RESUMEN

El trabajo toma como pretexto dos biografías políticas que sintetizan el debate intelectual sobre el futuro del socialismo inglés durante el siglo xix, para revisar un período que se extiende desde la emergencia del primer partido que se autodenomina a sí mismo «socialista» (1881) hasta la publicación de los Fabian Essays (1889), cuando las ideas colectivistas provocan un cambio generacional en la Sociedad Fabiana que será determinante para comprender la posterior aparición del Partido Laborista. Concluimos que la tradición del socialismo inglés no descansa únicamente en su apuesta por la determinación de las relaciones de producción en las decisiones políticas, sino en la defensa de un conjunto de valores que no son exclusivos de una tradición ideológica, sino que se presentan —al menos en alguna forma o grado— entrelazados y dispersos por el ambiente intelectual de este período.

Palabras clave: Historia del pensamiento político; historia intelectual; socialismo inglés; reformismo inglés; Henry M. Hyndmann; Henry George.

ABSTRACT

This work draws from two political biographies to summarize a moment in the intellectual debate about English Socialism during nineteenth century, to review a period that it goes from the emergence of the first party self-identified as “socialist” in the country, in 1881, to the publication of Fabian Essays, in 1889, when collectivist ideas drive a crucial generational change in the Fabian Society, central to understand the emergence of the Labour Party. We suggest that the English Socialist tradition is not based solely in a position about the coupling between the relations of production and political decision-making, but also in the championship of a number of values that are not exclusive of a particular ideological tradition, but are somehow visible in the intellectual environment of the period.

Keywords: History of political thought; intellectual history; English socialism; English reformism; Henry M. Hyndmann; Henry George.

Cómo citar este artículo / Citation: Aguirre, F. (2018). Reformadores antes que marxistas. Henry M. Hyndman y Henry George: dos biografías intelectuales durante la década prodigiosa del socialismo inglés (1880-‍1890). Historia y Política, 39, 171-‍201. doi: https://doi.org/10.18042/hp.39.07

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SUMARIO

  1. Resumen
  2. Abstract
  3. I. INTRODUCCIÓN
  4. II. LA SOCIALDEMOCRACIA MARXISTA DE HENRY MAYERS HYNDMAN
  5. III. LA REFORMA AGRARIA Y EL SOCIALISMO: SINGLE TAX GEORGE
  6. IV. EPÍLOGO. REFORMADORES ANTES QUE MARXISTAS
  7. Notas
  8. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN[Subir]

El mismo año en que una reforma de la educación pública

Foster Education Act.

‍[1]
se disponía a desparramar por todo el país las primeras escuelas elementales y cuando otra reforma, la electoral de 1867, había ampliado el número de electores entre los trabajadores urbanos, sentando las bases legales para los famosos seis años dorados de las reformas sociales conservadoras de Disraeli, A. V. Dicey, en su clásico Law and Public Opinion in England during the Nineteenth, describe la década de 1870 como la del fin del individualismo y el comienzo del colectivismo ‍[2].

Efectivamente, a partir de 1870 los dos grandes partidos tradicionales ensayaron todo tipo de reformas progresivas en la legislación laboral y electoral, en respuesta a las condiciones económicas y las nuevas demandas sociales. Mientras Randolph Churchill (1849-‍1894) lideró un cierto resurgimiento de la llamada tory democracy, que pretendió acaparar la atención del electorado trabajador mediante la profundización de las reformas políticas de Disraeli, por el lado liberal, Joseph Chamberlain se granjeó el respeto del mundo del trabajo con su famoso socialismo de gas and water, en Birmingham, municipalizando algunos servicios básicos e implementando un vasto programa de aseo y limpieza de la ciudad, que incluyó el desarrollo de áreas verdes y la construcción de bibliotecas públicas. Miembro electo del Parlamento en 1876, el político liberal reorganizó una casi olvidada National Liberal Federation que a partir de entonces procuró canalizar el apoyo adormecido de los clubes radicales en un intento de modernizar la anquilosada ideología Whig ‍[3].

Mientras una fracción del Partido Liberal comenzaba a abandonar el trasnochado laissez-faire para acercarse a la moda del intervencionismo estatal, la ortodoxia intelectual del liberalismo comienza a sentir los ecos del idealismo alemán y del positivismo francés, al tiempo que el amargor del disentimiento interno. El propio John St. Mill había dejado una herencia inquietante, preñada de insinuaciones socialistas y de críticas a la política económica clásica. Había escrito que la inevitable extensión de la democracia política estaba indisolublemente unida al cuestionamiento de los privilegios económicos y sociales de antaño. La década de 1880 revistió las insinuaciones de Mill con un contenido más ideológico.

Este decidido cuestionamiento intelectual de la ortodoxia liberal se presenta con una triple perspectiva; filosófica, jurídica y económica. En filosofía, la escuela idealista de los discípulos oxfordianos de T. H. Green, F. M. Bradley, B. Bosanquet y L. T. Hobhouse hunde sus raíces en Hegel para tratar de abordar la superación de la dicotomía liberal tradicional entre el individuo y el Estado, proponiendo un nuevo concepto de «individualidad» coherente con la idea de un sistema social integrador. Solamente la vida en comunidad da sentido a lo individual, creando las condiciones para el desarrollo de la personalidad e invistiéndola de libertades, derechos y deberes ‍[4].

El segundo golpe se presenta bajo la forma de una controversia jurídica en la que tomarán parte importantes intelectuales conocedores de la obra de Comte y Gierke. El positivismo comteano fue popularizado en Inglaterra por Edward Beesly y Frederic Harrison, y su afinidad con el socialismo ya ha sido estudiada pormenorizadamente ‍[5]. Lo que nos interesa destacar aquí es la enorme influencia que este paradigma tiene para dotar de un nuevo impulso a la historia de la jurisprudencia durante estos años, apoyado además en la impronta del darwinismo social, en especial tras la aparición del trabajo de Henry Maine Ancient Law en 1871. El positivismo facilitó una aproximación menos deductiva a la evolución histórica del derecho, otorgando menos importancia a la ley natural y a los derechos naturales derivados de la concepción clásica, al tiempo que permitía un estudio histórico positivo de los hechos del derecho y de la evolución de la legalidad. El método de Maine era, esencialmente, histórico-comparativo, procurando abordar la configuración política de las sociedades en función de sus estructuras y marcos legales, comparándolas con otras sociedades en semejante estadio de evolución. El resultado fue, como cabría suponer, una visión más dinámica pero igualmente conservadora del cambio social ‍[6].

Sin embargo, este método podía muy bien usarse con otro objetivo. Un ejemplo de ello es la obra F. W. Maitland, quien siguiendo las especulaciones del jurista alemán Gierke adopta el concepto de real responsability y del origen espontáneo del «grupo», para, esta vez apoyándose en sus propias especulaciones, sostener que algunos de estos colectivos sociales —como las Iglesias y los sindicatos— poseían derechos históricos inherentes que no necesitaban el reconocimiento del Estado para ser ejercidos con toda justicia ‍[7].

En economía, el abuso y las simplificaciones intelectuales que se cometieron en la utilización del término individualismo reciben en esta época una serie de golpes casi mortales. En unas condiciones económicas muy diferentes a las que vio triunfar el laissez-faire, la política económica liberal debió encajar las críticas adicionales que provocaron los cambios económicos estructurales y la pobreza crónica. Y si la impotencia intelectual del liberalismo económico y la caída del Gobierno fueran poco, finalizando la década de 1870 —más marcadamente durante toda la década de 1890— la nueva versión del concepto de «utilidad marginal» mostraría la incomodidad de algunos «nuevos» liberales con la teoría clásica y la necesidad de buscar un nuevo horizonte teórico ‍[8].

Pero, a pesar de lo apuntado más arriba, pocos podrían afirmar que Green, Maitland o Wicksteed fueran personajes populares y reconocidos por la gran mayoría de los socialistas, que preferían la propaganda contra el industrialismo a compartir las vicisitudes teoréticas del idealismo, la fútil promesa del positivismo o las todavía vagas críticas de los marginalistas. Eran Coleridge, Carlyle, Ruskin o el propio William Morris quienes cumplían este perfil intelectual propagandista, expresado en un tono educado no en las aulas de las mejores universidades, sino en el fragor de la práctica política por la conquista de la opinión pública, utilizando la literatura y los medios de prensa dirigidos a la clase media y trabajadora. Especialmente, John Ruskin fue en ese momento el intelectual más solicitado, a quien todo buen periodista se veía obligado a citar. Sus ideas y teorías estrafalarias sobre el trabajo, su odio visceral contra el laissez-faire y sus experimentos cooperativos en Sheffield hacían de él un moralista provocador, mucho más atractivo y comprensible al oyente socialista que la mayoría de sus coetáneos ‍[9].

A partir de 1879 los debates sobre el incierto horizonte del comercio internacional y la discusión sobre el proteccionismo muestran hasta qué punto la opinión pública ha perdido la confianza en la política económica tradicional. La prestigiosa Quarterly Review habla abiertamente de la necesidad de un nuevo paradigma económico

The Quarterly Review (1879): 183. British Library of Political and Economic Science (BLPES).

