradicionales del Estado, que se muestran tan imprescindibles como siempre han sido aunque muchas veces haya sido ocultado. Por otra, y aunque un nacionalismo de corto alcance pretenda evitarlo, la pandemia pone de manifiesto la necesidad de respuestas globales a problemas globales. Ha señalado John Gray que se acerca el fin de la globalización. No me parece probable. En todo caso, los problemas globales pervivirán. Ahora bien, sí se puede coincidir con el filósofo inglés en que la crisis ha puesto de manifiesto el valor del Estado como ente capaz de organizar y programar globalmente.

Así, estimo que esta crisis ha hecho buena la tesis de Benigno Pendás. El Estado sobrevivirá. Con independencia de lo que pueda suceder alrededor de la globalización, la crisis ha constatado la necesidad de reforzar las estructuras estatales. Y, de acuerdo con lo argumentado por el autor, de acabar con los Estados fallidos. De hecho, una de las interrogantes más dramáticas que en esta hora suscita la pandemia es cuál puede llegar a ser la respuesta a esta no ya de Estados fallidos, sino, simplemente, de Estados débiles. Hay que reforzar los Estados. El propio y los ajenos, aunque solo sea por egoísmo. Pero ello ha de producirse no mediante soluciones autoritarias que hoy más que nunca pueden resultar seductoras a demasiados. El reforzamiento del Estado debe producirse tanto desde su fortalecimiento institucional como desde una objetiva mejora de su capacidad de gestión. Sí, el Estado tiene futuro. Pero también necesita enfrentarse a un complejo proceso de renovación.

Finalmente, el autor se interroga por el Parlamento en la democracia mediática. De nuevo, no puedo sino compartir su premisa. No existe democracia sin Parlamento. No existe otra democracia posible que la democracia representativa. El autor es realista y reconoce tanto la lejanía del Parlamento de un ideal que en verdad nunca se alcanzó como problemas contemporáneos que han deteriorado la percepción que la sociedad tiene de este. Su defensa del Parlamento tiene más valor en tanto que se realiza desde el reconocimiento de unas debilidades que tan bien conoce como consecuencia de su trayectoria profesional.

Con todo, el autor lleva a cabo un ejercicio de profunda fe en la institución. Convicción en su necesidad, convicción sobre su futuro. Así, afirma, el Parlamento es el marco por excelencia del espacio público porque, sin gobierno de las leyes, sin limitaciones del poder y sin verdadero consentimiento en los ingresos y en los gastos, no hay democracia ni libertad política, sino, literalmente, despotismo. Un desarrollo sintético impecable de la premisa que es punto de partida. No hay democracia sin Parlamento. Lo que es tanto como decir que la democracia representativa no tiene alternativa. La democracia es representativa o no lo es. Para el autor, como la democracia carece de rival en el ámbito de la legitimidad política, el Parlamento tiene asegurado su futuro. Hoy, creo, es prudente introducir un matiz. Sí, hoy la democracia carece de alternativa. Pero se ha entrado en una fase en la que puede llegar a vislumbrarse un tiempo en el que esta afirmación no pueda ser tan contundente. Si los Estados democráticos no alcanzan a responder con eficacia a las expectativas, demandas y necesidades de un nuevo orden social, las miradas pueden dirigirse a modelos políticos que, aparentemente, estén resolviendo mejor esas exigencias. Para impedir esta situación, el diseño institucional de la democracia representativa se ve abocado a cambiar. Así, el Parlamento deberá cambiar. No solo por supervivencia. Fundamentalmente porque, como pieza esencial de las estructuras democráticas, debe ser uno de los motores de la renovación del sistema democrático en su conjunto.

