SUMARIO
  1. NOTAS

1. Antonio Elorza presenta su nuevo libro Ilustración y liberalismo en España como «una reestructuración en profundidad» de su La ideología liberal en la Ilustración española, publicado hace cincuenta años, y que quedaba a la altura de los libros clásicos sobre nuestro Dieciocho de Jean Sarrailh o Richard Herr.

Lo que el libro de referencia del profesor Elorza mostraba eran las insuficiencias del pensamiento ilustrado español, que tenían que ver con su incoherencia, de modo que las propuestas de racionalización no podían detenerse, como pretendían nuestros ilustrados, ante las mismas bases del sistema, esto es, la monarquía y la Iglesia; y su inoperancia, pues los agentes de la mejora del aparato del Estado, en realidad, no tenían verdadero interés en las reformas —y por eso no salían adelante, así en el caso de la Reforma Agraria—, como integrantes de las mismas clases privilegiadas como eran. Nada de extraño que ante esta situación, especialmente después de la muerte de Carlos III, muchos autores pensasen en una alternativa, la del liberalismo, más o menos radical o revolucionario —los Foronda, Manuel Aguirre, Larraquíbar, León de Arroyal—, a la moderación de las luces; hablemos del régimen monárquico paternal o renovado.

Ahora su Ilustración y liberalismo en España, además de reforzar el soporte bibliográfico de la monografía originaria, aporta algunos añadidos. Se trata, principalmente, del estudio de la ideología contrarrevolucionaria; un brillante capítulo dedicado a Goya, que es una muestra del dique que el racionalismo debe establecer frente al nacionalismo, siempre del signo que sea propenso al extremismo; asimismo, puede añadirse su aportación sobre Godoy, tratando de contrapesar algunas propuestas de su recuperación, así como las de los profesores Seco y De la Parra, y que merece atención también como muestra del interés de la dimensión personal en los trabajos históricos, aunque se refieran a la historia del pensamiento.

2. Está también el capítulo dedicado a la Ilustración vasca, que naturalmente no puedo pasar por alto, y requiere tres o cuatro apuntes. Primero, se destaca la condición como ideología nacional vasca de la foralidad, en una versión sublimada y un tanto mitificada. Elorza recuerda la dificultad con que se encontraba Foronda para aplicar la racionalidad a aspectos que rozasen la foralidad, «pues la voz de los fueros es tan bonita que se arroban al pronunciarla». Elorza ve indicios de protonacionalismo cuando los caballeritos, por ejemplo, el Conde de Peñaflorida, se refieren como país o patria siempre al País Vascongado, y no a España o la nación común. Yo diría que en el pensamiento foralista la inmediatez de la vinculación territorial o patriotismo no prevalece frente al sentimiento superior, pero construido, y menos natural desde esta perspectiva, de lealtad a la nación superior, que es ciertamente más lejana, de España. Otra cosa que sorprende en este capítulo es la nota aducida de Miguel Artola del funcionamiento de las provincias, casi exentas del xix, según un esquema descompensado a favor de los territorios que haría las delicias de los foralistas del fin del siglo antepasado, pero que no se adecuaba, creo yo, exactamente a la realidad: un régimen, el foral, de autogobierno administrativo o interior sin base constitucional, limitado, y más bien precario y con fuerte dependencia de la Administración común. Por último, una nota sobre la españolidad del régimen foral, verdaderamente no puesto en cuestión durante la guerra de la Convención. Como advirtiese el delegado real don Juan Mariño a Godoy, con ocasión de la convocatoria de unas Juntas Generales en Guernica: «Una cosa era el apego a las instituciones forales, del que pudieran derivarse una menor obediencia y una menor subordinación, por parte de unas “provincias libres”, y otra la adhesión “al sistema de los republicanos franceses, a cuya nación (los vascos) aborrecen muy de veras”».

