RESUMEN

La pena de muerte es un ejercicio de poder, cargado de una gran fuerza dramática, donde confluyen diferentes representaciones y significados políticos, valores culturales y actitudes sociales. El presente artículo analiza la función social y el uso político de la pena capital, sus formas, significados y transformaciones durante el periodo de la Restauración, desde la ejecución pública hasta su moderación, privacidad e incremento del perdón. El principal objetivo reside en esclarecer la relación de este fenómeno complejo con los diferentes procesos de formación y racionalización de las estructuras del poder político, la aparición de nuevas sensibilidades que desplazaban la ejecución al terreno de lo inhumano e incivilizado y el desarrollo de actores políticos y formas de movilización social basadas en la demanda de derechos. De este modo, los cambios operados en las formas de castigo resultan fundamentales para comprender las transformaciones en la sociedad intersecular y los retornos a los que quedaba expuesta.

Palabras clave: pena de muerte; cambio social; poder político; emociones; movilización social;

ABSTRACT

The death penalty is an expression of power, full of great dramatic force, where different representations and political meanings, cultural values ​​and social attitudes tend to converge. This article analyzes the social function and the political use of the death penalty, its forms, meanings and transformations during Restoration Spain, from public execution to its moderation, privacy and the increase in mercy. The main objective is to clarify the relationship of this complex phenomenon with different construction processes and rationalization of the structures of political power, the emergence of new sensibilities that stress the inhumane and uncivilized character of executions and the development of political actors and forms of social mobilization based on demand for rights. Thus, the changes in the forms of punishment are essential to understand the changes in the society of that time and the returns it was exposed to.

Keywords: death penalty; social change; political power; emotions; social mobilization;

Cómo citar este artículo / Citation: Bascuñán Añover, O. (2016). La pena de muerte en la Restauración: una historia del cambio social. Historia y Política, 35, 203-230. doi: http://dx.doi.org/10.18042/hp.35.09

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SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. 1. Introducción
  4. 2. La ejemplaridad punitiva del Estado
  5. 3. Nuevas sensibilidades sobre la pena de muerte
  6. 4. La campaña de movilización a favor del indulto
  7. 5. Conclusiones
  8. Notas
  9. Bibliografía

1. Introducción [Subir]

«Algunos sentían inexplicable terror; otros […], votaron por la asistencia.

Sí, era preciso ver aquello, qué sabe Dios cuándo se volvería a ver.

La ardiente curiosidad pueril pudo más que el instintivo recelo de las emociones demasiado fuertes. No había que vacilar, y allá fue la banda saltando de gozo».

El 13 de marzo de 1882, el Paseo del Tránsito se preparaba para acoger uno de los espectáculos públicos a los que estaba destinado desde décadas atrás. Hacía años que Toledo no presenciaba algo así, pero el paseo seguía conservando su antigua función por ser uno de los mayores espacios abiertos entre las incontables y laberínticas callejuelas del trazado urbano. La ratificación de la sentencia impuesta por el Consejo de Guerra se dio a conocer el sábado por la noche, apenas dos días antes de la inminente ejecución, lo que cogió por sorpresa a buena parte de la población y a las autoridades locales sin apenas capacidad de reacción. Ni la súplica de indulto elevada por el Ayuntamiento de la ciudad ni las gestiones del cabildo primado llevadas a cabo el mismo domingo consiguieron una respuesta favorable del gobierno. Los tres reos eran puestos en capilla de forma inmediata, preparados para su ejecución pública al día siguiente. Juan García López y los dos hermanos Casimiro y Ambrosio Navarro Clemente eran miembros de la célebre partida de bandoleros conocida como Juanillones y Purgaciones, que llevaba años actuando entre los Montes de Toledo y la llanura manchega. Acusados de varios robos, asaltos, asesinatos y secuestros, habían sido condenados a pena de muerte y debían ser pasados por las armas sin más dilación[2].

Los detalles de la ejecución ocuparon alguna columna en la prensa de tirada local y nacional. La crónica del suceso ofrecida días después por el corresponsal de La Correspondencia de España exhibía un claro formato o género periodístico. Los reos eran presentados como inquietantes «criminales», detenidos tras una «refriega» con la Guardia Civil de la que resultaron cuatro muertos. Su procesamiento alimentaba párrafos de especulaciones dado el conflicto competencial entre la administración de justicia civil y militar, que finalmente elevó la inicial sentencia de cadena perpetua a la pena capital. El resto de la narración intensificaba los elementos dramáticos y emocionales con la posible finalidad de buscar el interés y el apasionamiento del público lector, pero también su persuasión mediante un mensaje moral bien articulado: la angustia de uno de los reos y la serenidad de otro al pasar a capilla, la despedida y lágrimas de sus mujeres e hijas, la última misa y comunión, la noche en vela, el aliento y la «exhortación» de los sacerdotes que les acompañaron en ese momento de trance, las «pulsaciones por minuto» de cada uno de ellos llegada la hora, su desplazamiento en carro desde la cárcel, la primera descarga del piquete, los gritos de «¡Misericordia! ¡Perdón! ¡Dios mío!» del que aún quedó «de rodillas y sin rematar», la repetición del fuego «una y otra vez» hasta acabar con la vida de todos ellos, la recogida de los cadáveres y su conducción en andas y con la «cruz alzada» hacia el campo santo[3].

La reconstrucción de los hechos arrancaba con la historia de un crimen y, después de detenerse en los detalles más morbosos, concluía con la ejecución de los condenados, una muerte que de algún modo se mostraba justificada, que saldaba cuentas, restituía el agravio y aliviaba la indignación de la multitud que asistía a la ejecución. La concurrencia había sido «numerosa y muy apiñada», según el citado artículo. Otro periódico, esta vez local, de título El Nuevo Ateneo, cifraba la asistencia en «12.000 almas», más de la mitad de la población toledana del momento. Para más detalle añadía que «las dos terceras partes eran mujeres». Un cálculo probablemente impreciso, pero que denota la sensación de afluencia masiva que percibieron todos los testigos de los hechos. El cronista de este rotativo local no encontraba argumento o explicación razonable a tan gran concentración popular en actos de esa naturaleza. Su artículo, lejos de los principales relatos sensacionalistas del momento, se convirtió en uno de los primeros alegatos de la prensa toledana a favor de la abolición de la pena de muerte. Los términos en los que se expresaba eran realmente elocuentes:

[…] Triste, muy triste es que los hombres abandonen sus faenas para presenciar escenas de sangre, pero doblemente doloroso es la asistencia del sexo femenino a actos de esta naturaleza.

No puedo explicarme que débiles seres en que debe resplandecer el amor, el sentimiento y la caridad concurran a presenciar el suplicio de sus semejantes, en lugar de llorar en sus casas, compadeciendo a las víctimas y rogando por ellas, por sus padres, por sus esposos, por sus hijos, por sus hermanos.

[…] La pena de muerte siempre será un crimen y como tal será siempre vista con horror por toda alma generosa y caritativa. La pena de muerte la rechaza en absoluto toda la humanidad, porque no es lícito, ni es honrado, ni es principio de jurisprudencia castigar el delito con el mismo o mayor delito.

[…] Por otra parte, ¿a qué hacer públicas las ejecuciones? ¿Qué objeto real y positivo se alcanza con ello? Seguramente que ninguno. Solo acostumbrar al pueblo a presenciar escenas de sangre, que contempla riéndose y engulléndose un pedazo de pan[4].

El «sentimiento» hacia los semejantes, el «alma generosa y caritativa» o la «humanidad» parecían cualidades ajenas a buena parte de la población toledana, según el autor del alegato. La ceremonia podía ocasionar angustia y terror en las conciencias más sensibles del momento, pero no eran estos los sentimientos más extendidos entre los que acudieron a la ejecución, que incluso abandonaron el trabajo y los comercios a las horas centrales del día para presenciar el espectáculo. El cronista se refería a la multitud con desdén, algo habitual entre los coetáneos abolicionistas, que a través de la literatura y escritos de diferente naturaleza dejaron testimonio del ambiente tenso y estremecedor, en un estado entre lo festivo y lo trágico, lo excitante y apasionado, a veces liberador, otras perturbador, que acompañaba y daba fuerza dramática al ritual de la ejecución pública[5]. Desde aquel inolvidable relato con el que Michel Foucault iniciaba su Vigilar y castigar sobre la ejecución de Robert Damiens en la plaza de Grève de París en 1757, muchos estudios han indagado en el significado político y jurídico de tales ceremoniales, así como en el papel que parecía tener reservado el público asistente en este teatro de crueldad[6]. Las explicaciones, a veces demasiado tentadas por argumentos que atribuyen a las multitudes una esencia visceral o por el análisis extemporáneo y anacrónico, podrían encontrar una mejor respuesta si prestasen mayor atención al proceso de cambio histórico de este fenómeno social[7].