‍[10]
, y en el período que va de 1879 a 1881 los analistas políticos se encuentran enfrascados en debates teoréticos. T. E. Leslie comienza su estudio sobre la «teoría de renta» del economista norteamericano Henry George; John Rae publica una serie de artículos sobre la Escuela Económica Alemana de Schmoller y Roscher, la teoría de Lasalle, Marx y los jóvenes hegelianos; el conservador W. H. Mallock escribe sobre nuevos movimientos y modas sociales y H. M. Hyndman publica sus opiniones sobre la inevitable revolución que se avecina en las islas británicas

La mayoría de estos trabajos aparecen en el período comprendido entre 1879 y 1881, en las publicaciones londinenses de mayor circulación: Contemporary Review, Fortnightly Review y Nineteenth Century, en British Library of Political and Economic Science (BLPES).

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La década crítica del liberalismo dio paso al denominado por algunos «renacimiento socialista» ‍[12]. Una década que hace gala de un vasto eclecticismo intelectual, que incluye la tradición del owenismo cooperativo, la interpretación socialista de la economía ricardiana, la condenación místico-romántica del capitalismo, el utilitarismo renovado por John St. Mill y las primeras lecturas de los trabajos de Marx y Engels, que comenzaban a llegar a Inglaterra en su versión francesa.

Las razones que explican este «renacimiento» están, sin lugar a dudas, marcadas también por las circunstancias económicas cambiantes provocadas por la gran depresión (1873-‍1896), su incidencia en el desempleo y en la condición miserable en la que se encontraban algo más de dos tercios de los habitantes de las islas británicas. Una crisis que, como a sus coetáneos liberales, afectó también a muchos socialistas de esta década que provenían de una clase media asalariada londinense, muy ligada al sector profesional de los servicios y la administración pública. A excepción de nombres como Hyndman, Morris, Bland, Annie Besant y Champion, quienes recibieron sustanciosas herencias que sirvieron para financiar las organizaciones y el aparato propagandístico del socialismo, la mayoría de ellos fueron abogados, miembros del servicio civil, periodistas, arquitectos, artistas, escritores y trabajadores sociales, volcados hacia su nuevo espacio natural: la opinión pública ‍[13].Todos participaron muy activamente en la emergencia de una cultura política que vio nacer un sinfín de clubes de discusión, sociedades seculares y asociaciones políticas de distinto ámbito ideológico, que constituyen un fiel reflejo del éxito de estas nuevas clases medias en acercar su manera de entender la política a las instituciones tradicionales, a los círculos parlamentarios y a los cuarteles generales de los grandes partidos y de la prensa londinense. Coincidían con los liberales en el diagnóstico sobre las dificultades económicas del imperio, pero, como anunciaba un columnista del Times, se hacían eco también del fin de una década marcada por el «infortunio» y la «depresión» económica, causante de la miseria endémica que parecía asolar al sector trabajador de la industria y del comercio en las grandes urbes metropolitanas e invitando a liberales y radicales a liderar este deterioro intelectual del mundo trabajador y revertir su condición, «educándoles para comprender las desventajas de su posición» y de esta manera «dirigirles» ‍[14].

Como veremos, las ideas y los valores con que el socialismo inglés plantea su crítica a la sociedad industrial difícilmente podrían ser considerados excepcionales en la escena política inglesa de fines del siglo xix. Mientras que uno de los pilares ideológicos del conservadurismo está cimentado, precisamente, en el rechazo a los valores del individualismo moderno, enfatizando la necesidad de reformas radicales para su encauzamiento dentro de la tradición moral británica, el liberalismo político apostará por una indisimulada crítica a las instituciones políticas tradicionales y a la no menos tradicional distribución de la riqueza y del privilegio ‍[15].

II. LA SOCIALDEMOCRACIA MARXISTA DE HENRY MAYERS HYNDMAN[Subir]

El profesor Willard Wolfe sugiere que este «renacimiento socialista» se inicia en enero de 1881, con la aparición de un artículo publicado en la revista Nineteenth Century —la publicación liberal más leída—, firmado por Henry M. Hyndman, que proclamaba a sus lectores el «despertar de una época revolucionaria» ‍[16]. El asombro y la incredulidad podría haber sido la primera reacción frente a esta proclama amenazadora, pues todavía para la gran mayoría de los lectores victorianos de este tipo de publicaciones el socialismo y las revueltas proletarias parecían algo superado tras los rebrotes ahogados del cartismo, por lo que, para muchos, no había conflicto social alguno capaz de oscurecer la bonanza que Chamberlain y sus correligionarios radicales aseguraban con el beneplácito de Gladstone.

Además, el artículo de Hyndman no podía ser un folleto revolucionario por varias razones. La más importante es que por aquel entonces el propio Hyndman apenas disimulaba una convicción ideológica comprometida con el radicalismo conservador educado en Eton, así como su profesión de intermediario financiero, ocupación que jamás abandonó pese a su crítica cada vez más apasionada de la sociedad industrial. Es indudable que, al menos en esta primera época, Hyndman es un producto intelectual de la tradición radical, pero de una parte de ella que hunde sus raíces en la aristocracia terrateniente que engrosará las filas de este radicalismo tory, muy diferente del profesionalismo radical de John St. Mill o Charles Bradlaugh. Un conservadurismo capaz de ver con simpatía tanto el cartismo como los movimientos independentistas continentales, al tiempo que defender el robustecimiento de la política imperial británica.

Hyndman provenía de una acomodada familia de la aristocracia colonial y no entró en contacto con el mundo radical hasta su paso por las aulas de Cambridge. En ese momento, su mirada al mundo del trabajo parece una estrategia para atraer la atención de estas nuevas clases, mientras que su defensa del imperio, su respeto por las instituciones tradicionales y la apuesta por un mejoramiento gradual de las condiciones sociales para los más desprotegidos hacen de su figura un prominente ejemplo de la democracia conservadora de fines de la década de 1870. Un tory con un profundo sentido paternalista de la función del Estado que comenzó a mostrar su antipatía hacia el liberalismo tan pronto como la cuestión irlandesa volvió a estallar en las manos del Gobierno de Gladstone y en el preciso instante en el que comienza a leer una versión francesa de El Capital ‍[17].

Haciendo gala de un indisimulado tono radical, el primer manifiesto de Hyndman, England For All, aunque demanda la necesidad de acometer la creación de un partido de clase proletaria —la naciente Democratic Federation—, apuesta también por una nueva ampliación del sufragio, una reforma constitucional que acortara la legislatura del Parlamento a tres años, el endurecimiento de la legislación contra la corrupción, la abolición de la Cámara de los Lores, un estatuto de autonomía para Irlanda y la nacionalización de la tierra. Toda una batería de medidas colectivistas muy familiares para cualquier radical y que apelaban al liderazgo moral de la clase media, en un tono positivista, en el que predominaba la necesidad de una vida social más armoniosa sobre la defensa de cualquier tipo de emancipación proletaria ‍[18].

Aunque para algunos el avance colectivista era preocupante, lo cierto es que la opinión pública parecía predispuesta a asumir que las reformas socialistas apoyadas por este nuevo radicalismo no implicarían cambios cualitativos en el sistema social. Para John Morley ‍[19], por ejemplo, era difícil olvidar las palabras y consejos de John St. Mill sobre el peligro de apoyar una completa reorganización de la economía, mediante la intervención compulsiva e indiscriminada del Estado. Se trata del mismo tono gradualista de Frederic Harrison, quien aconseja benevolentemente a la clase trabajadora poner toda su confianza en el poder legislativo del Estado como principal instrumento para combatir eficazmente la desigualdad. Un radical-liberal de corazón que hablaba del poder de la opinión pública para «moralizar» y regenerar el capitalismo, pero sin llegar a transformar el sistema de propiedad privada que lo sustentaba. Esta era la opinión también de Arnold Toynbee en 1882, cuando justificaba el apoyo radical al estatuto de autonomía para Irlanda de 1881: «The Radicals have finally accepted [escribe Tonybee] the fundamental principle of Socialism, that between men who are unequal in wealth there can be no freedom of contract» ‍[20].

La transición de Hyndman desde este conservadurismo democrático al marxismo, durante 1881, sucede entre su frustrada candidatura al distrito de Marylbone, en marzo de ese año, y sus actividades de oposición a las medidas coercitivas del Gobierno de Glandstone en Irlanda. Tuvo dos importantes experiencias durante este período. La primera, un encuentro con Disraeli que le revela la nueva alianza del partido conservador con la burguesía industrial que, a juicio de Hyndman, aleja a los tories del mundo del trabajo. La segunda, su amistad con el intelectual de origen alemán Rudolph Meyer, exsecretario privado de Bismarck y hombre influyente en los círculos socialdemócratas alemanes durante la década de 1870. Por boca de Meyer, Hyndman escuchó la primera versión sobre las obras de Marx, Lasalle y de Rodbertus. En especial, fue el encuentro con la obra de Lasalle, quien apela a la necesidad de vincular los intereses de los trabajadores a la tierra y la necesidad de una regeneración social protagonizada por un Estado intervencionista, la que espoleó el instinto social de Hyndman y sus primeros pasos socialdemócratas: «[…] the selfishness of the capitalist and the middle class should be controlled by the state in the interest of the bulk of the people» ‍[21].