3a) La Constitución puede contemplarse como categoría o figura conceptual, y desde este punto de vista es un producto de la Ilustración, como movimiento que aspira a la racionalización y limitación del poder político o del Estado. Sin duda, es la transposición de la idea de ley desde la naturaleza a la realidad o la vida política, manifestación entonces de una pretensión de dominio del hombre y de su capacidad para lograrlo. Pero la Constitución debe verse también desde el punto de vista institucional o fenomenológico, como suceso en la historia. Se trata, entonces, de la realización efectiva de la idea de constitución. La constitución es incomprensible, por tanto, sin la atención al momento constituyente. La Constitución de 1812, con independencia de su gestación durante el tiempo de la Ilustración, es también ella una hija de la catástrofe. Como ha visto Linda Colley, muchas constituciones, como ya ocurrió con su modelo, la Carta Magna, remiten a la época de las revoluciones (1750-‍1830). «Una y otra vez, humillantes fracasos militares y/o empresas bélicas financieramente ruinosas minan la autoridad de los gobernantes y estimulan a los disidentes políticos, estableciendo las condiciones para las iniciativas políticas constituyentes».

El desastre de la guerra corrobora el hundimiento del Estado borbónico, que en sus aspectos económicos, hacendísticos y comerciales, como viera Fontana, era inevitable. La decisión soberana de la nación sobre su forma política, dándose una constitución, estaba al alcance de la mano, aprovechando, como dijera Quintana, la situación para «remediar los abusos de donde habían venido a tamañas calamidades». Según la observación lúcida de Díez del Corral, no había que inventar el principio de soberanía nacional, bastaba reconocerlo en el comportamiento colectivo en la crisis bélica, al levantarse contra el invasor napoleónico.

El punto de llegada de la Constitución de 1812 es fácilmente identificable: la Constitución de 1812 es una constitución parangonable a las existentes en su tiempo, así a la que acaba con la monarquía absoluta francesa (1791) o a la que funda los Estados Unidos de América (1787). Como tales grandes constituciones, establece una planta de instituciones, de acuerdo con el principio de separación de poderes, y reconoce de manera dispersa, pero innegable, una declaración de derechos, «los derechos legítimos de todos los individuos que componen la Nación». Por lo que se refiere a las decisiones constitucionales sobre la forma de gobierno, conviene subrayar dos extremos. Primeramente, la Constitución de Cádiz atribuye un fuerte papel al monarca, titular del poder ejecutivo y cabeza del Gobierno. De algún modo persiste, aunque debilitado ciertamente, el principio monárquico. En segundo lugar, la Constitución de 1812 asume de manera muy estricta la separación de poderes. Así, los ministros, que no tienen la condición de parlamentarios, pueden asistir a las sesiones de Cortes y ser llamados a comparecer.

El consenso constitucional hubo de superar los desacuerdos ideológicos, primero entre las familias liberales, y, después, entre estas y los constitucionalistas monárquicos —jovellanistas y reaccionarios—, en relación, sobre todo, con la idea de la soberanía nacional, y aun la misma noción de la constitución, meramente semántica para los historicistas o verdaderamente normativa, esto es suprema ley, para los genuinamente liberales o progresistas. En realidad, el consenso fue posible en razón de dos tipos de juicios. Primero, la singularidad del momento constituyente, que hacía inevitable una actuación constituyente de transcendencia política, cuestión que ya hemos tratado, y, en segundo lugar, la presentación historicista de la transformación del Estado. El modelo de Cádiz es ciertamente revolucionario, aunque no se presenta como tal; y ello para cubrir mejor sus verdaderas pretensiones, su alcance efectivo. Pero también porque podía afirmarse un evidente propósito continuador. Como se sabe, según se decía en el Discurso Preliminar, el proyecto constitucional no contenía nada «que no se hallase consignado del modo más auténtico y solemne en los distintos cuerpos de la legislación española». Para Marx, la Constitución española de 1812 no es una copia servil de la Constitución francesa, sino un producto genuino y original. «La reproducción de los antiguos fueros, pero leídos a la luz de la Revolución francesa y adaptados a las necesidades de la sociedad moderna».

