La Transición está sujeta en su interpretación a algunos riesgos que acechan al entendimiento de los periodos históricos significativos o las creaciones políticas o institucionales asentadas. Creemos o tendemos a creer que estamos ante fenómenos ineluctables, casi naturales, consecuencia de procesos incontrolables y necesarios; o, en otro caso, resultado de la obra de agentes o personajes irrepetibles y dotados de condiciones cuasi milagrosas o únicas. Según esto, o bien la democracia no podía menos de llegar, agotadas las posibilidades de supervivencia del régimen franquista sin su fundador, de manera que el modo del transito de un sistema autoritario a un orden de libertades no deja de ser una cuestión menor. O, en otro esquema interpretativo, la Transición no consiste sino en el desarrollo o la cumplimentación de un plan que fue perfectamente diseñado o ejecutado por un selecto número de personalidades, tan visionarias como capaces, que establecieron y llevaron a efecto el desmontaje del régimen franquista y la instalación de una planta institucional democrática.

La tesis del libro de Juan Antonio Ortega Diaz-Ambrona (JAOD) pretende situarse entre estas dos posibilidades. La Transición resulta más explicable estudiándola, entre otras posibles alternativas, desde la perspectiva de un partido político que hizo de su consecución su propósito fundamental, UCD. Se trataba de dar salida a cuarenta años de régimen, desarmando por piezas sus trabados engranajes; construir una nueva estructura institucional, por vía de consenso, y conducir a España hacia una convivencia europea, occidental, normal y civilizada. Conviene advertir que no se trata de una obra académica, sino de la historia interna de un partido, vivida por el autor. El libro es entonces el relato de alguien metido en faena, braceando entre expedientes, reuniones y negociaciones «sin parar de trabajar», consistente además de sus reflexiones personales en una crónica muchas veces divertida de acontecimientos o figurantes que aparecen o desaparecen en el teatro de la política. La debilidad de Ortega Diaz Ambrona por las anécdotas y los detalles jugosos, da la razón a Goethe cuando advertía que solo nos interesamos verdaderamente por lo individual; «de ahí la gran alegría por los retratos, las confesiones, las memorias, las cartas y las anécdotas».

La visión de JAOD del partido es muy interesante, y seguro que aporta cosas para su estudio, singularmente para el entendimiento de su desintegración o desbandada, de lo que se ofrece una descripción con sus jalones bien establecidos, que importará a los especialistas, debido tanto a su base documental como por el hecho de que sean aportadas por alguien que jugó, como miembro de la ejecutiva o último secretario general de UCD un papel muy relevante. El testimonio que se ofrece se presenta, al día de la fecha, limados enconos y pulidas algunas aristas, ya las heridas cicatrizadas, «con el poso de melancolía e ironía que dejan la distancia y el acabamiento».

La UCD fue una organización heteróclita, con sus componentes no bien soldados, sin verdadera ideología que compartir, en función de su diversa orientación democratacristiana, liberal, socialdemócrata o azul necesariamente improvisada y a la que el poder sirvió de sustentáculo, engrudo o poder. El liderazgo interno de Suarez fue contestado desde pronto —evidentemente ya desde la moción de censura de 1980 contra el Gobierno—; y enseguida aparecieron lideres de las fracciones integrantes con el claro propósito de sustituirlo: maniobras de debilitamiento, que se unieron a la lógica labor de la oposición, hablemos del PSOE, cuando por contra elogiaba a Fraga «en cuya cabeza le cabía el Estado», según Felipe González, pero también en la propia derecha. En efecto, en UCD, «varios de sus barones o aspirantes, comparando sus expectativas al liderazgo con las menguantes de su partido, concluyeron que estas arruinaban por entero aquellas». De otro lado, «Fraga nunca había digerido que fuese Suárez, y no él, quien encabezase la transición. Siempre le pareció una injusticia. De ahí su actitud belicosa contra nosotros». Pero aparte de las explicaciones singulares, la relación de UCD con los poderes fácticos, sin necesidad de referirnos a los militares, sufría un deterioro evidente. Sin duda el divorcio consensual generó fuertes tensiones de la Iglesia católica con el Gobierno. La CEOE se fue distanciando cada vez más. Sentía, en cambio, simpatía por AP que caló, dice Ortega, en sectores de UCD deseosos de abandonarla y respaldar las posiciones más conservadoras. Tampoco, por lo que hace a los medios de comunicación, El Pais respaldaba al Gobierno. La línea editorialista preconizada por Javier Pradera en nada lo beneficiaba y subrayaba en cambio la disposición de algunos de los periodistas del diario a filtrar las miserias de la lucha partidista estimulando a los disidentes deseosos de distinguirse ante la opinión. Entonces, se pregunta retóricamente Juan Antonio Ortega ¿quién estaba con Suárez y UCD? Muy fácil: nadie.