La bonanza entre este conservadurismo «revolucionario» y el radicalismo no tardaría mucho en resquebrajarse. Durante el invierno de 1881, tras la aparición de un segundo manifiesto en el que denunciaba la locura y la hipocresía del Gobierno, inmediatamente la Federación de Clubes Radicales censuró públicamente a Hyndman y retiró su apoyo al partido. A partir de entonces Hyndman se transformó en un líder testimonial de la clase trabajadora, que comenzaba a ver en el radicalismo no un aliado circunstancial sino un enemigo latente.

Las tensiones que esta ruptura iba a producir en el seno de la federación no se hicieron esperar. A la salida de la mayoría de los radicales siguió la reticencia o el abierto recelo de buena parte de los intelectuales republicanos que simpatizaban con las demandas del mundo del trabajo. Su portavoz era la brillante hijastra de John St. Mill, Helen Taylor, quien, junto a Hyndman, por su cercanía al mundo proletario londinense, fue el personaje más importante de la naciente federación. Al contrario del orgulloso Hyndman, Taylor sí estaba dispuesta a reconocer que un Gobierno de Chamberlain y Morley sería «a little better than any government now existing in the world, although contemptibly behind public opinión» ‍[22].

Muy por el contrario, Hyndman, parafraseando de nuevo a Lasalle, volvía sus ojos al mundo conservador terrateniente, a quienes prefería antes que a estos críticos y «traidores» liberales ‍[23]. En una insinuación que comenzaba a ser congruente con el marxismo, pero también con su conservadurismo radical, Hyndman comienza a referirse a un inevitable conflicto de clase entre el capital y el trabajo. Una actitud que se ve reforzada por la opinión del núcleo duro de sus aliados de la federación: veteranos cartistas y exiliados continentales, muy cercanos al anarquismo, que terminaron por convencer a su líder de la necesidad de cerrar filas en torno a una organización cuya disciplina le permitiera tomar un control efectivo de las fuerzas revolucionarias, proveyéndolas de su natural e imprescindible orden institucional e intelectual.

Durante un período muy breve las dos tendencias de la federación conviven merced al consenso que proyectaba en el mundo socialdemócrata la figura de Charles Bradlaugh, pero esta alianza se verá frustrada por la fascinación que creó en la Federación —y en toda la opinión pública británica— el triunfante viaje que realizó el economista norteamericano Henry George a las islas británicas durante el verano de ese mismo año, con el resultado paradójico de una federación que «became more Socialist and more intransigent» ‍[24]. Tanto más paradójico cuanto Henry George no era ni socialista ni intransigente.

Con el beneplácito y la colaboración de los miembros más brillantes e influyentes del partido, H. H. Champion, R. P. B. Frost y William Morris, varios de ellos economistas jóvenes que vivieron su conversión al socialismo escuchando las impactantes palabras de Henry George y reforzando con ellas su convicción en el agotamiento del sistema capitalista, el acercamiento doctrinal definitivo de Hyndman al marxismo parece comenzar en el invierno de 1882-‍1883, aunque todavía en 1883 su versión del socialismo fuera tan ecléctica como para dar cabida a la tradición owenita, a Ruskin y al socialismo cristiano ‍[25].

La defensa de la nacionalización de la tierra, probablemente el debate más «intenso» y prolijo de toda la segunda mitad del siglo en Gran Bretaña

«En el intenso debate sobre la nacionalización de la tierra que tuvo lugar en Gran Bretaña durante la segunda mitad del siglo xix terciaron algunos de los economistas más importantes de la corriente principal, como Sidgwick y Marshall, que glosaron críticamente las opiniones de distinguidas figuras públicas, tales como Herbert Spencer —quien, a pesar de ser un individualista radicalmente opuesto a la extensión del poder gubernamental, defendió durante gran parte de su vida la nacionalización de la tierra— o Alfred R. Wallace —el famoso científico, que encabezó a finales del siglo xix el movimiento pro-nacionalización». Ramos (

Ramos, J. (2007). Los economistas y el debate sobre la nacionalización de la tierra en Gran Bretaña en la segunda mitad del siglo xix. AREAS Revista Internacional de Ciencias Sociales, 26, 63-‍73.

2007
): 71.

‍[26]
, parecía ser el nuevo caballo de batalla. Consecuentemente, todos —excepto Morris— militaban al tiempo en la federación y en la Land Nationalisation Society, contribuyendo activamente a la formación de la Land Reform Union, en la primavera de 1883, organización políticamente mucho más agresiva hacia los terratenientes que la anterior. Su órgano de propaganda fue el Christian Socialist, el primer periódico militante desde la década de 1850 que ayudaron a fundar. Los líderes tenían las competencias necesarias para transformar —al fin— la federación en un importante centro de propaganda socialista. Todos habían recibido una excelente educación, provenían de familias acomodadas y eran excelentes articulistas dispuestos a gastar su dinero y talento en una buena causa. Con la ayuda de varios ilustres miembros del movimiento librepensador, como H. Burrows, B. Bax, J. C. Foulger y, más tarde, E. Aveling, transformaron el partido en un grupo publicista de éxito, como lo demuestra la recepción positiva que tuvieron los órganos de propaganda Justice y To-Day, un aparato que contribuyó y alentó la conversión de la federación en una organización abiertamente marxista, que fue rebautizada con el nombre de Social-Democratic Federation (SDF) en 1884.

Hyndman se centra ahora en la adopción de la teoría del plusvalor como corolario de la explotación de la clase trabajadora y justificación última de la lucha de clases. Convencido que los políticos ingleses deberían dedicarse a repasar «[…] the History of own country and specially working class movement», intentó aplicar algunas de las ideas generales del materialismo histórico y dialéctico al pasado de su propio país, descubriendo un proceso a través del cual «[…] Laboures became more a more blood and flesh mechanism, at the mercy of a geat mechanical force», llegando a convertirse en «literally and truly slaves of their own production; [trabajadores cuyos] bodies and minds stuted and efeebled by the very nature of their employment» ‍[27].

Su alusión al conflicto social y al papel que juega el poder en la configuración de la sociedad industrial introduce una nota de realismo político que, equivocado o no, insistía en la importancia de la lucha de clases y en el carácter orgánico de una sociedad que en nada se parecía al resultado de la suma de «utilidades» que muchos radicales contemporáneos todavía defendían como un catecismo ideológico. La transmutación, casi religiosa, del individuo en una clase, como manifestación palpable del conflicto social, requería, cuando menos, de una revisión profunda de la premisa clásica utilitarista sobre el hedonismo individualista que parte del propio radicalismo comenzaba a cuestionar.

Pero este extravagante concepto de utilidad, convertido en interés de clase, obviamente conllevaba también una revisión del marxismo. Marx se valía de la dialéctica hegeliana para demostrar las divergencias entre el materialismo —y hay que recordar que el utilitarismo es una variante de ese materialismo— y el idealismo. Tales divergencias —según el propio Marx— le permitían apostar por la superación de las contradicciones históricas de una filosofía hasta entonces divorciada de la praxis social, para, a partir de tal superación, lograr una nueva síntesis entre el conocimiento racional y la acción. La revolución, armada con la comprensión dialéctica de las leyes económicas inexorables del desarrollo, sería capaz de cooperar con el objetivo último de las fuerzas sociales, que no era otro que transformar a la clase trabajadora en los sepultureros de la vieja sociedad victoriana, asestando el golpe definitivo a un sistema económico ahogado en sus propias contradicciones.

Esta fusión dialéctico-marxista entre la ciencia, la ética y la historia, basada en aspectos tanto subjetivos como objetivos de la experiencia humana, interpretada de muy diversas maneras, continúa siendo eje central de polémicas teoréticas que no son objeto de este trabajo, pero que sin duda cautivaron a los primeros lectores de El Capital, como H. M. Hyndman, de ahí que la versión del marxismo de Hyndman deba ser entendida como una más —quizá la primera— de las variantes que considera el materialismo como un instrumento de aproximación a la realidad inmediata en la que se desenvuelve la naturaleza humana, aunque, en el caso de Hyndman, se diera una mayor importancia a la explicación histórica del materialismo y se menospreciara su visión dialéctica. Quizás, como muy bien señala S. Pierson, «[…] as Marx concluded, the British Socialist leader [se refiere a Hyndman] lacked the patience necessary to “study a matter thoroughly”. But without the dialectic Hyndman’s socialism rested on a simple utilitarianism which Marx himself had earlier condemned as a “suphistical rationalization of existing society”» ‍[28]. Efectivamente, sin una dialéctica capaz de sospechar permanentemente de la realidad, el marxismo pierde buena parte de su energía crítica, y este desprecio de Hyndman parecía dejar al socialismo británico huérfano del impulso intelectual necesario para defender un cambio cualitativo en su modo de vida tradicional.