3b) Se trataría de ver cómo crece entre nosotros la idea ilustrada de Constitución, que va, progresivamente, incorporando a su concepto determinadas características y exigencias, diferentes también, de acuerdo con las posibilidades históricas, los ejemplos extranjeros, o el marco mental en que producen, sea este todavía el de la monarquía del antiguo régimen o el del liberalismo.

La demanda de una constitución aparece como la culminación de la racionalización de la planta política, llegando al nivel de la elementalidad y claridad que la eficiencia y la seguridad exigen. Martínez Marina lo planteaba abiertamente. Ello significa derogar antiguas leyes, «y cuerpos que las contengan», con el fin de teniendo presentes sus leyes formar un código legislativo, original, único, breve, metódico; un volumen comprensivo de nuestra constitución política, civil y criminal». La labor de reordenación política era inevitable, habida cuenta de la condición agregada de las instituciones políticas, consecuencia de un acarreo histórico que acababa en puro desorden. En León de Arroyal subyace claramente la contraposición entre la vieja constitución, heredada y no querida, que es caótica, ineficaz y obsoleta; y la nueva, querida y ordenada, racional y proyectiva.

La nuestra [Constitución], si es que tenemos alguna, es compuesta de retazos toscos, desproporcionados, confusos y contradictorios; nuestro gobierno es vacilante y casual, nuestros tribunales, arbitrarios y corrompidos; nuestras rentas, pésimamente calculadas y nuestras costumbres, tan bárbaras como nuestra educación. Todos conocen la enfermedad del reino y ninguno se atreve a describirla.

La vieja ordenación —como mera situación de hecho, constitución en sentido sociológico o histórico— debe ser sustituida por una nueva, expresión de un orden de la naturaleza, cuya racionalidad se concreta en un número reducido de reglas simples. Estas posiciones se confirman en los escritos de otros ilustrados. Es el caso de Valentín Foronda, y también de Ibáñez de la Rentería y Manuel de Aguirre, que, además, apuntan a los modelos inglés y americano del constitucionalismo. «¡Que no será —dice Manuel de Aguirre— de los Estados Unidos, una República que empieza por una legislación tan sencilla y sabia!». Se desemboca así, concluye Elorza, en un proyecto de monarquía constitucional, y cuando habla de «constitucional» no es como otros ilustrados, en el sentido de organización socioeconómica del país, sino como conjunto articulado de normas políticas fundamentales, según se hizo en América del Norte.

Es importante que estos autores se remitan expresamente a modelos del constitucionalismo comparado, reforzando los títulos para la ordenación política derivados de la capacidad de las luces para racionalizar la vida política. Pero, sin duda, también la afirmación cabal del concepto ilustrado de constitución dependía, asimismo, de la derrota de la idea historicista de la norma fundamental. En efecto, se superan también los límites del constitucionalismo histórico, según las lecturas de Jovellanos o de Martínez Marina. Sobre este extremo, merece que nos detengamos un momento. Podemos convenir en tres afirmaciones. Primero, las oportunidades en un momento revolucionario de la lectura en clave inglesa de nuestra constitución histórica no tenían muchas posibilidades de ser aceptadas: el momento se presentaba como claramente constituyente. La soberanía de la nación buscaba en qué emplearse y la Constitución era la expresión justamente de la potencia de la nación. La Constitución podía convertirse, también, en el mito integrador y movilizador que la nación necesitaba. En efecto, dice la profesora Linda Colley, los textos constitucionales importantes son más que textos legales, se sirven de lenguaje cuasi sagrado, y adquieren fácilmente un significado patriótico. Por ello son, en fin, «productos bien sui generis».