Me gustaría señalar que en el libro además de una descripción fechada del proceso de desintegración del partido, «la desbandada», con apuntes sobre la atribución de responsabilidades personales en la misma, dado el paso del tiempo, por norma no encarnizada, se hacen consideraciones interesantes en dos planos. Primero se formula una explicación general de la crisis de tipo si se quiere ambiental: el tiempo de UCD fue el de un momento en el que la derecha no podía asumir la defensa de sus valores y posiciones conservadoras sin ser tildada de franquista. Pasado ese momento de «canguelo», su valedor mejor sería la Alianza Popular de Fraga. En segundo lugar, Ortega cree que merece mantener, lo que Santos Juliá, consideraba el legado de UCD: su dedicación absoluta a establecer desde posiciones de consenso la planta institucional de la democracia española, «solo quien vivió esos tiempos a tope, en plena juventud conoce de ciencia propia nuestra ilusión por acertar en la tarea». Y una escrupulosidad ética intachable. «UCD no tuvo directores generales (de la Guardia Civil) delincuentes ni presidentes autonómicos ni ministros varios condenados por distintos delitos, como prevaricación, malversación, secuestro, tráfico de influencias, corrupción, apropiación indebida, fraude fiscal, con tarjetas black, negras muy negras y bien pocas rojas de expulsión del terreno de juego político honrado».

En la vida política institucional Juan Antonio Ortega Diaz-Ambrona fue, entre otros cargos y primero, secretario de Estado para el Desarrollo Constitucional donde se desempeñó con gran satisfacción, dando cumplimiento a su vocación y preparación técnica profesional como letrado del Consejo de Estado que era. El libro refleja su contribución a lo que llama la construcción de la nueva estructura institucional, por vía de consenso, que subsiste en su esencia tras más de cuarenta años de Constitución, y que bien podría ejemplificarse en la instauración del Tribunal Constitucional precedida por la Ley de Protección Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales, que los consideraba más allá del plano enunciativo y trataba de plasmar lo declarado en la realidad. Juan Antonio Ortega insiste en la contribución de la justicia constitucional al funcionamiento de una verdadera democracia constitucional. «Descontado algún borrón, el Constitucional ha sido un excelente escribano, una instancia decisiva en la construcción del Estado democrático de Derecho en España». Y da diversos detalles sobre su constitución, refiriéndose a los problemas de su puesta en marcha, relativos a la redacción de su ley orgánica, partiendo de una ponencia integrada por Eduardo García de Enterria, Francisco Rubio y Jerónimo Arozamena, su composición, y presidencia, finalmente atribuida a Manuel García Pelayo. García Pelayo a quien Ortega admiraba por sus conocimientos histórico políticos, y seguramente también por su Manual de derecho constitucional comparado que todos habíamos estudiado, aportaba una autoritas al Tribunal indudable. Ortega recuerda su primer encuentro con él, de la mano de Francisco Rubio, en Caracas. «A sus sesenta y tantos años, cuando le conocí, estaba aún joven, fuerte y tieso. Era castellano de una pieza, sabio en asuntos que a mí me apasionaban, como el Imperio austrohúngaro o los mitos políticos». Por lo demás la propuesta de nombramiento de los magistrados se realiza por consenso, entre los socialistas y UCD, cabe decir el propio Ortega y Gregorio Peces Barba. Se trataba de nombres, de cuya competencia no podía dudarse y que resultaban aceptables, en razón de su orientación ideológica equidistante o no sectaria para los negociadores. El acuerdo no era tan difícil. «Habíamos bebido doctrina de los mismos maestros y cerveza en el mismo bar de la Facultad. Coincidíamos en esencia sobre quién era bueno y quien más bien majadero o cantamañanas».