Indicios de ese cambio parecían mostrarse en la misma ciudad 32 años después de la ejecución pública de los tres bandoleros. A finales de abril de 1914 otra «multitud inmensa» volvió a salir a las calles de la pequeña capital de provincia para recorrer algunas de sus arterias principales en «sentida manifestación» hasta las puertas del Gobierno Civil. Esta vez el propósito y las formas del «inmenso gentío» eran bien distintas a las de la última ejecución pública décadas atrás[8]. El comercio había vuelto a cerrar sus puertas, pero en esta ocasión en señal de disgusto o protesta, con ánimo de secundar la manifestación. La petición al gobierno entre los manifestantes era unánime: el indulto de Aniceto Camuñas. El reo era un antiguo conocido de la Justicia, encarcelado anteriormente por robo, que en su última visita a los tribunales había sido sentenciado a pena de muerte por el asesinato a sangre fría de su mujer, que para mayor crueldad se encontraba embarazada. Condena que había sido ratificada por el Tribunal Supremo apenas una semana antes de la manifestación a favor del indulto. La ejecución por garrote vil debía llevarse a cabo de forma inminente en la cárcel de Toledo, donde el reo se encontraba recluido a la espera de sentencia firme.

La prensa local compartía una misma opinión sobre el crimen cometido. Lo calificaba «todo lo execrable que puede concebirse» y no dejaba el menor resquicio de dudas sobre la culpabilidad de Aniceto Camuñas. La imagen que la opinión pública podía tener del reo a través de las páginas de los periódicos era la de un delincuente habitual sin escrúpulos o perturbado, sobre el que no se conocían posibles errores procesales, torturas o significación política alguna durante la causa judicial. Ni en el proceso, ni en boca de la defensa, ni siquiera en la prensa, se lanzó una mínima sombra de sospecha que apuntase en esta dirección para avivar el apoyo de los sectores políticos y sociales más críticos con las instituciones políticas y judiciales del momento. Tampoco era posible excitar cierto sentimiento de solidaridad comunitaria entre los habitantes de Toledo por la inevitable desgracia o el exceso de celo al que se podía enfrentar uno de sus vecinos, con el que compartirían experiencias, vínculos, relaciones familiares, afectivas o sociales. El reo era vecino de Madridejos, población manchega situada a una distancia superior a los 70 kilómetros de la capital provincial, lo que eleva las posibilidades de que rara vez hubiese estado en ella hasta el momento de ingresar en la cárcel[9].

Sin embargo, la respuesta de la población ante este suceso resultó ser muy diferente a lo que en un principio se podría esperar en función de los antecedentes que rodeaban a la última ejecución habida en la ciudad. Conocida y difundida la noticia en la prensa local, se desató una importante campaña de opinión pública y movilización social en Toledo que clamaba por el indulto del preso, al margen de su incuestionable culpabilidad de los hechos. Durante dos semanas se sucedieron informaciones continuas y seguimiento detallado del caso, artículos contra la pena de muerte, que descargaban la responsabilidad del reo en virtud de informes médicos, que apelaban a la bondad del rey, a la del Gobierno, y a las emociones o sentimientos compasivos de la población; se lanzaron a la búsqueda de apoyos públicos entre los representantes de las principales instituciones y asociaciones de la ciudad y la provincia, se publicaron llamamientos al envío masivo de cartas y telegramas al Consejo de Ministros, se formaron y enviaron comisiones a Madrid y se recogieron firmas en los lugares centrales de la sociabilidad toledana. La campaña alcanzó su momento culminante con la mencionada manifestación, acompañada del cierre de los comercios. Autoridades locales y provinciales, directores de los principales periódicos, miembros de las diferentes corporaciones y asociaciones de la ciudad, comerciantes, industriales y obreros de la Casa del Pueblo, secundaron la campaña en lo que parecía un gesto insólito en una ciudad que estaba experimentando un interesante proceso de socialización política y conflicto social. Cuatro días después de la manifestación recibían con entusiasmo y alivio el decreto de indulto firmado por el rey[10].

Entre los dos episodios narrados, el fusilamiento de los bandoleros y el indulto de Aniceto Camuñas, resulta más que evidente la existencia de un fuerte contraste. En poco más de tres décadas, un espacio de tiempo considerable, pero no excesivo, parecían haber operado una serie de cambios que acabaron afectando a las actitudes y prácticas frente a la pena de muerte. A intentar explicar esos cambios o, al menos, algunos de ellos, es decir, el por qué y el cómo del cambio o, dicho de otro modo, las causas y la lógica de estos procesos de cambio, dedicaremos las siguientes páginas. Para ello, es conveniente partir de una serie de interrogantes que ayuden a orientar el propósito de este texto, descubrir esos cambios y facilitar la obtención de alguna respuesta o resultado. En primer lugar, es necesario preguntarse por las diferentes formas de actuar del poder político, de la orden de ejecución pública en el primer episodio a la concesión del indulto en el segundo: ¿por qué la decisión del gobierno fue tan diferente en cada caso? Ya sabemos que no fue el mismo gobierno ni los mismos individuos los que adoptaron decisiones tan dispares, pero ¿eran decisiones puntuales, ceñidas a argumentos meramente jurídicos, o podemos enmarcarlas en procesos políticos propios de dinámicas y transformaciones estatales que guardan relación con las formas de entender el poder e impartir el castigo?

En segundo lugar, es necesario dirigir la atención a las nuevas actitudes sociales manifestadas en 1914 por la población toledana contra la aplicación de la pena capital: ¿por qué un recluso condenado por un crimen tan atroz consiguió despertar tales gestos de humanidad, compasión, solidaridad y hasta movilización? ¿Estamos ante una respuesta aislada, viciada por intereses personales y locales, o ante procesos de cambio en las sensibilidades que descargaron de significado político y cultural las ejecuciones? En este caso, ¿cómo se pasó de la curiosidad o el entusiasmo mayoritario al rechazo social de las formas más severas de castigo del Estado? Por último, la relación directa entre la campaña de movilización de 1914 y la concesión del indulto, obliga a preguntarse por la capacidad de determinadas fuerzas políticas y movimientos sociales para articular corrientes de opinión y canalizar demandas colectivas: ¿por qué las voces abolicionistas de Toledo en 1882 no pudieron promover campañas de movilización contra la pena de muerte como sí lo hicieron en 1914? ¿Las formas de esta movilización y la respuesta de las autoridades denotan un aumento de la competencia política en el escenario local? En definitiva, el propósito de las siguientes páginas no es otro que el de entender algo mejor las transformaciones que estaban operando en la sociedad de entre siglos y ahondar en el debate sobre la participación de diferentes grupos y movimientos sociales en la demanda de derechos que hoy consideramos fundamentales de la ciudadanía.

2. La ejemplaridad punitiva del Estado [Subir]

La pena de muerte es fundamentalmente un ejercicio de poder que ha sido utilizado en algún momento en la mayoría de las sociedades conocidas[11]. El propósito o la función social de esta, no obstante, ha podido ser más compleja y cambiante por la capacidad de los diferentes sistemas estatales para moldear sus formas, significados y usos en cada época o lugar determinado[12]. En aquellos periodos de formación de los primeros Estados nacionales se estrecharon los vínculos entre la pena capital y los procesos de afirmación y representación del poder soberano. La pena capital fue utilizada entonces como un instrumento de dominación, que se entendía esencial para la estabilidad del poder constituido o la seguridad del Estado. El jurista ilustrado Cesare Beccaria entendió bien esta relación en su clásico tratado De los delitos y de las penas, al definir la pena capital como «una guerra de la nación contra un ciudadano, porque juzga útil o necesaria la destrucción de su ser»[13]. El empeño en hacer de este castigo una ceremonia pública cargada de símbolos y representaciones culturales, con la presencia de todo tipo de autoridades civiles, militares y religiosas, estandartes, vestimentas, música de tambores y discursos finales, obedecía al claro interés político de una autoridad por demostrar su fuerza y reivindicar el monopolio de la violencia en un territorio específico. La pedagogía del terror que comportaba toda contemplación de una ejecución debía mostrar a la población los riesgos de cometer determinados delitos, los límites del desorden, el ejemplo, la intimidación, pero sobre todo debía recordarles quién tenía reservada la potestad de restaurar el orden ultrajado[14].

