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Hace tiempo que una buena biografía sobre Manuel Ruiz Zorrilla era necesaria para entender mejor la vida política española de la segunda mitad del siglo xix, puesto que, ya sea ocupando un primer plano de la escena pública o a distancia de la misma, este líder progresista y luego republicano resultó determinante en muchos de los procesos que se acometieron o se intentaron para encaminar a España por una senda diferente a la encarnada en el exitoso modelo moderado-canovista en el que el juego de los partidos y, más aún, de las grandes corrientes de la opinión pública quedaba fuertemente condicionado —o, mejor, subordinado— por las decisiones del monarca y de su entorno cortesano. En ese sentido, la perseverancia de Ruiz Zorrilla en, primeramente, consolidar en España una monarquía democrática que fuera el reverso de la encarnada por Isabel II y, más tarde, cuando se convenció de que ese proyecto político no era viable, en hacer fracasar el régimen de la Restauración poniendo en su lugar una república vuelve extremadamente interesante el reconstruir de un modo riguroso y desprejuiciado su biografía, un empeño tanto más necesario por cuanto Ruiz Zorrilla no ha sido precisamente bien tratado por la historiografía, más bien lo contrario.

Pero abordar esta tarea revestía aún un mayor atractivo por cuanto existía un rico archivo personal, depositado en la Fundación Esquerdo, de muy difícil, por no decir imposible acceso, al menos hasta ahora, para los especialistas, pero que el autor de este libro ha podido franquear, con gran provecho, además, como se advierte a medida que se avanza en su lectura. La consulta de estos fondos se ha compaginado con los existentes en otros archivos, tanto españoles como extranjeros, una pluralidad tanto más necesaria teniendo en cuenta que una parte sustancial de la vida de Ruiz Zorrilla transcurrió en el extranjero, ya que el político soriano pasó más tiempo conspirando o preparando insurrecciones en ciudades como París, Londres, Bruselas, Ginebra…, que en España, adonde solo volvió para morir, en 1895.

En el libro no se descuidan, sin embargo, otras vertientes cuyo conocimiento es muy provechoso para obtener una imagen lo más exacta posible de quién fue, en realidad, Manuel Ruiz Zorrilla y para entender un aspecto que se subraya en el prólogo, su «absoluta centralidad» en la historia española de la segunda mitad del siglo xix. Por ello, Eduardo Higueras nos aporta numerosos detalles de su nacimiento, infancia y juventud, que transcurrió entre la localidad soriana del Burgo de Osma, donde nació en 1833, y Madrid, en que cursó la segunda enseñanza y se recibió de bachiller en jurisprudencia. Su origen era relativamente modesto, siendo su padre un comerciante bastante activo en materias como el crédito agrario, logrando Manuel el paso a una situación económica desahogada gracias a su matrimonio con una rica heredera burgalesa, María Barbadillo, que, entre otros bienes, aportó la extensa y productiva dehesa de Tablada, en el llamado «riñón de Campos», en la provincia de Palencia.

Se inició tempranamente en política como demócrata, no como progresista, si bien desde una posición abierta a la confluencia con el otro partido y que mantendría en la dirección inversa cuando decidió integrarse hacia 1858 en el grupo progresista que encabezaba Calvo Asensio (el peso cobrado por la corriente socialista dentro de la democracia, fue lo que le empujó a dar ese paso), saliendo elegido diputado por dicha formación en 1858, con solo 25 años. La neutralidad del obispo de El Burgo, amigo de la familia, fue una ayuda inestimable en su elección.

Se integró así en el pequeño, pero muy activo grupo parlamentario de los progresistas puros, cuyos planteamientos lograron una considerable difusión gracias a sus periódicos, a sus almanaques y al desarrollo de una sociabilidad específica tomando como modelo la Tertulia formada en el café madrileño del Iris. El «parlamento largo» y la brega constante con el Gobierno de O’Donnell le aportaron un aprendizaje político fundamental, pero esta tarea la compaginó con una gran iniciativa en el plano económico, como la compra de bienes desamortizados o su incursión en las finanzas al crear, junto con el demócrata Chao, una casa de banca (a la postre, «Ruiz Zorrilla y Compañía») que se vería duramente afectada por la crisis financiera, abierta en el otoño de 1864.