El capítulo III titulado significativamente «Transiciones identitarias y los nuevos apegos» se propone dar cuenta de la creación del Estado autonómico, que finalmente resultó solo en parte el modelo preconizado por la UCD, así como aclarar la cobertura ideológica de tal proceso, constituyendo una exposición, muy lograda a mi juicio, del nacionalismo español que profesaba UCD. Ortega Diaz —Ambrona contempla el resultado final, convencido solo a medias—. «Nosotros, los del 78, servimos a la idea autonómica con la esperanza de resolver los intentos separatistas, en especial, de catalanes y vascos. Conviene reconocerlo así», dice, cubriéndose quizás contra la posible objeción de la justificación no solo identitaria sino funcional de la descentralización, «porque en otro caso no se entiende». El intento no fracasó de todo, «pero el éxito tampoco resultó clamoroso».

La rectificación del modelo centralista del Estado no se presentaba fácil, pues las comunidades autónomas supusieron la alteración más profunda del tinglado político administrativo anterior y la creación de un espacio nuevo público. UCD desde el Gobierno inició el proceso, pero, especialmente por imposición del PSOE, hubo de aceptar cambios que desvirtuaban su intención primera desde el reconocimiento de las singularidades de las nacionalidades a un sistema abierto, igualitario y semifederal. UCD abrigaba la idea de un modelo de descentralización más atento a la tradición, historicista y prudente, no homogeneizador. El PSOE con más fortuna o previsión disponía de una alternativa consistente en un sistema con competencias similares para todas las comunidades e instituciones homologables: gobierno autónomo en todas y asambleas legislativas. «No estaba previsto así en la Constitución, pero la dinámica política nos empujó, con harto sentimiento de los eximios ingenieros sociales de Presidencia, a los que yo pertenecí algún tiempo».

Pero, como señalaba hace un instante, lo más interesante del capítulo consiste en lo que Ortega llama sus consideraciones generales y que yo calificaba de cobertura ideológica del sistema, con el punto cardinal de su exposición sobre el nacionalismo español. Lo primero a explicar son las identidades territoriales, que refuerzan nuestras condiciones propias personales y que generan, si alcanzan cierto grado de intensidad, un apego, vinculación o lealtad política indudables. El ser humano, como explica Ernst Cassirer, además de racional y político, es un «animal simbólico». Necesita identidades de referencia, aun inventadas, construidas a partir del marcador preferente del lugar de origen. Aquí en el territorio está el nosotros, halo expansivo del yo individual que nos otorga fuerza, prestancia y singularidad. «Confiere sentido a nuestra acción nos ayuda a orientarnos». A partir de cierta intensidad del sentimiento de apego (fervorín en el lenguaje de Ortega Diaz-Ambrona,) las demandas de lealtad de la colectividad pueden ser peligrosas para el individuo al que sepulta o el vecino y diferente al que se agrede. Las identidades, entonces, tienen su grandeza y su riesgo. En efecto, una identidad colectiva puede estar abierta a coexistir con otras en aspectos concretos y limitados de nuestra existencia.

Frente a estas identidades territoriales descubiertas o imaginadas, por lo menos en algunas de sus avíos identitarios, que sin duda durante la Transición se desbordaron, ¿cómo aparecía España, la nación aceptada y con reconocimiento político institucional único?, se pregunta Juan Antonio Ortega. El concepto de España, común entre 1939 y 1975, estaba construido desde un nacionalismo elemental, crecido en la guerra contra los franceses, modulado después con el Desastre de 1898 e inventado en gran parte por la generación de 1898. España era nuestra gran patria, que había extendido su cultura por las Américas, compatible con otras más «chicas» y cercanas de pueblos, ciudades o provincias. España, continua JAOD, siempre fue plural. A diferencia de nuestros vecinos del norte, los franceses, nosotros no construimos a golpe de cartabón las regiones como los departamentos ni sufrimos la uniformización de la Revolución de 1789 o un rodillo napoleónico asimilador de lenguas e instituciones regionales. El problema, concluye Ortega Díaz-Ambrona, es que en España nos faltó una buena síntesis general y plural de la patria común, como tierra de nuestros padres; una síntesis unitaria entre naturaleza, pueblo y ciudadanía, que dicen a veces en Alemania: «Einheit von Natur, Volk und Stadt». «Y quizá también por eso en España proliferaron, de forma epidémica, tantas identidades cerradas, confesionales, excluyentes, con ideas o ideologías separatistas o independentistas».

