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De un tiempo a esta parte, la historiografía española está dando muestras de un grado de internacionalización notable. Nuestros historiadores, desde luego los más jóvenes, pero también no pocos veteranos, salen cada vez más al extranjero, publican en inglés, se mueven con facilidad en los ámbitos de otras historiografías, asisten a congresos internacionales e incluso se forman en universidades de más allá de nuestras fronteras. Al lado de todo ello, el síntoma quizás más relevante de esa internacionalización es que nuestros historiadores se atreven también cada vez más con temáticas ajenas a la historia nacional. Es ahí donde surgen los nombres, entre otros, de Francisco Veiga, Ferran Gallego, Xosé Manuel Núñez Xeixas, Diego Palacios Cerezales o José María Faraldo, por mencionar solo algunos de los que se encuentran a caballo entre los cuarenta y los cincuenta años. En esa banda se sitúa también Julián Casanova, todo un clásico ya de nuestra historiografía, desde hace mucho tiempo empeñado en abrillantar con enseñanzas y aires ajenos nuestra disciplina.

Profesor visitante en la Central European University de Budapest desde hace seis años, sin duda tal circunstancia refleja la vocación de internacionalización apuntada en Julián Casanova, aunque sus raíces son muy anteriores. De ahí partió sin duda la publicación de su ensayo Europa contra Europa (1914-‍1945) en 2011. De ahí arranca ahora, igualmente, su magnífica síntesis sobre las revoluciones rusas de 1917, aparecida bajo el tan sugestivo como sintomático título de La venganza de los siervos, un volumen que ha aterrizado en nuestras librerías al tiempo que lo hacían sobre el mismo objeto de estudio otros inspirados también por autores españoles: los citados Francisco Veiga (Entre dos octubres, Alianza, 2017, en coautoría con Pablo Martín y Juan Sánchez) y José María Faraldo (La Revolución rusa. Historia y memoria, Alianza, 2017).

A la voluntad de trascender el perfil castizo del contemporaneísmo español, se une en Casanova el objetivo explícito de acceder a un público amplio, saltando sobre el estrecho círculo de los especialistas. Porque nuestro autor considera, cargado de razón, que la historia de calidad debe superar el ámbito estrictamente universitario, para evitar dejarla en manos de publicistas, aficionados y polemistas de vía estrecha, con todas las consecuencias negativas que ello comporta. Toda esta formulación se trasluce en el libro que aquí se comenta, como ya se ensayara igualmente en la Historia de España del siglo xx (Ariel, 2010), publicada al alimón con Carlos Gil Andrés. En virtud de ese objetivo se entiende la apuesta de Julián Casanova por los libros breves escritos en un lenguaje claro y asequible, sin detrimento de su trasfondo riguroso y el sostenimiento en un marco teórico siempre sugerente y nutrido con el afán de nuestro autor por estar al día de las novedades bibliográficas que la investigación va aportando.

Así pues, no estamos ante una mera síntesis de divulgación aprovechando el centenario de aquel acontecimiento. Estamos ante un libro que se plantea una revisión de lo que se ha escrito hasta ahora aprovechando las aportaciones de la «generación» de historiadores que han construido sus relatos con posterioridad a la desintegración de la Unión Soviética en 1991, cuyas visiones ya no serían deudoras de la confrontación teórica inserta en la lógica de la Guerra Fría. Autores como S. A. Smith, Ch. Read, Peter Holquist o Rex Wade. Lo cual no conduce a Casanova a desatender las enseñanzas de los grandes clásicos de la sovietología, especialmente de los que todavía están plenamente vigentes, como R. Pipes, O. Figes o R. Service. La misma inclusión de Pipes entre sus inspiradores, un historiador de querencias conservadoras, pero plenamente reconocido como uno de los grandes expertos en la Revolución rusa, demuestra la apertura de miras del historiador aragonés en un territorio donde el sectarismo, la confrontación ideológica o la reivindicación política del fenómeno bolchevique todavía se percibe en algunos historiadores e intelectuales en general.

La sombra de Pipes se palpa, por ejemplo, en el tratamiento que ofrece Casanova de la brevísima experiencia de la Asamblea Constituyente, ese embrión parlamentario yugulado por orden de Lenin a las veinticuatro horas de su inauguración. Su distanciamiento del historiador norteamericano, en cambio, se vislumbra en su resistencia a definir como «totalitario» el régimen surgido del golpe de Estado de octubre, al que ubica en las definiciones, sin duda más vagas, de «dictadura de un solo partido» o «primera dictadura moderna del siglo xx», lo cual no es decir precisamente mucho. Con respecto al putsch de los bolcheviques nuestro autor sí admite esa calificación para los acontecimientos de Petrogrado, enfatizando por el contrario que sí se puede hablar con propiedad de «revolución» para entender la inversión del poder que se produjo en los frentes a cargo de los soldados que se rebelaron contra la oficialidad zarista.