El partido progresista no estaba todavía, ni mucho menos, abocado a la revolución, como sucedería más tarde. Se movía en un cierto margen de legalidad y albergaba esperanzas fundadas de ser llamado al poder por la propia reina, unas expectativas que la vuelta al redil de antiguos resellados, especialmente la de Prim, volvieron mucho más plausibles, incluso cuando se optó por la vía conspirativa y el retraimiento, métodos con los que Ruiz Zorrilla no estuvo, al menos en principio, muy de acuerdo, concediendo más importancia a renovar la organización del progresismo y alejarle del modelo de partido de notables.

La militancia, no obstante, se fue decantando por la revolución, con Prim como líder indiscutible, al tiempo que el fracaso de los sucesivos intentos de pronunciamiento volvió patente la necesidad de contar con el elemento civil, popular, y de converger con fuerzas situadas más a la izquierda, como los demócratas, un acercamiento en el que Ruiz Zorrilla desempeñó un papel esencial, lo mismo que en los trabajos conspirativos que le condujeron, tras el pronunciamiento de junio de 1866, al exilio parisino, abriéndose entonces una nueva y decisiva etapa, en la que no había que dar nada por descontado: el pacto de Ostende, por ejemplo, pese a cómo se le suele presentar, no inclinó todavía la balanza a favor de los revolucionarios que fueron presa del desánimo, Ruiz Zorrilla incluido, y solo cuando ya en 1867 la alternativa política que aquellos ofrecían fue recogida en un manifiesto redactado por el propio Zorrilla, de marcado acento democrático, se logró el acuerdo con la mayoría de los demócratas en el exilio, a los que luego habría que sumar, tras la inopinada muerte de O’Donnell, la de los generales unionistas, aunque estos mantuvieron hasta el final sus propios planes y candidatos al trono. De esa forma, el camino parecía despejado, en lo esencial, para que los conspiradores triunfaran en el doble envite del pronunciamiento de la armada, en Cádiz y la batalla de Alcolea, en septiembre de 1868.

Se abre así la fase del Sexenio Democrático, muy necesitada de un esclarecimiento del papel jugado por el político soriano y por el sector del progresismo que él representaría más cumplidamente, como se vería en su gestión en el Ministerio de Fomento, una cartera en la que entraban asuntos de un calado social incuestionable tales como la educación, la industria, el comercio o las obras públicas donde aplicaría, con notable denuedo, una línea desreguladora y de demolición de monopolios, como los del Estado o la Iglesia, contando, por lo que respecta a la instrucción pública, con el respaldo doctrinal aportado por el krausismo. Mediante todo ese conjunto de medidas, Zorrilla se erigió, dentro del Gobierno, en el mejor intérprete de los anhelos de cambio traídos por la Revolución de Septiembre, si bien, en lo que respecta al plano educativo, pronto se dio cuenta de que la responsabilidad del Estado era esencial, de cara a extender la ilustración entre los españoles y edificar una nación democrática.

Jugó también un papel nada desdeñable, junto con Prim, en la búsqueda de un rey y a ese respecto el empeño de Zorrilla por lograr la aceptación del rey de Portugal frente a los intentos unionistas de sentar en el trono a Montpensier marcaba una frontera política entre quienes querían hacer realidad una monarquía democrática y aquellos que buscaban reforzar sobre todo el papel de contención de los avances de la ciudadanía que el monarca podía simbolizar. De cualquier modo, y en torno a este grave asunto, comenzaron a aparecer fisuras en el seno de la quebradiza coalición monárquico-democrática, especialmente entre el sector progresista y el unionista. Es revelador que los primeros recurrieran ya al término «radicales», para subrayar su identidad política y diferenciarse del resto.

Ese pulso entre radicalismo y unionismo fue emergiendo cada vez más en lo sucesivo, condicionando incluso las posiciones de otros actores políticos, como los republicanos. En todo ello, Zorrilla, apoyado por las bases populares del partido, jugó fuerte sus bazas que iban en el sentido de aproximarse y hasta fundirse con el grupo cimbrio, de Rivero y Martos, y ahondar en la falla que les separaba del unionismo. Por otra parte, sus nuevas responsabilidades al frente del Ministerio de Gracia y Justicia —ya en el verano de 1869— le permitieron exhibir una línea de firmeza respecto del clero y del episcopado ultramontano, que reforzaron su prestigio entre los socios de la Tertulia (o tertulias, una forma de organización del partido, mediante la cual Zorrilla buscaba superar los esquemas oligárquicos de la política censitaria).