Quizás sea esta la razón por la que la visión del desarrollo histórico de la sociedad británica que Hyndman describe en sus ensayos siempre fue fiel a su origen conservador y radical, aunque cada vez con un acento más agrarista y populista. Cuando emplea el término «revolución» en sus trabajos iniciales, se refiere más bien a una transformación gradual impulsada por las propias instituciones democráticas, distinguiendo este gradualismo de cualquier otro proceso de concienciación que permitiera la toma del poder por las clases trabajadoras. Incluso posteriormente, una vez formada la Social-Democratic Federation, en los momentos en que parecía vislumbrarse una posibilidad cierta de violencia social, su visión del socialismo se torna de un utopismo muy cercano al positivismo de moda. Con ello, Hydnman se disociaba de esos otros socialistas que pregonaban «to transcend all previous experience of human motives… at one bound», apostando por un socialismo que acarrearía un orden social presidido por el florecimiento de la cultura y una «truer morality», que emergería del propio «spirit of communism», diseminado ya en los barrios más humildes de las grandes ciudades y que requería de una nueva educación, así como de un «habit of work» más eficiente ‍[29].

La Social-Democratic Federation arrastró desde su origen una serie de incongruencias doctrinales que, engalanadas con una retórica muchas veces violenta, resultó ser uno de los problemas centrales que enfrentó durante su breve aventura como partido. Pero, por el momento, sus principales acólitos continuaban criticando el capitalismo por su tendencia monopolística y por los privilegios de clase a que daba lugar la distribución de la riqueza, dentro de una línea marcadamente radical. Además, tendían a usar los argumentos de Henry George contra los privilegios antisociales de los arrendatarios agrícolas, para defender una reforma profunda de la propiedad de la tierra, usufructuando, además, de las tres leyes económicas de moda: la teoría ricardiana de la renta, la «ley de hierro» de los salarios y la teoría del plusvalor, concebida como corolario de las dos anteriores. El resultado era una sustancial simplificación de todas, insistiendo machaconamente en que la teoría del plusvalor resultaba ser un producto inevitable y ortodoxo de principios económicos clásicos, a los que añadían su propia manera de entender la realidad social derivada de tales principios.

Sin duda este era el precio de la tendencia socialdemócrata a considerarse la culminación de una tradición y parte protagonista de un nuevo alumbramiento ideológico. Y no se trataba de una excepción. En todo el continente europeo circulaban multitud de versiones vulgarizadas del marxismo como novela corriente, aunque, a decir verdad, muy pocas de ellas reducían el marxismo a una pura teoría económica, como pretendía la SDF, que concebía la teoría del plusvalor como una consecuencia inevitable de la teoría del valor trabajo de la economía clásica.

La responsabilidad de esta interpretación de Marx parece achacable al propio Hyndman. En su arrogante Historical Basis of Socialism in England, por ejemplo, comentaba que la teoría de la renta en Marx era equivalente a la de Rodbertus, a quienes se refiere como miembros de la misma escuela. A nadie puede sorprender, por tanto, que las doctrinas alemanas del llamado socialismo de Estado se parecieran sospechosamente a las del radicalismo conservador británico. Para ambas corrientes su aproximación al socialismo era, primero, una abierta oposición a los valores liberales imperantes, de forma que concebían la acción estatal como un paternalismo que inspiraba ese nacionalismo que Marx tanto detestaba. Tres elementos —estatismo, nacionalismo y elitismo— que, manifiestamente en Hyndman, vuelven a recordar la intransigente hostilidad de Lasalle hacia los políticos liberales y su optimismo en la fortaleza de la democracia parlamentaria. Un encono frente al liberalismo que, en el caso de Hyndman, le llevó a cometer el famoso error de aceptar dinero tory para financiar la campaña electoral de tres candidatos de la SDF en 1885: el suceso conocido como el «tory Gold» ‍[30].

Aunque podemos catalogar el marxismo y la organización que Hyndman lideraba como heterodoxos, si comparamos las ideas más importantes de la doctrina marxista que defendían con las de Bernstein o las fabianas, se trataba sin duda de un marxismo ortodoxo. Abrazaron la concepción de la plusvalía en su forma más rígida, insistiendo en que la miseria del proletariado, debido a las relaciones de producción en el sistema de intercambio capitalista, sería cada vez mayor y ningún sindicato podría remediarlo, predicando un inevitable conflicto de clase en una forma violenta e insurreccional. Pero, a pesar del uso retórico del término «revolución», nunca desarrollaron una teoría o un programa de acción demasiado coherente con tal anhelo. Es cierto que su versión sobre la dialéctica de la historia era determinista y abocaba a una inevitable crisis apocalíptica, pero su concepción del cambio social se parecía más a una transferencia de poder, a la que seguiría una reorganización de la sociedad sobre una distribución más colectivista, que a la toma de las instituciones por una vanguardia revolucionaria. ¿Reformistas con aureola revolucionaria?

Algunos opositores a Hyndman, concluyendo que su socialismo no defendía los principios y las acciones que conducían a una verdadera revolución y que solamente usufructuaba del partido para asustar al Gobierno, trataron de buscar un nuevo horizonte ideológico.

Este cambio de actitud del radicalismo tiene su epílogo en el debate público que sostuvieron Hyndman y Charles Bradlaugh en abril de 1884. Durante esta acalorada discusión sobre los auténticos beneficios que el socialismo acarrearía al conjunto del país, Bradlaugh utilizó todos los argumentos de la política económica ortodoxa para refutar las premisas socialistas de Hyndman, haciendo gala de su reconocida elocuencia. A pesar del esfuerzo de este último por distanciarse de la violencia y por convencer al auditorio de que el secularismo de Bradlaugh nunca podría estar a la altura de los problemas sociales y económicos del momento, el pope radical logró identificar a Hyndman y sus acólitos con una caricatura de socialistas armados con dinamita y dispuestos a destruir la propiedad privada, reduciendo la vida social a la más uniforme de las mediocridades ‍[31].

Aunque la opinión pública radical nunca olvidó este retrato sombrío del socialismo, la publicidad que se dio al debate resultó ser fructífera también para la socialdemocracia. Por ejemplo, para algunos importantes seguidores de la Secular Society presentes en los debates, el socialismo comenzó a ser lo suficientemente atractivo como para acercarse al partido. Edward Aveling y Annie Besant, ambos vicepresidentes de la organización de Bradlaugh, fueron quizá los dos personajes más importantes que recalaron en el partido. Como sabemos, el primero se convirtió en uno de los más fieles intérpretes del marxismo en Gran Bretaña, mientras que Besant fue persuadida por la amistad que le unía a G. B. Shaw para integrar posteriormente la Sociedad Fabiana. Otros prominentes secularistas que se acercaron al partido fueron Herbert Burrows y John Burns, quienes llegaron a formar parte de la ejecutiva socialdemócrata, así como A. P. Hazel y Tom Mann, quienes desde el periodismo o la historiografía contribuyeron a escribir muchas páginas sobre el movimiento laborista posterior.

Sin embargo, la verborrea de Hyndman y las arengas que podían leerse en Justice, portavoz de la SDF, editado por el propio Hyndman, difamaban sistemáticamente a todos los políticos radicales y amenazaban con hacer saltar definitivamente la hasta entonces principal fuente de reclutamiento socialdemócrata. Helen Taylor denunciaba a Justice como «an engine of public demoralization», provocando con sus palabras un auténtico terremoto en la federación ‍[32]. Taylor todavía era en 1884 el único miembro del comité ejecutivo de la federación que se resistía a aceptar la doctrina de la lucha de clases y la insurrección popular. Sus lealtades doctrinales seguían firmemente arraigadas en su pasado radical y su socialismo era todavía moralista y positivista. Para ella, socialismo era sinónimo de «another name of civilisation»; una transformación gradual que podía perfectamente ser obstaculizada por un uso «inmoral» de la fuerza ‍[33].

Hyndman no se oponía necesariamente a esta concepción ética y positivista del socialismo. La idea de una transformación gradual de la sociedad, utilizando métodos pacíficos de orden legislativo, continuó siendo parte de la redacción de sus ensayos. Pero en ese verano de 1884 se estaba convirtiendo en la autoridad mesiánica del marxismo británico. Su rigidez doctrinal y su oposición a cualquier compromiso con el radicalismo o con cualquier otra forma de socialismo que antepusiera la ética sobre la revolución provocó la dimisión de Helen Taylor y su salida del partido, arrastrando con ella a una fracción de seguidores que volvieron sus ojos nuevamente a la causa por la reforma agraria ‍[34].

No terminaron aquí los problemas para la socialdemocracia. Finalizando 1884 un nuevo cisma dividió a la organización entre izquierdas y derechas. La primera, con un renovado ímpetu anarquista, clama por una política más revolucionaria, criticando las reformas políticas que defiende una «derecha» que seguía fiel a la permeación del socialismo por una vía más institucional ‍[35]. En diciembre, William Morris, acompañado de la mayoría del comité ejecutivo, dimite y crea una nueva organización, la Socialist League. En los años siguientes, la permanente hostilidad, el rencor y el sectarismo entre ambas organizaciones calaría muy hondo en la imagen de todo el movimiento socialista, sobre todo a partir de diciembre de 1885, cuando una nueva fracción en el partido provocó el nacimiento de otro grupo escindido de la federación: la Socialist Union.

