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SUMARIO

  1. Bibliografía

Las relaciones del cine de terror contemporáneo con los síntomas del malestar político son uno de los territorios más excitantes y urgentes en el pensamiento de nuestros días. Desde los estudios seminales de Robin Wood (Wood, R. (2003). Hollywood from Vietnam to Reagan- and beyond. New York: Columbia University Press.2003) —un francotirador queer que pasó de la guardarropía de la teoría del autor al sector más incisivo de los Estudios Culturales—, hemos ido tomando conciencia progresivamente de los complejos mecanismos de mostración con los que los relatos de terror sirven, a veces de manera contradictoria, como sibilinas cargas de profundidad en el sistema capitalista o, a la contra, como aleccionadoras fábulas neocon.

Lo cierto es que la cartelera, año tras año, ha regresado a dos territorios, dos motivos fílmicos —a veces, incluso, cruzándolos— con insistente desesperación. El primero es el de las casas encantadas (Curtis, B. (2008). Dark places: The haunted house in film. London: Reaktion Books.Curtis, 2008) o, en su más reciente advocación, las llamadas home invasion movies (Navarro, A. J. (2016). El imperio del mal. El cine de horror norteamericano post-11S. Madrid: Valdemar.Navarro, 2016), películas tras las que no es muy difícil rastrear el contorno homicida de la burbuja inmobiliaria, la inminente amenaza del desahucio —las víctimas de las nuevas maldiciones arquitectónicas no pueden mudarse y escapar del fantasma (¿de la pobreza?), simple y llanamente, porque no tienen dinero— y, por supuesto, de ese crédito subprime/cementerio indio que las familias del capitalismo tardío (o cosa similar) tienen enterrado debajo del salón, el dormitorio y la cocina familiar.

El segundo, más complejo si cabe, es el del zombi. Los propios autores del libro que nos ocupa lo sugieren en su prólogo: el zombi es un motivo inevitable de nuestro tiempo, pero a la vez, paradójicamente, es un objeto de estudio en absoluto cambio —«resilente» o «líquido», como gustarían de decir los nuevos lenguajes de dicharachera motivación empresarial—. De ahí que generar una morfología sobre sus diferentes advocaciones o una taxonomía sobre sus usos y costumbres hubiera resultado, además de inútil, mortalmente aburrido.

Por ello, los autores realizan una aproximación al sesgo, casi impresionista, sobre los diferentes territorios políticos en los que el zombi queda manifestado como el receptor de un cierto gesto, un cierto ejercicio del poder (los lager, la altiplanicie de Atacama, los territorios internacionales del hambre, pero también las empresas, las corporaciones), así como sobre las técnicas de control y reinserción que se practican sobre sus pensamientos, sus usos y sus costumbres. En la propuesta de Díaz y Meloni, el zombi es plural, poliédrico, tiene al mismo tiempo historia y memoria (la suya y la de los otros, la de su cotidianeidad y la de sus muertos), pero también cuerpo, lenguaje. El zombi tiene hambre, pero a veces intuye que ese hambre es hambre de otro, o a veces a la contra, se descubre siendo comido en un bucle que se pliega sobre sí mismo. El zombi quiere ser normalizado porque el hambre de hombre que va paseando, película tras película, alimenta a su vez otros territorios no descritos que están en el envés del libro (los resorts, los interiores de los coches de lujo y los spas, las habitaciones de las zombificadas señoritas y señoritos de compañía se contonean) y que serían, realmente, los auténticos espacios del terror contemporáneo.

El encaje de discursos sigue —no sin cierta ironía— el formato del alfabeto. Parece que los autores están jugando a la vez a crear un cierto archivo —figura mayor, como es sabido, del pensamiento crítico artístico que nos precede, de Derrida a Boltanski—, pero al mismo tiempo, un cierto método de lectura. Ciertamente, el alfabeto es la técnica privilegiada por la que hemos recibido una cierta manifestación del lenguaje y, por ende, por la que hemos construido nuestra perspectiva del mundo. El alfabeto es recibido como caja de herramientas y, posteriormente, se olvida a toda velocidad para ocultar su dimensión concreta detrás de las palabras que se conforman. La ejemplificación de cada letra con un concepto determinado es una técnica que el cine, por cierto, también ha conectado con las distintas escrituras del horror, como muestra el desigual pero estimulante díptico The ABCs of Death (2012 y 2014) en el que, por supuesto, no faltan todo tipo de zombis. Díaz y Meloni no prescinden de su herencia deleuziana, tanto al situarle en el pórtico del libro junto a Guattari, como por hilvanar de nuevo las relaciones entre aprendizaje del lenguaje y violencia (Deleuze, G. y Parnet, C. (1980). Diálogos. Valencia: Pre-textos.Deleuze y Parnet, 1980).

Este alfabeto, por tanto, nos enseña a leer, si bien lo hace precisamente en dirección contraria. Algunos términos están diseñados con un desgarrador humor negro (inteligencia emocional, vampiros, centro comercial), otros entablan diálogos más o menos explícitos con textos concretos de la cultura popular (woodbury) o se internan por coordenadas eminentemente filosóficas (nuda vida, biopolítica o ser ante la muerte). El desmesurado cambalache de referencias manejadas jamás acaba convertido en una pedantería de baratillo o en ese denso pastiche/mejunje de guiños a la cultura pop con la que de un tiempo a esta parte cierta filosofía «divulgativa» parece garantizar la novedad de su pensamiento. Muy al contrario: los autores no son convocados sino para ser pensados —en muchas ocasiones, como ocurre con el Heidegger de la entrada «obsolescencia programada», a la contra y con una deliciosa elegancia—, y las películas o las series no son introducidas sino porque, realmente, hay algo que decir sobre ellas.

Ese «algo que decir» acaba generando, cuando se clausura la lectura, una extraña e intensa sensación de desazón. Quizá los autores hubieran tenido que planificar en la letra X una entrada en el archivo «eXit» capaz de servir como manual de instrucciones o como propuesta para calmar el hambre, el paso patizambo, ese gesto entre el aburrimiento y la incredulidad que nos hermana un poco a todos cuando paseamos por los mercados del ocio. Después de todo, lo apuntan en varios lugares del libro: nada peor que el zombi domesticado, adormilado, incluso convencido de que no es un zombi. Nada peor, en suma, que el zombi que se mira al espejo absolutamente maravillado de su aparentemente innegable condición de humano.

Bibliografía[Subir]

[1] 

Curtis, B. (2008). Dark places: The haunted house in film. London: Reaktion Books.

[2] 

Deleuze, G. y Parnet, C. (1980). Diálogos. Valencia: Pre-textos.

[3] 

Navarro, A. J. (2016). El imperio del mal. El cine de horror norteamericano post-11S. Madrid: Valdemar.

[4] 

Wood, R. (2003). Hollywood from Vietnam to Reagan- and beyond. New York: Columbia University Press.