La capacidad de ejecutar a enemigos, sujetos desobedientes o individuos considerados peligrosos pudo otorgar a la pena de muerte una función política especial en periodos en que dos modelos de Estado pugnaban por establecer el poder soberano, se sentían amenazados por contendientes políticos o buscaban el poder absoluto. En este sentido, los estudios sobre violencia política han conseguido contrastar el aumento de las ejecuciones públicas en el tiempo en el que se desmoronaba el Antiguo Régimen y se implantaba el Estado liberal. El poder político en el Antiguo Régimen parece que no necesitó demostrar públicamente su fuerza en tantas ocasiones como lo hizo durante su propia crisis. Las primeras décadas del liberalismo, igualmente, estuvieron plagadas de insurrecciones, guerras civiles, protestas sociales y transgresiones de la ley más a menudo reprimidas con la ejemplaridad de la pena de muerte que en siglos anteriores[15]. Tal y como ha subrayado Charles Tilly en sus numerosas obras de referencia, demostrar en determinadas circunstancias de contienda política la falta de escrúpulos robustece la reputación de aquel que aspira al monopolio de la violencia, otorga credibilidad a sus amenazas, capacidad de persuasión y retraimiento en sus adversarios. La debilidad de acción en momentos en los que el poder soberano es discutido, en cambio, puede dañar su autoridad y alentar a los oponentes[16].

El reformismo ilustrado consiguió empapar la codificación liberal de un nuevo proceso y derecho penal que buscaba mayor moderación y proporcionalidad en la legislación punitiva, suavizar determinadas costumbres, eliminar el tormento, las penas corporales más crueles y ofrecer una alternativa que elevaba la prisión a la principal forma de castigo. Sin embargo, la pena capital estuvo lejos de desaparecer de los códigos para los delitos considerados más graves y las ejecuciones en espacios públicos se mantuvieron hasta bien entrado el siglo xix en buena parte de Europa occidental y hasta el año 1900 en España. El Código Penal de 1848 exhibía una extremada severidad en muchas materias e imponía la pena de muerte con frecuencia, especialmente para causas de robo con homicidio, bandolerismo y delitos considerados políticos y militares. Los artículos 90 y 91 no ahorraban en los detalles más morbosos y macabros sobre el ceremonial público de la ejecución. Habría que esperar al Código Penal de 1870, en vigor hasta finales de 1932, con una breve interrupción debida al Código Penal de 1928, para que se introdujesen algunas modificaciones encaminadas a la dulcificación de las penas y la reducción de los casos de aplicación de la pena capital. No obstante, determinados delitos políticos continuarían estampados en el articulado del código y la violencia estatal pudo alcanzar en determinados momentos una mayor intensidad a través de otras formas de ejecución extrajudiciales que podrían tener una explicación en la militarización de las fuerzas del orden público y la brutalidad con la que se empleaban en la persecución de diferentes sujetos políticos considerados peligrosos, desde bandoleros y amotinados hasta anarquistas[17].

El número y la frecuencia con la que se aplicaron las sentencias de muerte podrían dar buena cuenta del peso o la evolución de la pena capital en la conformación del sistema punitivo liberal. Ahora bien, el complejo y dilatado proceso que atravesaba una sentencia de muerte, desde que se dictaba hasta su posible aplicación, y la opacidad de la jurisdicción militar expone todo intento de ofrecer cifras a constantes revisiones. En todo caso, los números que se ofrecen a continuación se apoyan en dos de las fuentes más rigurosas y fiables que se pueden encontrar para computar la pena de muerte. La primera es la obra del coetáneo Camilo Marquina entre 1870 y 1899, que ofrece datos anuales de ejecuciones e indultos. Eso sí, datos contrastados a partir de 1883 y hasta 1918 por la Estadística de la Administración de Justicia en lo Criminal, publicación oficial del órgano judicial en la que se detallaba anualmente el número de indultos concedidos y negados, las penas ejecutadas y las sentencias de muerte impuestas por las audiencias. Unos números que pueden servir de gran utilidad para observar tendencias prolongadas en el tiempo, abrir vías de reflexión y análisis.

Cuadro 1

Sentencias de muerte, ejecuciones e indultos por la jurisdicción ordinaria, 1870-1918

Años Sentencias Ejecuciones Indultos % indultos sobre sentencias
1870-79 265 136 129 48,6
1880-89 358 119 239 66,7
1890-99 427 113 314 73,5
1900-09 330 47 283 85,7
1910-18 211 11 200 94,7
Total 1.591 426 1.165

Fuente:Marquina (Marquina, C. (1900). Breves consideraciones sobre el derecho de gracia. Madrid.1900); y Estadística de la Administración de Justicia en lo Criminal, 1883-1918.

El análisis del cuadro 1 permite extraer una serie de ideas sobre la evolución temporal de la pena de muerte. En primer lugar, la pretendida disminución de la pena de muerte en el Código de 1870 no parece que tuviese un efecto inmediato en las sentencias de muerte dictadas por los tribunales ordinarios hasta los inicios del xx. En segundo lugar, las ejecuciones experimentaron una progresiva disminución, especialmente acusada en las primeras décadas del nuevo siglo. Los cálculos de ejecuciones por año indican que en el último tercio del xix se producía una media de una ejecución al mes en toda España. Sin embargo, en la primera década del xx el promedio había descendido a cuatro ejecuciones al año y en la década siguiente a poco más de una al año. Por último, los indultos concedidos estuvieron expuestos a un progresivo aumento porcentual. La década de 1910, además de albergar el menor número de sentencias de muerte y ejecuciones de esta serie, también alcanza el mayor porcentaje de indultos. Las sentencias conmutadas a cadena perpetua por la vía del indulto en esta década habían relegado a las ejecuciones al espacio de la excepción.

La disminución de las ejecuciones, el paulatino incremento de los indultos y el cambio de tendencia de las sentencias de muerte dictadas por los tribunales con la entrada del novecientos no parecen coincidir precisamente con los periodos de mayor o menor criminalidad. Los movimientos de ejecuciones e indultos especialmente en determinadas fechas apuntan a una fuerte dependencia de algunos acontecimientos políticos. Las ejecuciones, por ejemplo, disminuyeron en 1873, durante el debate abolicionista de la I República, para aumentar en 1874 y alcanzar un mayor auge a partir de 1876. En 1877, todavía lejos de que el régimen de la Restauración alcanzase su ansiada estabilidad política e institucional, se ejecutaron a 28 reos y al año siguiente a 17, el 90% de las sentencias de muerte. Habría que esperar a los últimos años del denominado Parlamento Largo de Sagasta para que los indultos superasen el 60% de las penas capitales impuestas por la justicia. Llamativo también resulta que todas las penas de muerte dictadas por los tribunales ordinarios entre los años 1910 y 1912 obtuviesen el indulto, cuando aún resonaban los ecos de la campaña internacional contra la ejecución militar de Ferrer y un nuevo gobierno de tendencia liberal-demócrata volvía a mostrar mayor sensibilidad por la abolición de la pena capital. El propio José Canalejas propuso el indulto de los seis condenados a muerte por los sucesos de Cullera, reaccionando de forma muy distinta a Antonio Maura tras la Semana Trágica. Tampoco parece casual que el trienio 1916-1918 discurriese sin ejecuciones, como si no se quisiese añadir más horror al que se estaba produciendo en los campos de Europa[18].

Dos interrogantes surgen inevitablemente ante este descenso de sentencias de muerte y ejecuciones tan vinculado a decisiones políticas. El primero de ellos: ¿estaba la pena de muerte dejando de ser una pieza central del poder del Estado? En los albores del siglo xx, su paulatino abandono caminaba en proporción inversa a la racionalización de las estructuras de poder. Políticamente, el régimen de la Restauración era por lo general algo más estable y fuerte que en sus comienzos y contaba con ciertas infraestructuras de control de la población a través de la burocracia gubernamental, la regulación jurídica, el sistema penal, el cobro de algunos impuestos y otras instituciones que, a falta de mayores dosis de consentimiento de las que entonces podía proporcionar el clientelismo o el nacionalismo, conformaban su aparato coercitivo, como el ejército permanente y las fuerzas de orden público. La ejecución no era ya la única forma que tenía el Estado de comunicarse con la población ni de hacer valer sus reivindicaciones de autoridad. La pena de muerte se convirtió en un instrumento de gobierno menos prominente, menos esencial para gobernar en el día a día, y su aplicación parecía quedar cada vez más reservada a situaciones excepcionales en las que un crimen brutal conmocionaba a la opinión pública o a episodios insurreccionales en los que intervenía la justicia militar[19].