Eso no quiere decir que la conciliación, que mantenía formalmente unidos en las tareas de gobierno a unos y otros, no se mantuviera, pero diversas votaciones parlamentarias anunciaban claramente la división de la mayoría en dos bloques, al tiempo que los trabajos para organizar al Partido Radical constituían una invitación a los conservadores para que se organizaran a su vez en una formación política diferenciada. Pues bien, Zorrilla, a la sazón, presidente de las Cortes, fue quien asumió la dirección de este proceso del lado radical que no agradaba, sin embargo, a todos los progresistas, ya que el sector afín a Sagasta no era partidario de la unión con los cimbrios ni de la profundización en las reformas democráticas desde la presidencia de la cámara popular que estaba favoreciendo el que pronto iba a ser su antagonista. Y no cabe pasar por alto la posición destacadísima que asumió Zorrilla en el proceso de elección por las Cortes de la candidatura de Amadeo de Saboya, en noviembre de 1870.

El fallecimiento de Prim forzó el mantenimiento de la conciliación, a la que recurrió el nuevo rey al encargar a Serrano la formación de nuevo Gobierno, en el que entró Zorrilla, quien procuró convencer al exregente para que asumiera el liderazgo del partido reformista dentro de la monarquía, si bien el interpelado rehusó al entender que el nuevo régimen debería consolidarse sobre unos presupuestos conservadores. Pero el mantenimiento del bloque monárquico-democrático, en ausencia de Prim, era prácticamente imposible pese a los deseos de Amadeo, y los acontecimientos se precipitaron en el mes de julio de 1871, con la dimisión de Zorrilla y otros ministros radicales y la oposición de la Tertulia (de la que era el presidente) al nuevo Gobierno que pretendió formar Serrano sobre unas bases declaradamente conservadoras. El deslinde de campos que se venía reclamando por el sector radical parecía ya un hecho y el rey rectificó, encargando a Zorrilla la formación de Gobierno, contando con la benevolencia de los federales y con la pretensión de demostrar que la profundización en las instituciones y garantías democráticas era compatible con el mantenimiento del orden público. Se inició así una interesante etapa de gestión exclusivamente radical, abriéndose la posibilidad de que la monarquía democrática pudiera asentarse sobre la base de un sistema bipartidista como el propio Zorrilla pretendía.

La difícil posición de Sagasta y las líneas de división en el seno del antiguo progresismo se clarificarían con motivo de la elección de nuevo presidente de las Cortes, para la que el Gabinete proponía a Rivero, quien hubo de competir, precisamente, con Sagasta, apoyado por los llamados fronterizos de la Unión Liberal, imponiéndose este último por un estrechísimo margen, lo que llevó a Zorrilla a presentar su dimisión. A pesar de los intentos de recomponer la unidad del progresismo, ya no fue posible, pero probablemente a Ruiz Zorrilla no le importaba demasiado pues ello lo vería como un requerimiento obligado con vistas a forzar la aparición de un esquema bipartidista. De fondo lo que había era la voluntad del sector radical de dar el paso del liberalismo avanzado al democrático y la negativa del sector sagastino a franquearlo. Un paso, por parte de los primeros, que no les situaba muy lejos del republicanismo, a pesar de que con él el jefe radical lo que se proponía todavía era contribuir a la ampliación de las bases del régimen monárquico según las pautas fijadas en la Constitución de 1869.