Segundo, la referencia histórica de la obra de Martínez Marina solo podía tomarse como una deferencia forzada, cuando se pensaba que los concilios de los monarcas medievales sirviesen de precedentes a los Parlamentos representativos o que las libertades medievales tuviesen mucho que ver con las demandas sobre la libertad, la propiedad y la seguridad, entre otros derechos fundamentales, de las constituciones de finales del xviii, que se mueven en el horizonte del canon del constitucionalismo racional normativo que fijase, como se sabe, García Pelayo.

Dicho lo cual, hay que añadir que el ideal esencial de este constitucionalismo histórico persiste más allá del momento finisecular del xviii, pues todo el constitucionalismo conservador del siglo xix sigue aferrado a una idea de constitución muy próxima a la sociológica o nominal; y para este constitucionalismo la monarquía es verdadera forma de Estado y no simple forma de gobierno. En efecto, de un lado, en el constitucionalismo conservador se niega la idea liberal de la soberanía como poder constituyente ilimitado. Hay datos anteriores a la Constitución formal, por tanto, una constitución esencial indisponible e insuperable. En segundo lugar, las constituciones moderadas acogen el principio monárquico y atribuyen un poder soberano, preconstitucional, al rey, cuyo status se impone al constituyente. La monarquía es, así, auténticamente, forma de Estado, elemento esencial de la organización política, verdadera médula del sistema.

4. Finalmente, dos cuestiones. Primero, el consenso constitucional estaba llamado a durar poco, limitado al momento de la crisis bélica o la elaboración de la Constitución, y la ruptura entre las élites liberales, los monárquicos absolutistas y los jovellanistas, y las clases populares se abriría ya para el resto del siglo xix. La ruina nacional tras la guerra de la Independencia acaba con la plataforma económica y política, a partir de la cual se había diseñado el proyecto liberal. En este contexto, cómo vio Pierre Vilar, no se podía consolidar la revolución jurídica y política de las Cortes de Cádiz, llevada a cabo entre 1810 y 1812.

Por último, una nota sobre el nacionalismo español. Encuentro en este libro del mayor interés la relación que el profesor Elorza establece entre la idea de nación y el patriotismo, entendiendo este concepto fuera de su acepción común como afecto por la propia tierra. Elorza vincula el nacionalismo español con la crisis bélica, no tanto por dar ocasión a la actuación constituyente, suponiendo entonces la maduración o toma de conciencia de la nación española, pues solo quien es nación verdadera o soberana decide sobre su forma política, sino porque representa el momento de la plenitud nacional, cuando la nación recaba con éxito la lealtad del patriotismo, esto es, la lealtad incondicional, primera e ilimitada de los españoles. Hay un contraste entre la nación, como precipitado identitario, o dato objetivo, y el patriotismo, como vínculo político esencial y primero. Aquella se produce en el ámbito de la realidad; este, en el terreno del sentimiento y la voluntad.

En efecto, viene a decir Antonio Elorza, la nación es un concepto objetivo referente a una realidad natural que integra una identidad de cultura, territorio e historia cuyo potencial político, pasando de ser destinatario del Estado a sujeto político, se efectúa en el momento de la guerra, cuando se convierte en patria, tras interpelar con éxito a los ciudadanos. En el momento agónico de la invasión francesa, la nación se dirigirá a los ciudadanos que la integran y los convocará para que activen la religación con ese referente social al que pertenecen, asumiendo de este modo su condición esencial de patria. Estos, como por lo demás queda reflejado en una obra literaria testimonial y ejemplarizante, en autores como Jovellanos, Cadalso o, sobre todo, Quintana, acuden sin dudar a la llamada. Queda bien patente, concluye Elorza, que la nación es aquella entidad que encarna la existencia secular de España, que, así, asume la condición de sujeto político, al defender la independencia y luchar por ella ante los franceses.

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[1]

Sobre la obra de Antonio Elorza, Ilustración y liberalismo en España, Tecnos, Madrid, 2021.