Esta obra tiene su origen en una tesis doctoral defendida en septiembre de 2015 en el Instituto Universitario Europeo de Florencia. Su publicación como libro ha contado con el apoyo de la Fundación Cañada Blanch, los Sussex Academic Studies on Contemporary Spain y el observatorio catalán de la London School of Economics a cargo de Paul Preston, que escribe un prefacio.

Se trata de un libro de fácil y cómoda lectura, a pesar de ser una monografía muy documentada. El autor conoce muy bien las fuentes, tanto primarias (ha investigado en veinte archivos) como secundarias, así como las controversias historiográficas sobre los distintos temas tratados, frente a cada una de las cuales se posiciona claramente. Expone con gran precisión sus argumentos y razonamientos, que no le importa repetir, varias veces incluso, pese a lo cual su discurso fluye y no se hace reiterativo sino clarificador ya que contribuye a fijar las ideas principales. Al comienzo de cada uno de los siete capítulos de que se compone el libro (junto con una introducción y un epílogo) indica cómo lo ha estructurado, sus diversas partes, los objetivos propuestos en cada una, e identifica —e incluso en muchas ocasiones enumera— los elementos esenciales que va a explicar. Cada capítulo acaba con un breve resumen de contenidos que en bastantes casos es, en realidad, un avance de lo que tratará en el capítulo siguiente.

Se adivina que el editor ha exigido una extensión no superior a las 250 páginas, razón por la cual la letra es pequeña y se echa muy en falta el habitual apartado final de bibliografía, la cual solo aparece reflejada en las notas de los capítulos situadas al final de la obra, lo cual resulta molesto ya que solo en la primera cita de una obra aparece la referencia completa. Es de agradecer, sin embargo, el indispensable índice onomástico y el interesante anexo fotográfico y de ilustraciones.

A pesar de que en el título de la obra se indica que la época abarcada es la comprendida entre 1881 (fecha de fundación de La Vanguardia) y 1931 (fecha de fallecimiento del representante de la segunda generación de la familia propietaria), lo cierto es que la obra comienza bastante antes de la fundación del periódico, se desarrolla durante la crisis del sistema de la Restauración en el reinado de Alfonso XIII, y termina hacia 1920. Solo en el epílogo, el autor apunta —en apenas dos páginas— los años de la dictadura de Primo de Rivera y la proclamación de la República. Las últimas páginas del epílogo se dedican a las conclusiones, según la clásica estructura de una tesis.

Desde una perspectiva «micro», la obra es un análisis empírico de las dos primeras generaciones de la próspera familia Godó, propietaria de La Vanguardia. Sin embargo, en absoluto es solo la historia de una familia de industriales. La «microhistoria» familiar —y las circunstancias íntimas de sus actores— está totalmente imbricada en un contexto histórico, en una «macrohistoria»: la de la España de aquella época, que el autor, lejos de dar por sabida, explica con bastante detalle, quizás porque se dirige a un público no solo español sino europeo o internacional. Hasta tal punto está presente la historia de España que, si se extrajeran y se juntaran las partes dedicadas a ella, el resultado sería un muy didáctico manual de síntesis histórica sobre el periodo cronológico que transcurre desde el Sexenio Revolucionario a las postrimerías de la Primera Guerra Mundial.

El solvente análisis de la historia de España, a su vez, no aparece aislado, sino incardinado en el análisis de la historia general de Europa, y así, son constantes las comparaciones con los procesos acontecidos en el continente europeo. El autor, en consonancia con la tendencia historiográfica más reciente, se sitúa en el paradigma de la «normalidad» y da por superado el tradicional paradigma de la «excepcionalidad» española. La historia de España no es tan singular ni tan diferente respecto a los países de su entorno, sino que se trata de una historia homologable o equiparable a la europea. Francia o Italia tenían un similar sistema de partidos de notables en el que el poder político estaba en manos de una pequeña minoría, basado en el clientelismo y las relaciones de patronazgo y lealtad personal. Los cambios estructurales de larga duración que dieron lugar al surgimiento de una nueva política de masas se produjeron en toda Europa. La crisis del sistema liberal y el pesimismo del fin de siècle también fue un rasgo común europeo, aunque el sentimiento de decadencia nacional fue más intenso en la Europa mediterránea o del sur. En la prensa se produjo también un fenómeno general europeo de paso de un periodismo de partido, utilizado por las élites liberales para legitimarse y ampliar sus esferas de influencia, a otro profesionalizado, si bien en la Europa mediterránea fue un proceso más lento y difícil y durante más tiempo perduró un estrecho vínculo entre los periódicos y los partidos. Las grandes similitudes del caso español con el de otros países del sur europeo es la razón de que las referencias a estos, sobre todo a Italia, sean muy frecuentes.

A pesar del título, el foco de esta obra no está puesto en el periódico sino en los intereses económicos y la actividad política de la familia propietaria. No se narra la historia de La Vanguardia (apenas aparecen en sus páginas sus sucesivos directores o su equipo de redacción) sino la historia de los Godó, dueños de una gran fábrica textil en la ciudad industrial de Igualada, que integraba 32 pueblos en su distrito electoral. Opuesta a las reivindicaciones obreras, a mediados del siglo xix, la familia se ganó fama de explotadora y despótica. Los hermanos Carlos y Bartolomé Godó Pié, futuros fundadores de La Vanguardia, emigraron a Bilbao, se casaron con mujeres vascas y expandieron la esfera de acción de su compañía a Cuba y Puerto Rico, que fueron ganando importancia en los negocios familiares, tema —el de sus negocios coloniales en las Antillas— al que el autor dedica un capítulo entero. Aunque se mudaron a Barcelona, los Godó nunca hablaron en catalán sino en castellano, algo por lo demás común entre la burguesía catalana como signo de distinción social.