Los desencuentros entre uno y otro campo se volvieron cada vez más profundos a lo largo de 1872, como la incomodidad del rey, y a este respecto, el retorno al poder de Zorrilla, en el mes de junio de 1872, no sirvió para estabilizar al régimen, a pesar de que durante este nuevo mandato se pudo visibilizar mucho mejor el carácter reformista y avanzado que podía imprimir al país un Gobierno radical en materia de quintas, de abolición de la esclavitud, de orden público, etc. Tampoco ayudó a esa consolidación la escasa o mala voluntad por parte de sus oponentes políticos a la hora de formar el partido conservador de la dinastía con el que teóricamente poder turnar. Es cierto que en el lado radical el dinastismo de sus adeptos se entibió extraordinariamente, con lo que la posibilidad de la república se volvía mucho más factible (de hecho, el sector de Rivero, laboraba ya con ese objetivo). Cosa que ocurrió, como es sabido, después de la conjura de los negreros, a propósito de la proyectada abolición de la esclavitud en Puerto Rico y del conflicto con los artilleros, que prepararon el terreno para la abdicación del monarca.

Coherentemente con su compromiso con la monarquía (pero también, por cálculo), Ruiz Zorrilla optó por desaparecer de la escena política española tras el once de febrero de 1873, mientras sus antiguos compañeros del Partido Radical, conversos o de vuelta al republicanismo, intentaban imponer un tipo de régimen que no se parecía en nada al que proyectaban los federales y que tampoco era aprobado por Zorrilla, el cual, después de un prolongado silencio, hizo algunas declaraciones ya en España, en agosto de 1874, en sentido republicano considerando ahora que dicho régimen era el más apto para defender las conquistas de la Revolución de Septiembre. Con ello se ganó las simpatías de buena parte del espectro político republicano y, triunfante el golpe de Martínez Campos, empezó a conspirar, configurándose ya como el enemigo más temible de la dinastía borbónica recién reinstaurada en el trono. No es extraño, entonces, que Cánovas lo expulsara de modo fulminante de España en febrero de 1875.

Ruiz multiplicó su actividad política y conspirativa contra el régimen canovista desde que se instaló en París, de forma que a la altura de 1884 se contabilizaban nada menos que diecinueve tentativas insurreccionales promovidas por él, lo que habla de su incansable actividad y de su tenacidad. Esa opción por la vía insurreccional no supuso, sin embargo, que se desvinculara de los antiguos radicales (como Martos, Rivero, Montero Ríos), que en principio tampoco aceptaron dicho régimen, todo lo contrario, al igual que mantuvo contactos estrechos o, incluso, alianzas con los dirigentes del fragmentado republicanismo del último tercio del siglo xix, con Salmerón en particular; o que descuidara la articulación de partidos políticos que defendieran su programa en el terreno legal, como el Partido Democrático Progresista, que experimentaría una grave fractura a finales de 1881 al separarse el sector de Martos y Montero Ríos, benevolente con la monarquía. Es significativo que al año siguiente Zorrilla pusiera en pie la Asociación Republicana Militar, que logró captar bastantes simpatías entre ciertos sectores del Ejército, y que le sirvió para poner en marcha los conatos de 1883, 1884 y 1886, que pusieron de manifiesto que la opción insurreccional no era todavía algo caduco o anacrónico, como algunos historiadores han sostenido.

En el trasfondo de la ruptura del partido se hallaba la orientación social, más avanzada, que ya Ruiz Zorrilla había impreso a su manifiesto de 25 de agosto de 1876, así como su deseo de tender puentes hacia los federales, pese a que su concepción de la república era poco afín a la sustentada por Pi y Margall. Aunque Zorrilla asumió posteriormente posiciones más moderadas en función de sus cambiantes alianzas políticas, lo cierto es que se singularizó dentro del campo ideológico republicano por su reformismo en materia social, similar al que en las últimas décadas del siglo defendían políticos europeos que eran amigos suyos, como los republicanos franceses. Esa evolución ideológica, unida a su laicismo y a un énfasis en la moralidad que contrastaba con la corrupción administrativa y el caciquismo de la Restauración, le convirtieron en el político español con más títulos para reclamar la herencia democrática del Sexenio.

Es obvio que Ruiz Zorrilla no logró ver realizado su sueño de instaurar la república en España, aunque lo intentó prácticamente hasta los últimos días, permaneciendo en el exilio —lo que alimentaba su figura de opositor irreductible y agigantaba su talla política a la altura de un Mazzini, un Kossuth o un Ledru-Rollin— hasta 1895, momento en el que enfermo y abatido por la muerte de su esposa fue traído a España por sus correligionarios para fallecer en Burgos en junio de aquel año.