La tradicional animadversión de Hyndman hacia el sindicalismo ‍[36], a cuyos portavoces acusaba de ser una «aristocracia» del mundo del trabajo, «[…] a hindrance to that complete organisation of the workers which alone can obtein for the workers their proper control over their own labor» ‍[37], y las sucesivas rupturas en el seno de la organización socialdemócrata mantenían a la gran masa de trabajadores británicos ajenos al socialismo, en tanto que la mayoría de los intelectuales radicales habían comenzado a considerar el socialismo como un movimiento sectario y sin futuro. Pero terminando 1884 hubo un nuevo intento de convencer al mundo radical de que su aliado natural continuaba siendo el socialismo.

III. LA REFORMA AGRARIA Y EL SOCIALISMO: SINGLE TAX GEORGE[Subir]

A comienzos de la década de 1880 el movimiento por la reforma de la tierra parecía ser la única fuerza capaz de crear una audiencia masiva para el socialismo y desperezar a un radicalismo dividido. El agro británico continuaba siendo un monopolio protegido por una sólida barrera legal que impedía cualquier insinuación reformista. El éxito de la Land League en las elecciones de 1880 espoleó otra vez una campaña por la autonomía de Irlanda, generando la presión necesaria para la redacción de un nuevo estatuto (1881) que despertó las iras del liberalismo económico, por su marcado acento colectivista y por su oportunismo político, mientras algunos radicales, como Arnold Toynbee, consideraban la nueva legislación como una bocanada de aire fresco de renovada conciencia social ‍[38].

Aunque el problema del desempleo y la pobreza continuaba siendo la principal temática de los debates en los clubes radicales, intermitentemente, algunos de sus líderes comenzaban a transmitir a su público la repercusión directa que la distribución de la propiedad de la tierra tenía en los grandes problemas urbanos. Un sector agrario, convenientemente parcelado y cultivado, sería capaz de abastecer de alimentos al conjunto de la población y frenar la tendencia migratoria que recordaba que las grandes masas de desempleados urbanos eran trabajadores expulsados del mundo rural por terratenientes desaprensivos que desafiaban la teoría clásica liberal de la propiedad como resultado únicamente del esfuerzo personal.

La batalla por la cuestión agraria tuvo un precedente inmediato en 1879, cuando la Agricultural Labourer's Union logró aprobar una moción parlamentaria que promovió una batería de reformas legales sobre la propiedad de la tierra en el Trade Union Congress de ese mismo año. La experiencia política de Charles Bradlaugh durante los sesenta le devuelve a la escena política durante los ochenta al lograr el apoyo del sindicalismo para la causa reformista. En febrero de 1880 Bradlaugh convocó una multitudinaria conferencia sobre la cuestión agraria y su prestigio fue suficiente para atraer delegados de todos los niveles de la clase trabajadora y de todos los rincones de la Inglaterra industrial

Se puede seguir la convocatoria en los reportajes ad hoc en el National Reformer, 8, 15 y 22 de febrero de 1880; British Library of Political and Economic Science (BLPES).

‍[39]
.

Disputar a los terratenientes la libre disposición y explotación de sus tierras fue una medida catalogada inmediatamente como socialista. Sin embargo, Bradlaugh jamás se consideró a sí mismo como tal. Su propuesta sobre el problema de la tierra nos muestra hasta qué punto algunos ilustres radicales estaban preparados para dinamitar los intereses del «landlordismo» sin sentirse vinculados al socialismo y sin comprometer ningún derecho legítimo de propiedad, repitiendo que el interés del terrateniente era el interés del monopolio ‍[40].

Las insinuaciones de Bradlaugh sobre la necesidad de implementar un impuesto gradual sobre la tierra que, contrariamente al sentir socialista, no fuera confiscatorio, sino que sirviera como persuasión para obligar al terrateniente a parcelar, era la única posibilidad que este radicalismo vislumbraba para sacar de la miseria a toda una generación de desempleados industriales, obligando con ello al terrateniente a asumir su responsabilidad como parte de la nación. Se trataba de un sentir compartido con la generación anterior del radicalismo, pues ni Bradlaugh ni ningún otro radical habría tenido la osadía de aplicar los mismos argumentos sobre el capital a otras formas de propiedad.

En 1882, el influyente naturalista Alfred Russel Wallace argüía que el sistema de tenencia de la tierra en las islas británicas era el «más bárbaro del mundo» ‍[41], la principal conclusión de su primer trabajo sobre el archipiélago malayo que, como es bien sabido, llamó la atención de John St. Mill, quien lo reclutó en la Land Tenure Reform Association.

Russell Wallace, considerando demasiado tímida la herencia de Mill y en plena propaganda proirlandesa, apostó por una completa nacionalización de la tierra. Era la primera vez que un reconocido reformador radical hacía una declaración tan contundente, de forma que la bien ganada reputación intelectual de Wallace dio a sus ideas una cobertura lo suficientemente amplia entre los círculos liberales como para que muchos progresistas, entre 1880 y 1882, fundaran junto a él la Land Nationalisation Society. El fichaje más notable de la nueva organización fue Helen Taylor, siempre dispuesta a arrimar su hombro en defensa de una propuesta como la de Wallace, muy especialmente porque la nacionalización de la tierra parecía ser la culminación lógica del camino abierto por su padrastro.

Henry George, quien siempre confesó su admiración por Mill, accedió a patrocinar ambas organizaciones y su prestigio creciente convirtió al movimiento en un portavoz indispensable a tener en cuenta en esta breve historia del renacimiento socialista. En pocos meses más, George comenzaría a dar muestra de su elocuencia en los discursos a las audiencias que le proporcionaron ambas organizaciones y se convertiría en el personaje más reconocido de todo el movimiento por la reforma de la tierra. Sus comentarios sobre la injustificada renta que proporcionaba la tierra a la mayoría de sus propietarios impactó en economistas tan reputados como Leslie, Wicksteed, Marshall, Toynbee y Rae ‍[42].

Pero, a pesar de que la opinión pública británica casi siempre consideró a George un portavoz del socialismo, y aunque en todas las discusiones académicas se le recibía como un abierto defensor de la nacionalización de la tierra (land socialist o agrarian socialist) ‍[43], su propuesta de socialización de la renta económica que proporcionaba la tierra —y no tanto la «nacionalización»—, como veremos, debe ser consideraba como la única medida «socialista» aceptable para George.

Lo cierto es que el momento en que George se convierte en noticia de primera plana el socialismo es el telón de fondo que acapara todos los debates públicos. Su periplo por Gran Bretaña coincide con el alumbramiento de nuevos grupos socialistas y con el renacimiento del interés por el mundo del trabajo, lo que le valió ser señalado como un prominente socialista norteamericano, sobre todo tras su frustrada candidatura a la municipalidad de Nueva York en 1886, una aventura que estuvo apoyada por los sindicatos y las organizaciones socialistas, ganándose con ello las antipatías de la prensa conservadora que continuamente le acusaba de socialista y anarquista ‍[44].

En Progress and Poverty George comienza aceptando la aproximación clásica a la ciencia económica de Smith, Ricardo y Mill, declarando que la economía es un ejercicio deductivo y que su principal justificación se arraiga en ancestrales leyes naturales. El primer esfuerzo de deducción que propone pasa por desechar dos falsas ideas: la base doctrinal de la teoría de los salarios y el maltusianismo. A pesar de las expresiones religiosas que solían adornar sus discursos y ensayos, las soluciones de George estaban más apegadas a la realidad de lo que cabía de esperar, y muy cercanas —sin mencionarlo— a lo que defendían sus coetáneos cristiano-socialistas: ¿cómo era posible que un «intelligent and beneficent creator» fuera responsable de la «wretchedned and degradation which are the lot of such a large portion of human kind»? ‍[45]. Obviamente, Malthus debía estar equivocado.

El argumento de George se volvía hacia la teoría de la renta de Ricardo. La tierra, al contrario de lo que sucedía con el capital, no se reproducía; su valor variaba con la demanda y aquellos que la poseían tenían el poder de apropiarse de «so much of the wealth produced by the exertion of labour and capital upon as exceeds the return which the same application of labour and capital could secure in the least productive ocupation in which they treely engage» ‍[46]. De ahí que, en su rol de acaparadores de rentas, los terratenientes adolecieran de una función económica inútil, pese a que su rol social fuera importante. Su renta era una simple acumulación, tan injusta como monopólica, puesto que Dios había creado la tierra para el disfrute de todos. La novedad era la capacidad que demostraba este reformador para encadenar dos de los factores económicos clásicos —la tierra y el capital— y su dedo amenazante señalando de nuevo a los terratenientes como los grandes enemigos del progreso. La ley de los salarios y del interés eran simples corolarios de la ley de la renta, en tanto que las tierras marginales eran las que terminaban fijando el valor de unos salarios que, obviamente, variaban de manera inversa a la renta. Cualquier innovación tecnológica que se tradujera en un aumento de la productividad provocaría siempre un rezago en los salarios.