A medida que sus funciones de preservación del poder estatal perdieron protagonismo, también su práctica adquirió otras formas y significados. Con la aprobación por las Cortes de la denominada «Ley Pulido» en el año 1900, la pena de muerte quedó recluida al interior de las prisiones, en algún «sitio adecuado» del establecimiento penal, para que incluso ahí se asegurase la «privacidad» del acto. Lo que había sido una ceremonia de poder pensada para exhibirse en la plaza, teatralizar el suplicio del reo, someterlo a escarnio e intimidar o aterrorizar al público asistente, quedaba reducido a un instrumento de la justicia penal. El espectáculo político de la ejecución pública había dado paso a un medio de aplicar una sanción penal con mayor rapidez, eficacia y frialdad. La muerte y solo la imposición de la muerte se convirtió en el castigo, pues todas las degradaciones y agravios adicionales debían ser evitados. El ritual de la muerte estatal había dejado de ser un evento ruidoso para convertirse en un procedimiento silencioso, había dejado de ser un acto demostrativo para justificarse como meramente defensivo. La pena de muerte quedó apartada de los ojos de las gentes, del espacio público y de la experiencia de la vida cotidiana[20].

Este proceso al que asistió la pena capital también se pudo ver reforzado por la necesidad estatal de desarrollar un sistema penal más eficaz, que definiese con precisión las penas que correspondían a cada delito y mantuviese cierta legitimidad en un nuevo contexto de cambio. El encierro legal o la nueva prisión disciplinaria, el sistema que obliga a pagar tiempo a los penados, se adecuaba mejor a las nuevas relaciones jurídicas del liberalismo. El principal castigo del Código Penal de 1848 era, a pesar de todo, la pena privativa de libertad, seguida por las penas pecuniarias; y el de 1870 estableció una gradación en las penas, lo que suponía que la pena de muerte dejaba de considerarse el único castigo de determinados delitos para pasar a ser el grado máximo de castigo que se podía imponer a esos mismos delitos. Una mayor vía se abría así para que el arbitrio del juez pudiese decantarse por la prisión temporal o la cadena perpetua. La prisión se fue convirtiendo en el castigo para todo tipo de delitos a medida que fue desarrollándose una administración carcelaria centralizada y una red de cárceles locales y presidios estatales que aspiraban a ser más seguros, austeros y disciplinarios. El nuevo sistema penal no indica el fin de la violencia estatal, pero planteaba inevitablemente la cuestión del valor, la necesidad o la utilidad de la pena de muerte como forma ordinaria de administrar justicia[21].

Esta última cuestión conecta directamente con el segundo interrogante que sugería el pronunciado descenso de sentencias de muerte y ejecuciones: ¿qué sentido tenía seguir imponiendo una pena que tan pocas veces el gobierno consentía aplicar? La respuesta, una vez más, solo se puede escribir en términos políticos y no meramente jurídicos. De hecho, el Tribunal Supremo rara vez obligaba a las audiencias a revisar sus sentencias originales. El perdón estaba reservado al poder político, como última medida de gracia, otorgándole así una fuente adicional de autoridad y prestigio tan poderosa en tiempos de mayor estabilidad como lo podía ser una ejecución pública en periodos de contienda o violencia constante. El proceso de perdón desataba una serie de peticiones de personalidades, encuentros con diputados o ministros y tráfico de influencias, que contribuía a conformar un sistema útil de control social a la sombra del patíbulo. En palabras de Douglas Hay, en estos actos de misericordia se encontraban «las estructuras mentales del paternalismo». El poder de interceder o amparar a alguien en una cuestión de vida o muerte constituía un favor que no se olvidaría fácilmente, que podía reforzar la red de obediencia, gratitud y deferencia. El mensaje contenía una gran fuerza simbólica y no solo debía llegar al sujeto interesado, sino a toda la sociedad. Precisamente por ello, muchos indultos se concedían de manera colectiva y se hacían coincidir con el día de Viernes Santo o con los aniversarios de la realeza[22].

La pena de muerte ya no era aquella herramienta indispensable para proyectar el poder estatal que fue en décadas pasadas, pero demostraba seguir manteniendo los suficientes usos políticos para que los diferentes gobiernos de la Restauración se resistiesen a eliminarla del ordenamiento jurídico. Una utilización más moderada y restringida pretendía que pareciese más legítima o justificada en caso de que las autoridades permitiesen su aplicación como último recurso. Además, dotaba a los gobiernos de un recurso político si deseaban dar señales de su determinación contra el desorden, su indulgencia con los condenados, su distancia de gobiernos salientes o de regímenes políticos anteriores. En definitiva, el carácter y uso de la pena capital estuvo moldeado por las cambiantes formas estatales e intereses gubernamentales. Esto también ayuda a entender por qué los procesos de reforma o abolición en esta materia difícilmente prosperaron en periodos de agitación política y social. Ahora bien, los propósitos utilitarios, esto es, la preservación de las instituciones, el control social de la población y del delito, no fueron los únicos que intervinieron en este proceso de transformación. Otros desarrollos sociales, procesos culturales y políticos estaban operando detrás de las decisiones y acciones del poder, redefiniendo sus intereses y formas con respecto a la pena de muerte.

3. Nuevas sensibilidades sobre la pena de muerte [Subir]

Apenas confirmada la sentencia de muerte por la Sala Segunda del Tribunal Supremo contra Aniceto Camuñas en abril de 1914, el abogado y el procurador de la defensa del recluso enviaron una carta a los directores de los periódicos toledanos. Si pretendían conseguir la mayor notoriedad o publicidad de su causa, sabían muy bien a quién dirigir una carta así. Al día siguiente, El Eco Toledano, diario que se debatía entre sus originarias posiciones republicanas y las demócratas del sector garciaprietista del fragmentado Partido Liberal, era el primero en publicar en primera página y a cuatro columnas una amplia información titulada «Sentencia de muerte confirmada. Recabemos el indulto». En esta era reproducida íntegramente la carta escrita por los letrados, en la que se solicitaba el «apoyo y cooperación» del diario «á fin de que moviendo á sentimientos de caridad» la población se sumase a la causa del indulto. El diario recogía el guante y aprovechaba para rememorar la figura y el legado de José Canalejas, que fue «adverso a la ejecutoria por la pena de muerte». El artículo concluía con un llamamiento a la cooperación de toda la prensa y al apoyo de las personalidades y representantes políticos, instituciones y organizaciones que conformaban la sociedad civil de la ciudad: «para que la misericordia resplandezca con su bandera, con su lema: “Odia el delito y compadece al delincuente”»[23].

La campaña lanzada por el periódico tenía en su contra ciertos elementos de peso para permitir que prosperase con facilidad: la incuestionable culpabilidad del reo y la atrocidad del delito. ¿Cómo conseguir que la población se involucrase en una campaña de apoyo y movilización por un crimen así? El Eco Toledano tampoco podía acogerse a errores procesales, factores políticos, identitarios o comunitarios para conseguir los necesarios apoyos sociales de la ciudadanía toledana, no había lugar para ninguno de ellos. Sin embargo, el periódico trataba de hacerlo apelando a lo que denominaba el «sentimiento humanitario» y las «corrientes progresivas» que con el devenir de los tiempos habían dulcificado «el sentido de las leyes penales»[24]. Las primeras organizaciones sociales en responder y sumarse a la campaña se expresaban en términos similares a los del diario. El Centro Instructivo de Obreros Republicanos expresaba en una carta publicada en la prensa que «faltaría a sus deberes de humanidad si no uniera su modesta petición a la de todos los que lo han hecho y han de hacer para solicitar de los Poderes públicos aconsejen el indulto, y que le prive a Toledo de un día de tristeza, y a España entera, que lo verá con satisfacción»[25].