Pero Julián Casanova muestra sobre todo querencia por la historia social, de ahí que priorice tal enfoque en el análisis de aquellos acontecimientos que cambiaron la historia de la humanidad. Un auténtico cataclismo producto de una «crisis continua» consecuencia del impacto que tuvo la Gran Guerra en la sociedad tradicional rusa, de la que se derivó a su vez una «crisis de autoridad» decisiva para comprender su derrumbamiento y la emergencia de un nuevo orden social. Los protagonistas de esta historia, en consecuencia, son sobre todo protagonistas colectivos, y por ello el libro se centra en el año 1917, a caballo entre los dos momentos insurreccionales claves, febrero y octubre, porque fue entonces cuando la acción de «las masas» resultó decisiva, no tanto después. Así, a diferencia de lo que se ha planteado habitualmente, no estamos ante un relato construido en virtud del triunfo posterior de los bolcheviques proyectado retrospectivamente. De hecho, en el recorrido que se hace en el libro por los primeros ocho meses del proceso revolucionario los bolcheviques aparecen muy poco, como un actor más entre muchos, y no precisamente el más importante, por más que su peso fuera creciendo notablemente con el paso del tiempo. Pero ni siquiera después de octubre eran todavía la fuerza principal, como bien reflejó el número de delegados que obtuvieron en las elecciones para la formación de la Asamblea Constituyente, apenas 170 sobre un total de 705.

Se entiende, pues, que, sin desdoro de los liderazgos individuales, que también se tienen en cuenta, los protagonistas principales en el «caleidoscopio de revoluciones» que coincidieron en el tiempo fueran gentes anónimas sin una adscripción política bien definida: campesinos, soldados, obreros industriales, nacionalistas periféricos y mujeres, muchas mujeres, lo cual constituye toda una novedad enfatizada por nuestro historiador, así como un acierto metodológico haberla atisbado. Todos estos actores constituían la expresión de la «otra Rusia» que, en medio de la tragedia de la guerra y sus terribles consecuencias, alzó su voz frente a la Rusia tradicional, la de la familia real, la nobleza, la Iglesia y la jerarquía militar; esto es, las fuerzas que habían monopolizado el poder durante trescientos años. Se aprecia en Casanova cierta fascinación por esas «masas» que, al albur de la oportunidad que se les presentó tras provocar la caída de los Romanov, pusieron en marcha una suerte de «democracia popular», representada en «el poder de los soviets», instrumentalizados hábil y cínicamente por los bolcheviques, hasta que decidieron que había que abortar la experiencia cuando dejó de responder a sus intereses y objetivos.

La fidelidad por los análisis de clase, sin embargo, no conduce a Casanova a incurrir en enfoques sociológicos de cortas miras. De hecho, la influencia que la historiografía anglosajona ha tenido desde antiguo en su formación como historiador se percibe en todas las páginas de esta pequeña gran obra. De ahí que la perspectiva social se combine en el relato con la mirada a los individuos relevantes cuando se considera razonablemente oportuno; de ahí también el gusto por la narración y su fuerza expresiva, lo que le aleja de los análisis sociológicos o culturalistas plúmbeos apegados a lenguajes abstrusos; de ahí, en fin, el gusto por el fundamento empírico para conferir solvencia a su construcción, alejándose con ello de todo ejercicio especulativo.

La venganza de los siervos, excelente ejemplo de la internacionalización experimentada por nuestra historiografía en los últimos veinte años, constituye en definitiva una libro que habrá que tener en cuenta a partir de ahora, que agradecerán tanto los especialistas, como los estudiantes universitarios y el gran público. Una vez más, Julián Casanova ha confirmado su ubicación en la vanguardia de la historiografía española, con impactos de reconocimiento foráneo comprobados. De la misma forma, ha reafirmado su incontestable liderazgo dentro de la historiografía aragonesa, donde ha venido a ocupar el lugar dejado por Juan José Carreras, con la diferencia de que el alumno ha superado con creces al maestro por la enjundia y extensión de su producción. Y todo eso lo ha logrado en silencio y sin alharacas, con rigor y con calma, mirando en esta ocasión a un magno acontecimiento que sacudió a Rusia y al mundo entero hace exactamente cien años.