Como vemos, George no era, definitivamente, anticapitalista, sino, en cierta forma, un convencido defensor de la competencia. Su defensa del interés se complementaba con una concepción orgánica de la productividad: «The power of increase which the reproductive force of nature, and the in effect analogous capacity for exchange, give to capital», de forma que así como la teoría del valor trabajo justificaba una renta, la productividad orgánica justificaba el interés ‍[47]. El monopolio natural que Ricardo criticaba al comentar la acumulación de rentas que la especulación de la propiedad de la tierra estaba provocando necesitaba de alguna regulación social, que tanto el propio Ricardo como Mill ya insinuaban y que compartían otros economistas durante la década de 1880 ‍[48]. George proporcionó el eslabón entre los bajos salarios y la necesidad de regular socialmente la renta de la tierra, no como otros economistas, por la presión que ejercía el aumento geométrico de la población, sino por un avance incontenible de la especulación sobre el valor de la tierra que obligaba a elevar el rendimiento del agro mucho más allá de sus límites naturales. Como el nivel general de los salarios —de acuerdo con Ricardo— estaba determinado por el costo que requería el cultivo de tierras marginales, el avance especulativo de las rentas estaba indisolublemente unido tanto a los bajos salarios como a las bajas utilidades.

Allí donde el marxismo encadenaba la pobreza con las relaciones de producción propias del capitalismo, George unía el destino de la pobreza con la acumulación de la propiedad agraria, justo en el momento en que los disturbios por la cuestión irlandesa habían vuelto a prender en la opinión pública británica. Por fin un reformador radical hablando el idioma ricardiano. La impresión que causó George en muchos jóvenes resultará crucial para entender el futuro de una parte de este socialismo que no quería desprenderse de su acervo radical.

George solía afirmar que la clave de la expansión material estaba marcada por dos factores: la tecnología y —ahora sí— la población. El incremento sostenido de la población tendía a reducir el margen de productividad de los cultivos, incrementando la proporción del producto agregado que era incorporado a la renta. La tecnología («improvements in the industrial arts») seguía este mismo impulso, de forma que si la población se estabilizaba manteniéndose en manos privadas la tendencia de la tierra, los avances técnicos producirían «all the effects attributed by the malthusian doctrine of pressure of population». Esta era la razón por la que se podía constatar una «tendency of rent to overpass the limit where production would cease»; una tendencia que justificaba nada menos que la gran depresión industrial ‍[49]. Esta irresistible tentación especulativa en los precios de los productos de la tierra forzaba el margen de cultivación mucho más allá de lo estrictamente necesario para abastecer la demanda, reduciendo al mismo tiempo la recompensa de la mano de obra y el interés del capital, y provocando, además de una ralentización de la producción, la depresión generalizada de una economía cada vez más interdependiente.

La expansión urbana y la constante presión que ejercía la especulación de la tierra le otorgaban al propietario del suelo un incremento de su renta moralmente injustificado. Un impuesto terminaría con esta injusticia. Una técnica no revolucionaria que la democracia liberal podía perfectamente asumir por razones de justicia y equidad. Un single tax que ayudaría al Gobierno en la promoción del bienestar general, al tiempo que aliviaría la presión sobre el capital y la iniciativa individual. Una medida impositiva que habría de transformarse en un instrumento de acción política, y en parte también de un nuevo impulso moralista enfocado hacia la concientización sobre las causas que explicaban el flagelo de la pobreza moderna: «From this fundamental injustice flow all the injustices which distort and endanger modern development, which condens the producer of wealth to poverty, and pamper the non-producer on luxury, which rear the tenement house with the palace, plant the brother behind the church, and compel us to build prisions as we open new schools» ‍[50].

George, como podemos apreciar, no era un defensor de la nacionalización de la tierra. Trata el problema de la renta de la tierra como una medida excepcional y apegada a la economía clásica. Su anhelo, un incremento gradual de la imposición sobre el valor de la tierra hasta una apropiación final del valor de la renta económica por el Estado, pretendía socializar la renta, no la tierra. Este era el «fruto» deseado y oculto, no la apropiación de miles de hectáreas con su consiguiente compensación económica.

Sin embargo, es un hecho que George fue considerado por muchos un defensor de la nacionalización de la tierra y un reconocido socialista. Y esta confusión ilustra muchas cosas que estaban sucediendo durante esta década y que hemos insinuado más arriba: la escasa diferenciación doctrinal e ideológica de muchos reformadores y las incógnitas que para muchos se abrieron sobre si tras el single tax George insinuaba otros objetivos igualmente colectivistas, como de hecho propuso parte del movimiento sindical y parte del socialismo al pregonar distintas medidas de colectivización en el ámbito municipal. Quizá si George hubiera llegado a triunfar en su elección a la alcaldía de Nueva York, antes de que las discrepancias con el socialismo comenzaran a ser apreciables, habría sido interesante comprobar el programa de reformas que habría implementado en su ciudad. Desgraciadamente, su carismática personalidad nunca tuvo la oportunidad de aterrizar en una oficina pública y esta quizá sea la clave para entender el paradójico padrinazgo que George ejerció en este resurgimiento socialista durante las seis visitas que prodigó a las islas británicas entre 1881 y 1890.

Arnold Toynbee, probablemente el primer socialista en prever los efectos no deseados de esta influencia de George en el movimiento socialista, en dos conferencias pronunciadas en Londres durante el mes de enero de 1883, sostenía que George, a pesar de su «warm and fierce sympathy» por la condición humana, era un hombre «fundamentally dangerous»; el peligro residía en su profunda convicción en lo que Toynbee definía como «economic harmonies»; si la propiedad privada es abolida —sostenía Toynbee— «individual interest will harmonize with common interest, and competition, which we know is often now a baneful and destructive force, will then because a beneficent one», una peligrosa tendencia que de ser aceptada obstaculizaría el desarrollo del sindicalismo, la «extension of the protection of state» y el estudio científico de los grandes problemas nacionales ‍[51].

Otra muestra temprana de la seriedad con que era tomado George proviene de los grandes y medianos propietarios agrícolas, quienes decididos a luchar contra esta amenaza fundaron la Liberty and Property Defense League. La prensa socialista recogió la noticia de la nueva organización de propietarios recordando al público que solamente veinte miembros destacados de la nueva liga eran dueños de algo más de dos millones de acres de tierra británica. Pero la tenaz oposición de la liga a las teorías de George alentó la supervivencia de esta organización por más de veinte años, representando el origen de la intolerante actitud latifundista frente al problema de la reforma agraria que culminará en una abierta hostilidad hacia la política del futuro primer ministro liberal Lloyd George.

Los ataques a George comenzaban a multiplicarse. Esta vez desde el lado radical, Joseph Chamberlain se declaraba «electrified» tras la lectura de Progress and Poverty. A pesar de su coincidencia en la trascendencia que para el programa radical tenía la cuestión agraria, atacaba las ideas del reformador norteamericano por su ambigüedad; una combinación de «truth and error», «fallacy and fact», que abocaba a soluciones «drastic» y «alarming» ‍[52].

Cuando George visita Irlanda por primera vez, la Democratic Federation da también sus primeros pasos y su líder histórico, H. M. Hyndman, ya reconoce que Progress and Poverty ha abierto el camino hacia una revolución intelectual ‍[53]. A comienzos de 1884, cuando la principal obra de George ya se ha convertido en una referencia ideológica obligada, el movimiento Christian Socialism reaparece con toda su fuerza y se crea la Fabian Society

La Sociedad Fabiana, hoy un influyente think tank socialista en el que han militado un número importante de líderes del laborismo británico desde su creación, en 1884, debe su nombre al general romano Fabio Cunctator, cuyas tácticas empleadas frente a Aníbal —a juicio de Frank Podmore, uno de sus fundadores— eran «precavidas y correctas». Junto con el Partido Laborista Independiente (1893) y las Trade Unions fue una de las tres organizaciones cofundadoras del Partido Laborista Británico, en 1906. Pease (1916) y McBriar (

McBriar, A. (1966). Fabian Socialism and English Politics, 1884-‍1914. Cambridge: Cambridge University Press.

1966
).

‍[54]
.

Hasta 1887 todas las organizaciones socialistas sin excepción apoyaron la campaña iniciada por George para lograr una reforma profunda de la distribución de la renta de la tierra, pero todos, también casi sin excepción, rechazaban la idea de que este impuesto resolviera los urgentes problemas sociales. La objeción de George al programa de los American Socialists, en agosto de ese mismo año, provocó las iras de H. M. Hyndman, quien se apresuró a señalar las diferencias irreconciliables entre ambos, acusándole de ser una mera comparsa electoral, utilizada por la mano siniestra del capitalismo

Hyndman (1887).