UCD hubo de vérselas con la violencia en sus peligrosas manifestaciones sociales y políticas y el testimonio de Juan Antonio Ortega como subsecretario de Justicia o ministro de la Coordinacion Legislativa es bien ilustrativo de esta problemática, hablemos del plano normativo, al tratar de la reforma penitenciaria y la preparación de la reforma penal, o de la consideración de su impacto político y social, para empezar como posible objetivo de la insania terrorista. De lo que no había dudas era de su afrontamiento exclusivo desde los instrumentos del Estado de derecho, pues solo conforme a leyes deliberadas y votadas por representantes legítimos puede el Estado ejercer su potestad de castigar (ius puniendi) a través de sus tribunales. En esta línea se aprobó la Ley Orgánica General Penitenciaria 1/79, que fue la primera ley orgánica de desarrollo constitucional y estuvo impregnada de espíritu de consenso, concordia y con pretensiones de duración y que pretendió humanizar las prisiones y privar en lo posible de contenido aflictivo a la pena. El penado era persona plena en una «relación especial de sujeción» con la Administración penitenciaria, con sus derechos y deberes. Se encontraba amparado por la figura del juez de vigilancia penitenciaria, con puerta abierta también a la intervención del ministerio fiscal.

La amenaza del terrorismo, contemplada ahora tantos años después por Juan Antonio Ortega, suscita recuerdos algo ridículos, por ejemplo en relación con las maniobras de distracción o protección policiales. Cuando íbamos en el coche, el inspector de delante, a la derecha del conductor, «sujetaba la Marietta entre las piernas y al pasar por zonas delicadas o peligrosas, la levantaba, montaba y metía el dedo en el gatillo». Pero también imágenes pavorosas, así cuando se relata el episodio del asesinato de Jesus Haddad, director general de Instituciones Penitenciarias, por los GRAPO. «Salí disparado al hospital. Fui de los primeros en llegar. Jesús ya había muerto. Subí acompañado de los médicos y allí vi, tendido y desnudo, el cuerpo joven de mi querido amigo y compañero, apenas cumplidos sus cuarenta años, con doce o trece orificios de bala, alguno en el pecho. Un verdadero horror». Todavía su viuda tendría la fortaleza de reconocer que los días que estuvo Jesús en el Ministerio fueron los más felices de su vida.

Eludimos el relato de los empeños de Juan Antonio Ortega como ministro de Educación lidiando con la patronal privada del sector o proyectando la reforma universitaria. Y tampoco reflejaremos el inventario animado de personajes y anécdotas de la farándula política que sale en el libro, se trate de compañeros de partido (Suárez, Calvo Sotelo, Landelino Lavilla, Herrero de Miñon, Oscar Alzaga) o de la oposición (así Felipe González, Alfonso Guerra, Gregorio Peces Barba, Luis Gómez Llorente), que aparecen no siempre airosos y de frente. Vean la anotación, ya en la «desbandada», sobre Francisco Fernández Ordóñez y su divorcio: «Paco, listo, rápido y simpático, trasladó a la opinión las dos posibilidades de divorcio: una, de los conservadores o «moderados» de UCD, infumable; otra, suya, lógica, razonable y europea, que algunos llamaban ya «el divorcio de Paco». «“¿Cómo? ¿El divorcio de Paco? ¿Se divorcia Paco?”, preguntó un día, sarcástico, Miguel Herrero». Mas otras figuras aledañas, que tampoco tienen desperdicio, se trate de amigos, por ejemplo los vascos Pedro Miguel Echenique, Javier Elzo, y otros no tanto, como monseñor Setién, cuando fundamentaba el derecho de autodeterminación en el derecho natural «¡Qué extraordinaria ventaja». Con todo, en fin, ocurre que queda hueco para parar, bellamente, el relato y rememorar, por ejemplo, el paisaje contemplado en un viaje durante la campaña electoral última de UCD de 1982. «Recorrí muchos kilómetros por la ancha y bella Andalucía, con sus hermosos paisajes, sus inmensos campos de olivos cenicientos y viñedos alineados en formación, sus cortijos blancos, sembrados amarillentos, sus sierras sorprendentes y sus mares»…