En los días siguientes, periódicos tan dispares en su línea editorial como El Castellano, Patria Chica, El Porvenir, El Heraldo, El Día de Toledo y La Decisión, se sumaban públicamente a la petición de indulto acogiéndose a ideas o conceptos de raíces cristianas o humanistas. El Castellano, órgano de expresión del arzobispado en la provincia, apelaba a la piedad y la misericordia por ser valores «muy noble[s] y muy cristiano[s]». De este modo, instaba a la actuación de personas influyentes «para que la justicia sea endulzada por la clemencia, y para que Toledo no se despierte un día con la ingrata sorpresa de que, al cabo de muchos años, el siniestro patíbulo se ha vuelto a levantar dentro de sus muros»[26]. Patria Chica, la voz del maurismo en la provincia, señalaba la conveniencia de evitar «el duelo que la ejecución de la fatal sentencia produciría en nuestra población»[27]. La Casa del Pueblo llegaba a calificar al reo de «desdichado»[28]. Más lejos aún iba el semanario tradicionalista El Porvenir, que lo presentaba como una «muy probable» víctima de los «abandonos culpables de una sociedad que se preocupa más de la esplendidez de una civilización material que de la acción educativa que regenera a los hombres»[29]. El semanario conservador La Decisión, recordaba ese quinto mandamiento sancionado por la moral cristiana y clamaba un «seamos humanos»[30]. En general, para muchos de estos periódicos un crimen tan cruel solo podía entenderse porque el acusado debía ser un «perturbado», «desdichado», «depravado», «degenerado», «anormal», «enfermo y como consecuencia irresponsable»[31].

Estas diferentes expresiones de turbación, vergüenza, compasión o censura recogidas de la prensa en estos episodios ante la pena de muerte podrían ser consideradas el reflejo de un profundo cambio en las sensibilidades. Emociones, pasiones, afectos o sentimientos han estado siempre presentes en la toma de decisiones individuales, en los comportamientos humanos, la formación de grupos o movimientos sociales y en todo proceso histórico. El reciente interés de la historiografía por esta nueva perspectiva de análisis empieza a demostrar la importancia de lo emocional en los procesos de cambio. Además las emociones han dejado de considerarse algo eminentemente innato o una constante antropológica para atribuirles un componente aprendido que se adquiere, experimenta o transforma en un contexto cultural determinado. Esto significa que las emociones pueden y necesitan ser historiadas. Parafraseando a Ute Frevert, el miedo, la alegría, el odio, la codicia o la confianza no han sido emociones desconocidas en el pasado, lo que ha podido cambiar en el devenir histórico es lo que provoca temor y enfado, genera pena y compasión o despierta el orgullo[32]. La sombra de Norbert Elias sigue siendo alargada en el marco de este objeto de estudio, a pesar de haberse convertido en blanco fácil de los nuevos trabajos que revisitando su obra han encontrado algunos excesos teleológicos, eurocéntricos y difusionista en su modo de entender el proceso de civilización. No obstante, muchos de sus planteamientos teóricos siguen gozando de buena salud, especialmente su interés por encontrar en el control de las emociones vínculos o explicaciones políticas[33].

Los cambios culturales que encarnan nuevas emociones o sensibilidades han dejado algunas huellas en los usos y actitudes frente a la violencia estatal. La pena capital empezó a percibirse más prescindible para el mantenimiento del poder y más brutal una vez que la nueva autoridad quedó establecida y las ejecuciones fueron disminuyendo. El lenguaje de la civilización y la sensibilidad humanitaria fue ganando terreno de este modo en el marco del liberalismo político, al calor de las corrientes de pensamiento que abogaban por la limitación del poder coercitivo del Estado, defendían los derechos y libertades de los individuos, pretendían un mayor control democrático del gobierno y las instituciones políticas, aspiraban al bienestar de los ciudadanos y cuestionaban la utilidad disuasoria o ejemplarizante de la crueldad y los castigos corporales. Los nuevos usos de la pena capital guardaban estrecha relación con amplios cambios culturales en las élites sociales que, bajo imperativos como el respeto a la vida y a los individuos, comenzaban a rechazar la violencia física, el sufrimiento o, al menos, su exposición en público, y criticaban la «insensible vulgaridad» de las multitudes que seguían yendo a presenciar las ejecuciones públicas. Formas de crueldad que alguna vez habían sido incuestionables llegarían a convertirse en objeto de crítica y debate constante, más incómodas o difíciles de justificar por sus propios defensores[34].

El rechazo a la pena de muerte creció desde finales del siglo xviii y las primeras reformas penales que trataron de abolir o restringir su aplicación en el último tercio del xix se convirtieron en símbolo de civilización y principio de movimientos progresistas, republicanos y demócratas en toda Europa. A finales de siglo algunos países europeos ya habían abolido la pena capital y prácticamente todos habían prohibido las ejecuciones públicas, salvo España y Francia[35]. El debate político y jurídico en España, bien estudiado por José María Puyol, se inclinaba claramente en los años del Sexenio Democrático a favor de reducir la crueldad de la ejecución y limitar su exposición pública. La Junta Superior revolucionaria señaló la abolición como «uno de los derechos del pueblo» y las Cortes fueron el escenario de varias proposiciones de ley, peticiones y presentación de firmas de representantes de ciudades, instituciones y particulares que solicitaban la abolición. Penalistas influyentes, como el que fue ministro de las carteras de Gobernación, de Gracia y Justicia, fiscal y presidente del Tribunal Supremo, Pedro Gómez de la Serna, manifestaba en 1869 que «este castigo bárbaro que nuestros antepasados consideraron como grandemente ejemplar y preventivo de los delitos, […] no lo permite ya la cultura del siglo»[36].

El debate se enfrió durante los primeros años de la Restauración y ningún diputado volvió a presentar en las Cortes una propuesta de abolición hasta 1893, cuando la aplicación de las ejecuciones públicas empezaba a reducirse[37]. Las proposiciones de ley y proyectos de reforma del código penal que trataban de restringir las ejecuciones públicas o llevarlas al interior de las prisiones sí reaparecieron en la década de 1880 apelando a los «progresos de la civilización»[38]. Ángel Pulido, promotor de la reforma legal que acabó con las ejecuciones públicas acusaba a la prensa que cubría con elementos morbosos las ejecuciones de «herir a mansalva la inadvertida sensibilidad de sus lectores». Partidario de la completa abolición pero igualmente pragmático en sus demandas, abogaba por «reducirla y humanizarla cuanto sea posible con el fin de evitar a la sociedad los daños que por efectos emocionales y reflejos hemos demostrado que padece». Tras un par de intentos rechazados por el Congreso en 1896 y 1898, posiblemente por la situación que se vivía en Cuba, la actividad anarquista y la represión estatal, su proposición fue finalmente aprobada dos años más tarde con una redacción que concluía diciendo: «cumple a la cultura de un pueblo civilizado, y a la recta administración de una justicia sabia y humanitaria hacerlo desaparecer»[39].

Existía en la opinión de todos estos cierta esperanza en el progreso de la civilización, entendido este como un proceso evolutivo en el que los sentimientos humanitarios y compasivos ocupaban un lugar central. En este sentido, hace ya algunos años José María Jover dedicó un artículo a desentrañar lo que él denominó el «tono de la vida», el «clima moral» o los «fundamentos humanos» de la transición intersecular. Basado fundamentalmente en fuentes literarias afirmaba que los nuevos vientos culturales que soplaban sobre Europa en el fin de siglo habían traído una nueva concepción del mundo y de la vida, un naturalismo más hondo en el que la sensibilidad, la comprensión del marginado y la aproximación al que sufre se manifestaban como la nueva esperanza del cambio social. La consulta de mayor número de fuentes quizás podrían haber alertado al referido autor de la paralela gestación de un darwinismo social de conocidas consecuencias en otros ámbitos políticos y sociales del momento. No obstante, en este ambiente cultural complejo en el que se descubre la cuestión social a la vez que se teme a las multitudes, las emociones hacia una muerte prevista, cuya ejecución pende de una libre decisión humana, pudieron cobrar una especial intensidad en algunos sectores de las clases medias urbanas, las que se expresaban en la prensa, en la literatura, y que tantos conmovedores relatos dejaron acerca de las ejecuciones públicas de la mano de Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán o Pío Baroja[40]. También dejaron su huella en los debates de la ciencia penal, en los que las tendencias correccionalistas y el positivismo inspirado por la difundida obra de Lombroso ganaban terreno al retribucionismo[41]. El fiscal del Tribunal Supremo en 1910, de convicciones demócratas, lo manifestaba así en uno de los párrafos de su Memoria elevada al gobierno:

Ninguna dureza, que no somos vengadores de males, que tendríamos que castigarnos a nosotros mismos, copartícipes sociales de los errores que engendran los delitos. Esta es la tendencia moderna de la penalidad, y si no podemos romper de un golpe con el triste pasado, de cuyas raíces estamos llenos, debemos suavemente, reconocido el error, borrarlo de la trayectoria social[42].