‍[55]
. Por si esta declaración pareciera poco, el episodio de los anarquistas de Chicago se transformó en el epílogo de esta paradójica relación. En octubre de 1887, durante un acto público de apoyo a los condenados en New Yersey con el beneplácito de todas las organizaciones obreras, la policía irrumpió en la reunión causando numerosos heridos y deteniendo a muchos dirigentes sindicales que intervenían en el acto. George, pese a condenar la agresión de la policía, declaró su convicción en la culpabilidad de los anarquistas condenados a la pena capital. Los socialistas británicos de nuevo reaccionaron virulentamente. El Christian Socialist de diciembre de ese año le recordaba a George que él mismo había condenado la manera como se eligió el jurado que determinó la culpabilidad de los anarquistas y por tanto su indefensión. Su detracción, nueve meses después, en medio de su campaña electoral, fue calificada como una «shameful action»

Christian Socialist, 1-‍12-1887. BLPES

‍[56]
. Una expresión bastante más moderada que la que le dedicó William Morris: «Henry George approves of this murder; do not let anybody waste many words to qualify this wretch’s conduct. One word will include all the rest-traitor!!»

Commonweal, 12-11-1887. BLPES.

‍[57]
.

Como cabía sospechar, el recibimiento a George durante sus visitas al Reino Unido entre 1888 y 1889 esta vez no fue tan cordial y entusiasta. No al menos desde las filas del socialismo militante. Por primera vez era recibido no como un defensor de la causa de los trabajadores sino como el nuevo santón de un no menos novel grupo político, los autodenominados British Constitutional Radicals, la flamante (y breve) nueva izquierda del viejo partido liberal. El 17 de noviembre de 1888 el siempre atento e impertinente Commonweal avisaba a sus lectores: «Look out! Mr. Henry George left New York in the “Eider” on Saturday for England. If he comes to hold meeting he may be sure of a warm welcome from those who remember how he denounced the men of Chicago»

Commonweal, 17-11-1888. BLPES.

‍[58]
. Cuando se confirmó que la visita de George era para apoyar la candidatura al Parlamento de los Radicales Constitucionalistas, Justice llamó a todos los socialistas a expresar su rechazo contra él, «with resolute and uncompromising hostility» ‍[59].

El epitafio de esta comunión de George con el movimiento socialista se escribió tras el debate público que el intelectual norteamericano sostuvo con H. M. Hyndman en Londres, en el verano de 1889. Como era usual en él, George se limitó —una vez más— a defender la socialización de la renta de la tierra, mediante la implementación de un único impuesto, como el paliativo que requería la sociedad británica para salir de la crisis económica. Hyndman obvió todos los argumentos economicistas de George y discutió la ambigua relación entre George y el socialismo. Fue un verdadero diálogo de sordos, que se resume en las palabras con que Beesly, miembro por entonces de la Positivist Society, y, a la sazón, moderador de la mesa, calificó aquel encuentro: «He agreed with neither party, and that in his opinion the best parts of the speeches were those in which the opponents destroyed each other's arguments» ‍[60].

Poco más puede añadirse sobre un hombre que en el transcurso de sus seis visitas a las islas británicas fue arrestado dos veces, se transformó en testigo mudo de un enconado debate parlamentario y jugó un rol decisivo en el divorcio en el partido irlandés que determinó el futuro de la reciente historia política de ese país. Al menos tres de sus seis visitas fueron organizadas como verdaderos eventos políticos que recorrieron casi todos los rincones del reino y durante el tiempo que estuvo ausente su campaña en favor del single tax estuvo financiada y sostenida por una de las organizaciones más eficaces de la época. A pesar de su desencuentro con muchos que se consideraron deslumbrados por su oratoria, la verdad es que sus conversos llegaron a formar una legión, con hombres como Hyndman, Morris, S. Weeb, G. B. Shaw y K. Hardie, todos ellos llamados a desempeñar un papel esencial en el futuro del socialismo.

IV. EPÍLOGO. REFORMADORES ANTES QUE MARXISTAS [Subir]

Como hemos sugerido, presentar las características distintivas de esta versión del socialismo nos obliga a explorar las limitaciones de ciertas categorías a las que estamos hoy acostumbrados, como la de homologar socialismo con colectivismo y presuponer que las organizaciones de la clase trabajadora se identificaron siempre con ese horizonte ideológico. Sin duda, el hecho de que en las postrimerías del siglo xix se usara el término colectivismo como sinónimo de socialismo ha provocado un sinnúmero confusiones y malentendidos, pues muchos tories y liberales, como otros tantos que se autoproclamaban socialistas, deseaban ver ensanchado el rol de Estado, de la misma manera que muchos socialistas dudaban que sus objetivos se cumplieran simplemente incrementando la actividad legislativa del Estado, una idea —para ellos— estrecha del colectivismo, defendida, curiosamente, por buena parte del mundo conservador.

Pocos ejemplos más elocuentes del efecto que provocó está frenética disputa por las ideas que la dislocación que sufrió la correlación tradicional de fuerzas en la arena política británica, entre las elecciones de 1906, cuando el Partido Liberal obtuvo dos tercios de los asientos del Parlamento, mostrándose aún como una fuerza política imparable, confiada en que las nuevas leyes de reforma política continuarían aumentando su masa de votantes provenientes de las clases populares, y los comicios de 1924, cuando apenas dos años después de la abrupta salida de Lloyd George —y en pleno cisma sus aliados del Partido Conservador— los liberales vieron dramáticamente reducida su presencia en el Parlamento a 40 escaños, muy lejos de los 151 que había logrado el entonces exultante Partido Laborista

Como sabemos, tras la debacle de 1924 el Partido Liberal desapareció casi por completo de la escena política, causando, además de la perplejidad de sus ideólogos, un prolijo debate sobre las razones que explicaron su colapso político. Bédarida (

Bédarida, F. (1979). A social history of England 1851-‍1975. London: Methuen.

1979
).

‍[61]
.

Igualmente confuso puede resultar sostener que el socialismo fue el telón ideológico de fondo que orientó la actividad política de las organizaciones obreras. Evidentemente, la condición de las clases trabajadoras era el centro desde el que gravitaba buena parte de la teoría y de la práctica del socialismo de esta época, pero el apoyo —casi incondicional— de una no despreciable porción de trabajadores a los partidos conservador y liberal, y la defensa de valores abiertamente individualistas de muchas de sus organizaciones durante todo este período, no deben ser olvidados en mor de una supuesta tradicional «solidaridad de clase», pues la propaganda y la agitación política que promovieron muchas de estas organizaciones en favor de la reforma de la legislación laboral, industrial y electoral, y las distintas formas de generar autoayuda y cooperación que pregonaron, no siempre se generaron o se desarrollaron bajo la inspiración de principios socialistas.

Por ejemplo, la condena de la «desigualdad», entendida tanto como desigualdad distributiva del ingreso y de la riqueza, como desigualdad en las condiciones de trabajo, en la vida social y en el ejercicio del poder político aparece como un valor instrumental defendido por toda una generación de intelectuales. Pero pareciera que, como sucede en nuestros días, la controversia sobre la igualdad absoluta y la vindicación de que todo individuo debía recibir el mismo trato en todos los aspectos de su vida solían formularse mejor como un requerimiento instrumental, lo que podría muy bien ejemplificar por qué el socialismo durante este período tiende a mostrar una sola voz cuando la crítica que expresa a la sociedad industrial se sustenta en que las diferencias económicas y sociales no justifican un tratamiento desigual, pero muestra mucho menos unidad cuando defiende proposiciones para un nuevo contrato social o cuando discute los detalles del nuevo sistema de distribución de la riqueza que traería el socialismo.

Algo semejante sucede cuando analizamos la crítica ética del capitalismo y la tendencia a contemplar en los desafíos asumidos por el socialismo la reconstrucción moral de la sociedad. Frente a los valores consumistas y competitivos del capitalismo, contra la lucha del hombre contra el hombre como estandarte moral y la puerta abierta al abismo del egoísmo que acarrea, el socialismo se presentaba bajo el aura de una transformación moral que reforzaría el espíritu de una nueva conciencia social más solidaria, cuyos instrumentos principales eran la cooperación y la fraternidad. Una aproximación ética evidentemente muy enlazada a la condena de la desigualdad, en tanto esta era percibida como el principal obstáculo para el nuevo idealismo regeneracionista, de manera que abrazando el socialismo el ser humano no solamente podía desembarazarse de un modo de vida cruel e injusto, como el industrial, considerado «antinatural», sino que también podía acercarse a su auténtica dimensión humana «natural» y a la reconciliación con el resto de la humanidad.

Sea como fuere, mientras un casi desconocido Karl Marx moría en Londres, el 13 de marzo de 1883, E. R. Pease, uno de los fundadores y primer biógrafo de la Sociedad Fabiana, recordaba que por aquel entonces casi nadie fue consciente de la enorme influencia que el pensamiento y las obras del intelectual alemán tendrían en los años venideros: «[…] we were however aware of Marx [escribe] and I find that my copy of the french edition of 'Das Kapital' is date 8th october, 1883; but I do not think that any of the original fabians had read the book or had assimilated its ideas at the time the Society was founded» ‍[62].