El autor construye buena parte de su discurso alrededor de una idea que es preciso destacar. Expresa que es necesario seguir confiando en el Parlamento porque, como poco, es el escenario de la política en la sociedad mediática. Así, el mayor desmentido de sus crisis vendría dado por esta condición de escenario. Gracias a ello, llega a decir, los Parlamentos gozan de buena salud. Mi opinión no es tan optimista en relación con la salud de los Parlamentos pero coincido plenamente con una idea que muchas veces se minusvalora o, simplemente, se ignora. La relevancia de la institución parlamentaria como foro principal de la actividad política. La política es, siempre lo ha sido, una buena dosis de representación. Desde los principios de la democracia constitucional, el Parlamento ha aportado el gran escenario. De allí, una buena parte de sus liturgias, de su vieja solemnidad. Con ellas se vestía de la majestad necesaria a los actores que en él se desempeñaban y se daba a sus palabras la dosis de magia necesaria. Tengo el convencimiento de que uno de los problemas de la institución, de la propia democracia, es que no se ha acabado de saber encauzar el tránsito desde esa solemnidad al nuevo orden social. Algunos han entendido que se trataba de hacer desaparecer no ya toda liturgia sino, incluso, el respeto, por no decir, simplemente, educación. Coincido plenamente con el autor en el valor que al Parlamento le otorga ser escenario preferente de la política. Y creo que acierta cuando otorga un valor cualificado a ello. Es mucho y solo por ello el Parlamento ocupa un lugar de privilegio en el debate político. Ahora bien, para reforzar esa condición debemos pensar sobre cómo acomodar la representación a las nuevas formas de lenguaje dominantes en la sociedad.

Finaliza el autor su disquisición señalando que el objetivo es revitalizar el Parlamento sin alterar las señas de identidad. Así, afirma, no hay lugar a grandes ocurrencias, existen instrumentos de sobra para proceder a esta renovación. Creo que esta afirmación puede entenderse como una síntesis del programa que debería desarrollar el Parlamento para «modernizarse». Siempre he afirmado que el reto de la institución es hacer bueno el deseo del príncipe de Lampedusa, todo tiene que cambiar para que todo siga igual. No hay democracia sin Parlamento. Porque la democracia constitucional siempre necesitará de una institución que responda a los valores y funciones de la institución parlamentaria. Pero para que esa máxima se cumpla, en el Parlamento tienen que cambiar muchas cosas. Así, si bien no puedo sino coincidir en la mayor, en todo caso deben respetarse las señas de identidad del Parlamento, discrepo en que ello pueda realizarse sin un programa ambicioso de renovación. No creo que los medios de los que hoy dispone la institución, tanto normativos como materiales, sean suficientes para una tarea que creo muy compleja.

Es momento de finalizar. Como es natural, no ha sido posible dar cuenta de toda la riqueza de este volumen. Me parece que es lo mejor y más justo que se puede decir de este. Se trata de 350 páginas llenas de sugerencias que llevarán al lector a navegar por disciplinas y fuentes muy distintas, embarcándole en un viaje intelectual tan apasionante como el que el autor realiza de la mano de don Luis Díez del Corral. Hoy, más que nunca, es tiempo para pensar y reflexionar, para dialogar y debatir desde la coincidencia y desde la discrepancia, sabiendo que es la única manera de encontrar entre todos el sendero para mantener abierto el ideal hasta ahora irreemplazable de la democracia constitucional. Para ello, el lector tendrá en este libro una ayuda formidable. De la mano de las reflexiones del propio autor y por las que este trae a colación de una diversidad extraordinaria de maestros, clásicos y menos clásicos. En estas páginas late de forma constante la pregunta por el futuro de la democracia constitucional y el papel de las instituciones. En los próximos meses y años, encontrar esbozos de respuesta a esa pregunta va a exigir de nuestras mayores capacidades. Quien aborde la tarea siempre tendrá en La sociedad menos injusta una buena ayuda.

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[1]

Comentario a la monografía de Benigno Pendás La sociedad menos injusta. Estudios de historia de las ideas y teoría de la Constitución, Madrid, Iustel, 2019, 349 pp.