La retirada del patíbulo al interior de las cárceles y la paulatina disminución de su aplicación, lejos de aspiraciones gubernamentales por mostrar unas ejecuciones más moderadas y justificadas, acabó provocando que estos castigos pareciesen más brutales, innecesarios, extraños o ilegítimos para la mirada de los contemporáneos. La desaparición del ritual, de sus formas culturales, sus significados sociales o atractivos emocionales, y su sustitución por un mero procedimiento penal rápido, eficaz, prácticamente oculto y sin apenas elementos comunicativos, socavaba esas tradicionales funciones de exhibir la autoridad, disuadir a los delincuentes o expresar el sentimiento público[43]. La pena capital había perdido su forma de ser narrada, su manera de mostrarse inteligible o convincente, y se situaba en constante contradicción con el sistema penal y con lo que Jan Plamper ha denominado las «normas emocionales» y culturales que impregnaban a la sociedad[44]. En cambio, como bien señala Pedro Oliver, la pena privativa de libertad había conseguido convertirse en el castigo más emblemático del orden social liberal y estaba conformando una nueva cultura punitiva en la sociedad[45]. El semanario toledano La Decisión, lo manifestaba claramente en los días en los que se clamaba por el indulto de Aniceto Camuñas:

A un ser depravado, de malos instintos, borracho de malos pensamientos o ejecutor de un solo pensamiento malo, hay que repararlo de la sociedad, aislarlo de los hombres buenos, recluirle y hacerle padecer su mal proceder, castigarle en forma que se entere del castigo, esto es: viviendo.

Para eso se hicieron esos edificios donde quedan muchos sufriendo sus culpas[46].

Las Cortes se convirtieron en escenario habitual de las repetidas proposiciones de abolición del diputado republicano Luis Morote con el nuevo siglo, movido por el «ejemplo de los países» y «la corriente del humanismo actual»[47]. También se sucedieron peticiones de diputados para que se indultase a los reos de sus circunscripciones o se les ejecutase fuera de ellas. Un diputado por Sevilla argumentaba en este sentido que todos en su ciudad eran «completamente opuesto[s] a que se cumpla allí la terrible sentencia»[48]. Estas peticiones sugieren la necesidad de advertir la distancia que en ocasiones puede mediar entre el terreno de las emociones y el compromiso abolicionista. Si retornamos al Toledo de 1914, descubrimos que los más de diez periódicos que entonces se publicaban en la ciudad se mostraron contrarios a la ejecución. Todos secundaron la campaña protagonizada por El Eco Toledano y celebraron el indulto, todos mostraron elementos de una nueva sensibilidad que reaccionaba ante una inmediata ejecución en su entorno más cercano, pero solo republicanos, demócratas y socialistas se opusieron frontalmente a la vigencia de la forma de castigo más severa del código penal. El Eco Toledano, diario que desde el primer día no ocultó su tono abolicionista, publicó la opinión de Nemesio Labandera, un histórico del republicanismo toledano, que afirmaba tener «muchas razones […] para odiar la pena de muerte»[49]. La respuesta de El Castellano llegó una vez conseguido el indulto:

Durante unos días no hemos hablado de otra cosa. […] Un ser degenerado, que cometió un crimen atroz, ha preocupado a toda una ciudad. Esto dice mucho en favor de nuestros sentimientos. La efusión de sangre nos aterra. […] pero no podemos estar conformes con todo lo que se ha dicho para justificar la concesión del indulto. […] No han faltado quienes, llevando la cuestión a sus principios, han defendido el indulto combatiendo la pena de muerte, que consideran como recuerdo de tiempos bárbaros. Y eso ya es avanzar demasiado[50].

El abolicionismo había experimentado significativos avances, pero su desarrollo fue mucho más transitorio y expuesto a involuciones, especialmente desde que la Gran Guerra, los procesos revolucionarios y los movimientos contrarrevolucionarios propiciasen un nuevo escenario de violencia y brutalización de la política. Los años que estaban por llegar no fueron los mejores para el cumplimiento de las garantías judiciales. El espacio que dejó el paulatino descenso de la muerte legal pudo ser ocupado en circunstancias excepcionales por otras expresiones de violencia política procedentes de los máuser de la Guardia Civil, del pistolerismo o las ejecuciones extrajudiciales bajo custodia de agentes policiales. En este contexto, la pena de muerte se mantuvo firme en los códigos de justicia hasta que en 1932 el nuevo régimen republicano trató de romper con el pasado[51]. No obstante, las nuevas sensibilidades en torno a la pena capital, las emociones de compasión y humanidad por el condenado a muerte, habían avanzado en la sociedad de un modo más transversal que el abolicionismo. La prensa del momento, estrechamente vinculada a las organizaciones políticas y sociales en liza, no solo desarrolló una labor principal en la difusión de ideas y opiniones, sino también en la propagación de estas sensibilidades. La campaña a favor del indulto parecía llegar en un momento oportuno.

4. La campaña de movilización a favor del indulto [Subir]

Dos días después de que se conociese públicamente la noticia de la sentencia de muerte, El Eco Toledano ofrecía nuevamente en primera página una amplia información titulada: «Toledo en masa solicita el indulto». En ella encarecía a todas las corporaciones de la ciudad «tanto civiles como religiosas», que enviasen telegramas al presidente del Consejo de Ministros para recabar el indulto del reo. Con el objeto de alentar y facilitar esta campaña de mensajes al Gobierno, reproducía íntegramente las cartas enviadas por la defensa a Alfonso XIII y a Eduardo Dato. El periódico informaba también de las gestiones realizadas por la comisión enviada a Madrid para entrevistarse con las más altas autoridades del Estado y de la inmediata partida de nuevas comisiones formadas por el vicario capitular y representantes de los padres Jesuitas y Carmelitas de la ciudad, la Diputación, el Ayuntamiento, la Cámara de Comercio, el Colegio de abogados, el de procuradores y el de farmacéuticos, la Casa del Pueblo, los dependientes del comercio y la Hermandad de la Paz y Caridad. Las firmas, a su vez, ya habían empezado a recogerse en el Café Español, el Centro de Artistas y otros establecimientos de la ciudad[52].

La campaña a favor del indulto se presentó como una buena ocasión para desplegar algunas de las prácticas más habituales del paternalismo, aumentar el prestigio y el reconocimiento de las autoridades locales en la comunidad: adhesiones públicas de los representantes de las principales instituciones, formación de comisiones y desplazamiento a Madrid para conseguir entrevistas con diputados y miembros del gobierno. No obstante, en apenas dos días aparecían otros recursos necesarios para movilizar a la opinión pública que más bien parecían propios de los movimientos sociales: informaciones continuas y artículos contra la pena de muerte dotados de una fuerte carga emocional para impactar a los lectores, declaraciones en la prensa de sociedades profesionales, asociaciones políticas y de oposición y su participación en las comisiones, llamamientos al envío masivo de cartas al Consejo de Ministros y recogida de firmas en los círculos, casinos, cafés y demás lugares centrales de la sociabilidad toledana. Al tercer día de campaña, El Eco Toledano llamaba en sus páginas «a la manifestación» para esa misma tarde, cuando posiblemente contaba con mayores apoyos sociales[53]. La convocatoria parecía obedecer al guión predefinido de un repertorio de movilización que concluye o alcanza su cima con un acto público y demostrativo en la calle[54].

La manifestación había conseguido el apoyo de la alcaldía y del presidente de la Asociación de la Prensa de Toledo, que se encargaron de obtener los permisos necesarios del gobernador civil para llevar a cabo de manera inmediata un acto público de estas características. Durante esa misma mañana se distribuyó por las calles, cafés y comercios de la ciudad una alocución en la que se excitaba a la población a sumarse a la manifestación y al comercio a cerrar sus puertas durante las horas del recorrido. A pesar de la urgencia de los preparativos, los apoyos eran suficientemente amplios y diversos, especialmente entre aquellas asociaciones que ya demostraban una especial capacidad y organización para movilizar a sus socios o militantes y actuar en defensa de intereses colectivos. El presidente de la Cámara de Comercio asumía el reto con la publicación de una nota en la que suplicaba «a los comerciantes e industriales, se dignen cerrar sus establecimientos a las cinco y media de la tarde y asistir a la manifestación proyectada»[55]. La Casa del Pueblo tomó también parte «importantísima y entusiasta» en la convocatoria con un llamamiento en el que recomendaba la asistencia a sus socios «queridos compañeros, que tan solícitos os mostráis en todo momento que el deber os llama a manifestaros»[56].