Aunque la llamada versión «científica» del socialismo británico se fraguó bajo el influjo del último aliento de Marx y a pesar de que El Capital fue publicado casi doce años antes que Progress and Poverty, fue George y no Marx quien estimuló a los intelectuales que crearon la Sociedad Fabiana, y, en buena medida, a muchos otros que continuaron militando en la Federación Socialdemócrata y después en el Partido Laborista Independiente. Y todo esto no porque desconocieran a Marx, sino porque su imaginación y sus convicciones sociales se vieron profundamente perturbadas tanto por el vigor de la prosa de Henry George como por la presencia cautivadora de su persona y de su propaganda, como lo demuestra el hecho de que Progress and Poverty fuera publicado en 1879 y en apenas tres años circulara ya en una edición de bolsillo, precisamente cuando George se disponía a visitar Irlanda por primera vez. Con George, el radicalismo volvió de nuevo sus ojos a la cuestión eternamente pendiente de Irlanda, abrazando con entusiasmo la reforma agraria. Ese primer viaje de George sensibilizó a muchos ciudadanos sobre la escandalosa disociación entre la justicia distributiva y los principios tradicionales de la política económica.

Pero, a pesar del impacto que provocó el estilo de George, la mayoría de los líderes socialistas —con la excepción de la Sociedad Fabiana

El libro de George fue recibido como un suceso extraordinario, en especial, por los primeros socialistas fabianos. Recordando el impacto que Progress and Poverty generó en esa primera generación («gave an extraordinary impetus to the political thought of the time»), uno de ellos reconoce que George se transformó en una suerte de puente intelectual para que el fabianismo, «learned to associate the new gospel with the old political method». La idea fabiana de un impuesto que grabara la renta y el interés con el propósito de financiar servicios sociales y culturales para la comunidad obviamente se inspiraba en las ideas del reformador norteamericano, pero también en estrategias más radicales que intermitentemente aparecían en el Christian Socialist, que apostaban por una abierta nacionalización de la tierra y por una propiedad pública de los medios de producción como corolario necesario de la doctrina social cristiana. Stigler (

Stigler, G. (1979). Historia del Pensamiento Económico. Buenos Aires: El Ateneo.

1979
): 163-‍173.

‍[63]
— despreciaban este singular ejemplo de populismo agrarista. Paradójicamente, a pesar de su estilo mesiánico y de que su teoría de la renta sonaba casi tan escolástica como la de Marx, Henry George fue uno de los primeros reformadores en sostener que la acción humana debía seguir una pauta de acción racional en favor de la causa por la justicia social, de manera que su estilo contradictorio siempre encontraba un punto de referencia en una realidad económica y social preñada de prejuicios a los que él añadía un elegante sentido victoriano de la religiosidad que compartía con la mayoría de sus admiradores, como él, de clase media y, como él, reformadores.

¿Ha dejado de tener relevancia el socialismo por el solo hecho de haber fracasado como alternativa a la gestión de la producción y de la distribución de la riqueza que ofrece el capitalismo? Es cierto que «socialismo» y «propiedad pública» son dos términos indisolublemente unidos, como puede seguirse en la historiografía política, pero no es menos cierto que sería un error imperdonable que tales consideraciones doctrinales sobre el más adeudado sistema de propiedad opacaran el corazón mismo de la tradición socialista y nos impidieran ver que tales discusiones no son sino corolarios de convicciones y creencias previas: hemos olvidado que los acuerdos económicos que discute el socialismo, en sus orígenes, siempre están subordinados a fines morales que conforman también valores sociales.

Notas[Subir]

[1]

Foster Education Act.

[2]

Dicey ( ‍Dicey, A. (1962). Law & Public Opinion in England: During the Nineteenth Century. London: Macmillan.1962).

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[10]

The Quarterly Review (1879): 183. British Library of Political and Economic Science (BLPES).

[11]

La mayoría de estos trabajos aparecen en el período comprendido entre 1879 y 1881, en las publicaciones londinenses de mayor circulación: Contemporary Review, Fortnightly Review y Nineteenth Century, en British Library of Political and Economic Science (BLPES).

[12]

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[22]

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[23]

Tsuzuki ( ‍Tsuzuki, C. (1961). Henry M. Hyndman and British Socialism. London: Oxford University Press.1961): 40.

[24]

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[26]

«En el intenso debate sobre la nacionalización de la tierra que tuvo lugar en Gran Bretaña durante la segunda mitad del siglo xix terciaron algunos de los economistas más importantes de la corriente principal, como Sidgwick y Marshall, que glosaron críticamente las opiniones de distinguidas figuras públicas, tales como Herbert Spencer —quien, a pesar de ser un individualista radicalmente opuesto a la extensión del poder gubernamental, defendió durante gran parte de su vida la nacionalización de la tierra— o Alfred R. Wallace —el famoso científico, que encabezó a finales del siglo xix el movimiento pro-nacionalización». Ramos ( ‍Ramos, J. (2007). Los economistas y el debate sobre la nacionalización de la tierra en Gran Bretaña en la segunda mitad del siglo xix. AREAS Revista Internacional de Ciencias Sociales, 26, 63-‍73.2007): 71.

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[30]

Webb ( ‍Webb, R. (1980). Modern England: from the eighteenth century to the present. HarperCollins College.1980): 394.

[31]

Se pueden seguir las vicisitudes de este debate en un texto ya clásico de Royle ( ‍Royle, E. (1980). Radicals, Secularists, and Republicans: Popular Freethought in Britain, 1866-‍1915. Manchester: Manchester University Press.1980).

[32]

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[33]

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[38]

Toynbee ( ‍Toynbee, A. (1882). Lectures on the Industrial Revolution of the Eighteenth Century. London: Longmans.1882).

[39]

Se puede seguir la convocatoria en los reportajes ad hoc en el National Reformer, 8, 15 y 22 de febrero de 1880; British Library of Political and Economic Science (BLPES).

[40]

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[45]

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[46]

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[47]

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[48]

Conway ( ‍Conway, S. (1979). Theory and Practice in the British Labour Movement, 1876-‍1893. A study of class Ideology [tesis doctoral inédita]. University of Oregon. 1979).

[49]

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[50]

George ( ‍George, H. (2005) [1879]. Progress and poverty. New York: Cosimo Inc.2005): 240-‍241.

[51]

Toynbee ( ‍Toynbee, A. (1882). Lectures on the Industrial Revolution of the Eighteenth Century. London: Longmans.1882): 42.

[52]

Chamberlain ( ‍Chamberlain, J. (1883). ‘Labourers’ and ‘Artisans’ Dwellings. Fortnightly Review, 34, 761-‍776.1883).

[53]

Hyndman ( ‍Hyndman, H. M. (1883). The Historical Basis of Socialism in England. London: Kegan Paul, Trech.1883).

[54]

La Sociedad Fabiana, hoy un influyente think tank socialista en el que han militado un número importante de líderes del laborismo británico desde su creación, en 1884, debe su nombre al general romano Fabio Cunctator, cuyas tácticas empleadas frente a Aníbal —a juicio de Frank Podmore, uno de sus fundadores— eran «precavidas y correctas». Junto con el Partido Laborista Independiente (1893) y las Trade Unions fue una de las tres organizaciones cofundadoras del Partido Laborista Británico, en 1906. Pease (1916) y McBriar ( ‍McBriar, A. (1966). Fabian Socialism and English Politics, 1884-‍1914. Cambridge: Cambridge University Press.1966).

[55]

Hyndman (1887).

[56]

Christian Socialist, 1-‍12-1887. BLPES

[57]

Commonweal, 12-11-1887. BLPES.

[58]

Commonweal, 17-11-1888. BLPES.

[59]

Lawrence ( ‍Lawrence, J. (1992). Popular Radicalism and the Socialist Revival in Britain. Journal of British Studies, 31 (2), 163-‍186. Disponible en: https://doi.org/10.1086/386002.1992): 163-‍186.

[60]

Lawrence ( ‍Lawrence, J. (1992). Popular Radicalism and the Socialist Revival in Britain. Journal of British Studies, 31 (2), 163-‍186. Disponible en: https://doi.org/10.1086/386002.1992): 85-‍86.

[61]

Como sabemos, tras la debacle de 1924 el Partido Liberal desapareció casi por completo de la escena política, causando, además de la perplejidad de sus ideólogos, un prolijo debate sobre las razones que explicaron su colapso político. Bédarida ( ‍Bédarida, F. (1979). A social history of England 1851-‍1975. London: Methuen.1979).

[62]

Pease ( ‍Pease, E. (1925). The history of the Fabian Society. London: Library of Alexandria.1925): 40.

[63]

El libro de George fue recibido como un suceso extraordinario, en especial, por los primeros socialistas fabianos. Recordando el impacto que Progress and Poverty generó en esa primera generación («gave an extraordinary impetus to the political thought of the time»), uno de ellos reconoce que George se transformó en una suerte de puente intelectual para que el fabianismo, «learned to associate the new gospel with the old political method». La idea fabiana de un impuesto que grabara la renta y el interés con el propósito de financiar servicios sociales y culturales para la comunidad obviamente se inspiraba en las ideas del reformador norteamericano, pero también en estrategias más radicales que intermitentemente aparecían en el Christian Socialist, que apostaban por una abierta nacionalización de la tierra y por una propiedad pública de los medios de producción como corolario necesario de la doctrina social cristiana. Stigler ( ‍Stigler, G. (1979). Historia del Pensamiento Económico. Buenos Aires: El Ateneo.1979): 163-‍173.

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