Los diversos testimonios que dieron cuenta de la manifestación coincidieron en subrayar su amplio seguimiento. El semanario La Decisión apuntaba que la «sentida manifestación» fue secundada por «autoridades de todos matices» y «todas las clases de la sociedad en muy crecido número»[57]. El Castellano señalaba el «inmenso gentío» que llenaba la plaza del Ayuntamiento y la «inmensa muchedumbre» a la que se dirigió desde su balcón el gobernador civil antes de que la manifestación se disolviese «pacíficamente» y el comercio volviese a abrir sus puertas. El órgano de expresión católico destacaba que entre los concurrentes «eran numerosísimos los obreros», aunque no se le olvidaba añadir que «abundaban también los sacerdotes»[58]. El más entusiasta de los rotativos con la causa era El Eco Toledano, que abría su primera página con el titular «Una manifestación grandiosa». En el minucioso relato de los hechos hacía referencia a la «imponente y silenciosa muchedumbre» que recorría las calles de la ciudad y la «multitud inmensa» que invadía el lugar de partida de la manifestación. La marcha por las calles hasta el Gobierno Civil proporcionaba una excelente ocasión para que en su cabecera se dejasen ver el alcalde y los concejales del Ayuntamiento, cargos y dignidades eclesiásticas, pero junto a ellos y restándoles protagonismo aparecían representantes de la Cámara de Comercio, de la Casa del Pueblo, la Asociación de la Prensa y el Centro Republicano, además de otras sociedades y «millares de personas de todas las clases sociales». La tan comentada presencia de sectores populares y obreros despertaba una mayor reflexión en este periódico:

El elemento obrero daba una nota muy digna de estimación. Ya no son estos trabajadores, aquellos que en un día de ejecución de un reo, cogían a sus familias, o a sus amigos, y en gran algaraza se dirigían hacia el sitio donde se alzaba la picota, provistos de meriendas con las que habría de celebrarse una francachela, como si el motivo para ella fuese el júbilo de una romería […]

Ya ha variado la película: los obreros de la actualidad, poseen otra ilustración muy distinta a los de antaño, y saben lo que son las corrientes modernas; están enterados de cómo se piensa en la humanidad civilizada; […].

Por eso, en la manifestación de ayer, hubieron de acudir en crecidísimo número a protestar, junto a las demás entidades, de que en esta imperial ciudad quede el sello de una muerte a garrote […][59].

El recuerdo de las multitudes arremolinadas frente a los patíbulos en días de ejecución aún pesaba en la imaginación o los temores de sectores ilustrados y clases medias urbanas. Las palabras del articulista denotaban alivio y satisfacción por el cambio experimentado en el «elemento obrero», como si las clases populares y obreras fuesen las únicas que habían promovido, consentido y asistido a estos espectáculos de sufrimiento en épocas pasadas. Documentar la agudización del sentimiento de compasión hacia los reos entre los grupos más débiles de la población urbana y explicar las razones de este cambio es una labor aun mucho más compleja. Lo que sabemos de sus sentimientos o emociones es más bien poco. Sus testimonios y opiniones no solían quedar reflejados en la prensa u otro tipo de fuentes. No obstante, la contrastada presencia de obreros en la manifestación de Toledo ofrece sobradas razones para pensar que se encontraban en estrecha consonancia con la opinión pública propagada en la prensa por los sectores ilustrados de la ciudad, que se compadecían del reo y ansiaban igualmente la llegada del indulto[60].

Al fin y al cabo, la sociedad de principios del xx había dejado de estar familiarizada con el espectáculo brutal de la ejecución pública y la pena de muerte en general había dejado de ser una práctica habitual en las pequeñas ciudades de provincias. Además, el paulatino proceso de socialización política de la mano del incipiente asociacionismo republicano y obrero les dotaba de unos conceptos, ideas y lenguajes que subrayaban el carácter clasista del sistema penal, la vocación represora del régimen o especialmente de algunos gobiernos, y les empujaba a mostrar una mayor proximidad con la condición social o política de la mayoría de los reos, más aun cuando todavía seguía reciente en el recuerdo y en el debate público las contestadas ejecuciones tras la Semana Trágica[61]. En las últimas elecciones a concejales de noviembre de 1913, el semanario toledano de la coalición republicano-socialista, El Centinela, había basado la campaña en tachar a sus adversarios mauristas de «sanguinarios» y en recordar insistentemente a sus lectores la principal razón por la que no debían votar al partido del «odiado» Maura:

Huelga el que recomendemos a republicanos, socialistas y obreros, no voten a ninguno de estos señores pertenecientes a ese partido acaudillado por Maura y Cierva, esos políticos a quienes anatemizó la Europa culta, los que fusilaron a Ferrer y al idiota Clemente García, los que acribillaron a balazos a infelices obreros en Infesto y Jumilla, los que promovieron los sangrientos sucesos de Osera, los que bajo el plomo del máuser hicieron morir a los estudiantes en Salamanca, los que nos llevaron a la guerra con Marruecos, a esa guerra que arrebató y arrebatará millares de hijos y millones de dinero[62].

La brutalidad con la que el Estado respondió en tantas ocasiones a las acciones de los combativos movimientos sociales, a las demandas obreras y populares, pudo contribuir al rechazo hacia las formas más severas de represión y castigo entre las clases subalternas. Víctor Lucea ha mostrado de manera esclarecedora que las ejecuciones que se enmarcaban en ambientes de tensión social y política ya habían provocado la participación de mujeres y obreros en algunas de las manifestaciones más explícitas contra la pena capital a finales del xix, desde las del célebre caso Conesa en la ciudad de Zaragoza hasta las de los procesos de Montjuic. De este modo, el conflicto político y social en estas fechas pudo actuar como un factor más que amplió o llevó la sensibilización contra la pena de muerte hacia aquellos grupos sociales que décadas atrás habían sido espectadores habituales de las ejecuciones. Pero además, había puesto a disposición de los actores sociales una serie de recursos y estructuras que favorecían la movilización social a través de formas que se pretendían menos violentas, más cívicas y tendentes a la negociación[63].

Lo cierto es que el Toledo de 1882 quedaba muy lejos en ese aspecto del de 1914. En esta última fecha, la hegemonía del turno y la cultura política clientelar estaba siendo desafiada en los procesos electorales locales, obligada a competir con carlistas, mauristas, católicos, republicanos, demócratas y socialistas, además de a convivir y negociar con otras sociedades profesionales y de intereses. El republicanismo toledano había conseguido en la primera década del xx llegar a ser con diez concejales la segunda fuerza en el Ayuntamiento y gozar de gran respeto y seguimiento por el perfil cultural e intelectual de muchos de sus líderes, entre los que se encontraba Julián Besteiro. Estas incipientes organizaciones consiguieron desarrollar una interesante red asociativa, con sus propios órganos de prensa, círculos, casinos, celebraciones, banquetes, sociedades, mutualidades, juventudes, sindicatos y partidos que pretendían llegar a la opinión y el debate público, construir y socializar nuevas identidades políticas, movilizar intereses colectivos y acceder o influir en la toma de decisiones del gobierno municipal[64]. Las campañas de opinión y movilización social ya no eran tan ajenas al ambiente de la capital provincial, que había sido escenario de episodios en los que la disputa política apelaba a nuevos comportamientos electorales y repertorios de acción colectiva, especialmente a partir de los comicios de 1909 y la llegada al poder de José Canalejas en 1910, en los que se configuraban actores políticos enfrentados a propósito de la cuestión religiosa que se lanzaban a la calle con multitudinarias manifestaciones y mítines en el teatro Rojas[65].

La ciudad estaba inmersa en un proceso de transformación política y social en el que crecía una ciudadanía vinculada a grupos de afinidad de ámbito nacional, que mostraba inquietud por problemáticas que rebasaban con mucho el marco local y que demandaba mayores derechos colectivos, renegociación de la convivencia y ampliación de la participación política mediante nuevas formas de movilización social[66]. Los tradicionales motines de subsistencia no habían abandonado todavía las calles de la ciudad, menos aún de la provincia, pero en la pugna e interlocución política ganaban terreno y ocupaban el espacio público nuevas formas de llamar la atención o desafiar a las autoridades, de demostrar fuerza y encontrar reconocimiento. La manifestación, en concreto, se convirtió en una herramienta de poder e influencia, en una expresión de la opinión pública y representación de la soberanía popular[67]. De ahí el interés de la prensa toledana en remarcar la gran concurrencia a la manifestación en favor del indulto y la insistencia en subrayar su composición interclasista, la participación de representantes de fuerzas políticas diversas, el ambiente cívico y el carácter pacífico con la que se desenvolvió, así como el modo en que el gobernador civil reconoció sus peticiones, exponiendo públicamente que de acuerdo con el clamor de la manifestación «interpondría todas sus fuerzas y sentimientos» para evitar el cumplimiento de la «triste sentencia»[68].

En estas palabras del gobernador civil al cierre de la manifestación y en las acciones de la alcaldía en apoyo a la campaña se muestra un esfuerzo por atender a ciertas demandas colectivas. En un escenario de creciente competencia política, es más que probable que las fuerzas del turno se percatasen del potencial político de algunas reclamaciones de la ciudadanía, de la necesidad de atender a algunas de sus peticiones o de aceptar ciertas expresiones de disenso público, del cálculo electoral en la toma de decisiones y de los costes políticos de no transigir. Las nuevas formas de movilizar intereses colectivos obligaban a las facciones clientelares a redefinir las relaciones sociales con los nuevos actores políticos, desplegar mayores esfuerzos, recursos y marcos de negociación en la gestión del poder local[69]. La deseada noticia se producía a mediodía del 29 de abril. En el ánimo de Eduardo Dato por aconsejar la prerrogativa de indulto decía haber pesado «la altruista campaña que ha venido realizando el pueblo unánime de Toledo»[70]. Llegaba el momento del alivio y de los agradecimientos a autoridades, instituciones, sociedades, prensa y población que «con una elevada conciencia de dignidad ciudadana y con hermosa exaltación de nobles sentimientos» se había comprometido con la campaña[71]. Apenas dos semanas de intensa campaña de opinión pública y movilización social habían bastado para conseguir el indulto. Tanta permisividad contrasta con la intransigencia con la que en otras ocasiones se mostraron los gobiernos ante protestas y movilizaciones sociales de diferente significado, especialmente en los últimos años del régimen.

5. Conclusiones [Subir]

Cinco días después de la concesión del indulto, se colaba en el Congreso un apasionado y extenso debate entre varios diputados. Un reo había sido ejecutado en Córdoba bajo los efectos de un posible estado epiléptico o de enajenación que podía haberle librado del patíbulo en el último momento. Los miembros de la Cruz Roja y los frailes de la Paz y Caridad se negaron a conducirle hacia la muerte en ese estado, lo que obligó al verdugo y el sepulturero a hacerlo en su lugar. Los periódicos ofrecieron una amplia difusión de lo que presentaron como un escándalo y varios diputados liberales, republicanos y socialistas «horrorizados» por unos «hechos tan repugnantes» exigían responsabilidades a varios ministros en «nombre de la humanidad», aprovechaban para solicitar el indulto de cuatro reos en Guadalajara e intentaban rescatar el debate de la abolición[72]. El Estado ejecutaba menos de lo que lo hacía décadas atrás y cuanto menos ejecutaba, más dificultades encontraban los gobiernos para justificar su decisión en la prensa, en las Cortes y entre los electores que se movilizaban y recurrentemente acudían a los diputados cuando una posible ejecución se ceñía sobre su circunscripción. La pena de muerte estaba repleta de usos políticos que explican su dilatada pervivencia en los códigos, pero su aplicación era cada vez más problemática o controvertida.

Los episodios acontecidos en Toledo eran el reflejo de unos procesos de transformación que han pretendido ser analizados desde la óptica que proporciona el microscopio local. Muchos interrogantes reclaman ampliar horizontes espaciales, temporales y comparativos. Los próximos trabajos, además, puede que deban tratar de desentrañar con mayor nitidez la compleja relación causal existente entre los ámbitos del poder, la cultura y los movimientos políticos y sociales. Ahora bien, algunas de las ideas lanzadas en este texto podrían esbozar las líneas por las que transitar. El éxito de la campaña de indulto obedecía a la capacidad para orquestar un movimiento social en una ciudad que empezaba a estar habituada a estas nuevas prácticas colectivas de presión y negociación política, a un profundo cambio en las sensibilidades que reaccionaba contra una ejecución en su entorno y alimentaba opiniones contra las formas más severas de punición, pero también a que una petición así ya no parecía poner en cuestión la autoridad del poder o la fortaleza del gobierno, no al menos como unas décadas atrás. En la decisión del Consejo de Ministros, en su declarada voluntad de atender a la demanda del «pueblo unánime» residía la confianza de que tal concesión no abría una brecha en el orden institucional ni debilitaba las estructuras políticas preexistentes, mas al contrario, podía reafirmarlas mediante el uso político del perdón. La expansión de lo que bien podríamos considerar derechos de ciudadanía quedaba estrechamente ligada o dependiente de los procesos de afirmación del Estado. El camino, por tanto, lejos de ser lineal o evolutivo, estaba expuesto a traumáticos retornos.

Notas [Subir]

[1] Este artículo se ha realizado en el marco de los proyectos de investigación financiados por el Ministerio de Economía y Competitividad: HAR2015-64076-P, dirigido por José Miguel Lana Berasain; y HAR2015-65115-P, dirigido por Manuel Álvarez Tardío.
[2] Urda (Urda, J. C. (2011). El bandolerismo en los Montes de Toledo durante el siglo xix [trabajo fin de máster inédito]. Ciudad Real.2011).
[3] «Edición de la noche», La Correspondencia de España, 15-3-1882.
[4] «Crónica de la semana», El Nuevo Ateneo, 19-3-1882.
[5] El ambiente de estas ejecuciones lo encontramos en Pulido (Pulido, Á. (1897). La pena capital en España. Madrid.1897). También a través de la literatura, en Pardo Bazán (Pardo Bazán, E. (1891). La piedra angular. Madrid.1891); Pérez Galdós (Pérez Galdós, B. (1891). Ángel Guerra. Madrid: La Guirnalda.1891); y Baroja (Baroja, P. (1904). Mala hierba. Madrid.1904).
[6] Foucault (Foucault, M. (1979). Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Madrid: Siglo XXI.1979).
[7] Spierenburg (Spierenburg, P. (1984). The spectacle of suffering. Executions and the evolution of repression: from a preindustrial metropolis to the European experience. Cambridge: CUP.1984); Oliver (Oliver, P. (2008). La pena de muerte en España. Madrid: Síntesis.2008); y Garland (Garland, D. (2013). Una institución particular. La pena de muerte en Estados Unidos en la era de la abolición. Buenos Aires: Didot.2013).
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[9] «Sentencia de muerte confirmada», El Eco Toledano, 21-4-1914.
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[19] González Calleja (González Calleja, E. (1998). La razón de la fuerza. Orden público, subversión y violencia en la España de la Restauración (1875-1917). Madrid: CSIC.1998 y González Calleja, E. (1999). El máuser y el sufragio. Orden público, subversión y violencia política en la crisis de la Restauración (1917-1931). Madrid: CSIC.1999).
[20] Las comillas en Oliver (Oliver, P. (2008). La pena de muerte en España. Madrid: Síntesis.2008): 78.
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[23] «Sentencia de muerte confirmada. Recabemos el indulto», El Eco Toledano, 21-4-1914.
[24] Ibídem.
[25] Ibídem, 22-4-1914.
[26] «Pidiendo misericordia», El Castellano, 22-4-1914.
[27] «Por el indulto», Patria Chica, 23-4-1914.
[28] «Ante la última pena», El Heraldo, 24-4-1914.
[29] «Condenado a muerte», El Porvenir, 23-4-1914.
[30] «Odia al delito…», La Decisión, 26-4-1914.
[31] Las comillas en los periódicos arriba citados entre el 21-4-1914 y el 9-5-1914.
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[48] Ibídem, 27-10-1906, p. 3.451; y 9-11-1906, p. 3.725.
[49] «La pena de muerte», El Eco Toledano, 24-4-1914.
[50] «La pena de muerte», El Castellano, 2-5-1914. Una lectura más extensa de este debate, en Bascuñán (Bascuñan, Ó. (2015). Republicanos y demócratas contra la pena de muerte. En J.S. Pérez Garzón (coord.), Experiencias republicanas en la historia de España (pp. 183-211). Madrid: Catarata.2015).
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[52] «Toledo en masa solicita el indulto», El Eco Toledano, 23-4-1914.
[53] Ibídem, «La ejecución es inminente», 24-4-1914.
[54] Tilly (Tilly, C. (2007). Violencia colectiva. Barcelona: Hacer.2007 y Tilly, C. (2009). Los movimientos sociales, 1768-2008: desde sus orígenes a Facebook. Barcelona: Crítica.2009); y Cruz (Cruz, R. (2015). Protestar en España, 1900-2013. Madrid: Alianza.2015).
[55] «Una manifestación grandiosa», El Eco Toledano, 25-4-1914.
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[58] «Una manifestación», El Castellano, 26-4-1914.
[59] «Una manifestación grandiosa», El Eco Toledano, 25-4-1914.
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