El autor sostiene que la institución familiar, con fuertes vínculos entre sus miembros —basados en la confianza y la cooperación— fue un elemento central de cohesión social de las élites durante la Restauración. La acción colectiva familiar es —cree— un tema de interés histórico mucho mayor para el estudio de las élites que la de los individuos concretos. Los Godó, como otras familias cuya estrategia colectiva en la política española se reprodujo durante generaciones, utilizaron las relaciones clientelares para lograr acceso a las instancias del poder político, esenciales para sus negocios. Dominaron el escenario político local de su pueblo natal de Igualada mediante una tupida red de amigos políticos, lo que no siempre fue suficiente para oponerse a la intervención gubernamental en las elecciones, así que en 1881 fundaron La Vanguardia como un elemento más para ganar influencia. El periódico fue un instrumento para promover sus intereses privados. Nunca fueron una familia de periodistas, ya que ninguno de sus miembros firmó jamás un artículo en el periódico del que eran propietarios.

Los Godó tuvieron una actuación política destacada en el Sexenio Revolucionario y, ya en el régimen de la Restauración, apoyaron a una facción del partido Liberal de Sagasta, que llegaba al poder por primera vez tan solo seis días después de la fundación de La Vanguardia. Aquella fue la época de los partidos de cuadros, de notables, caracterizados por una débil estructura organizativa y la habitual lucha de facciones dentro de cada partido. Los periódicos eran entonces los únicos órganos permanentes de esos partidos y facciones, con un fuerte contenido partidista, un pequeño número de copias y una circulación limitada. Los directores y periodistas colaboradores se escogían por la afiliación política, no por su valía profesional. El periodismo era una plataforma de actuación política y solía utilizarse como trampolín para dar el salto a más altas posiciones políticas. La Vanguardia —cuyo título, de resonancia revolucionaria, fue siempre difícil de explicar en el extranjero— fue al principio así: un órgano en que los objetivos partidistas prevalecían sobre los comerciales. Nació con un objetivo claramente político y no para hacer dinero (de hecho, no fue en aquel tiempo un negocio rentable, sino que proporcionaba pérdidas). Pero, con la influencia conseguida a través del periódico, los hermanos Godó ganaron notoriedad pública y mejoraron su posición: uno logró ser elegido diputado en el Congreso, en Madrid, y el otro, diputado provincial, en Barcelona.

El primer signo claro de lo que el autor llama «estrategias de adaptación» de las élites se produjo, en el caso de los Godó, en 1888, cuando el periódico cambió drásticamente su línea editorial, coincidiendo con la Feria Internacional de Barcelona de aquel año, que simbolizó el surgimiento de una sociedad de masas y la transformación de la ciudad en un dinámico y cosmopolita centro urbano. Los Godó, con el modelo inglés de The Times en mente, se empeñaron en hacer de La Vanguardia un periódico símbolo de modernidad, profesional y comercial, que ganase dinero, de ahí la necesidad de reclutar a nuevos lectores. Con una nueva vocación de servicio público, abandonó sus vínculos con el Partido Liberal y se esforzó por proporcionar información desde una posición de neutralidad política, insistiendo en las noticias internacionales. Por supuesto, siguió siendo instrumento de defensa de los intereses económicos de los Godó, tanto en España como en las colonias y en el protectorado marroquí (un capítulo entero se dedica a analizar sus negocios en Marruecos y la utilización del periódico para apoyar una presencia más activa de España en el norte de África). Se convirtió en abanderado de la política proteccionista y trató de ejercer presión sobre el Gobierno central para que implementase tarifas que protegiesen las exportaciones familiares.

El autor subraya que el desastre del 98 constituyó una brecha, marcó una línea divisoria por la aguda crisis de identidad y el fuerte descrédito del sistema liberal que supuso. En concreto, las élites catalanas sufrieron un progresivo desencanto con respecto al sistema político de la Restauración. Cataluña, la región más dinámica del país, fue el primer lugar donde sucumbió el monopolio de los tradicionales partidos dinásticos ante la emergencia de dos fuerzas nuevas, el catalanismo de la Lliga regionalista y el republicanismo de Alejandro Lerroux. Desde 1901, Barcelona no volvió a elegir un solo diputado del Partido Liberal o del Partido Conservador.

El desastre del 98 coincidió con la llegada de una nueva generación de los Godó a escena (Bartolomé murió en 1895 y Carlos en 1897). Le tocó a Ramón Godó Lallana —que heredó el periódico a los 35 años— readaptar los negocios familiares al nuevo escenario. Consiguió consolidar La Vanguardia como el periódico favorito de la burguesía ilustrada y modernista barcelonesa, el más importante y el más vendido de Barcelona. Adoptó el lenguaje regeneracionista y la crítica del caciquismo y la corrupción del sistema liberal, incorporando la idea de que era de Cataluña de donde podía provenir la necesaria renovación nacional. Se convirtió en un ejemplo del «patriotismo dual» que permeó a una parte importante de la sociedad catalana, la cual hizo perfectamente compatible el patriotismo español con la identidad regional. Ser catalán y español eran caras de la misma moneda. La Vanguardia quiso ser un puente entre Barcelona y Madrid, un instrumento para promover el entendimiento de la nación española en Cataluña. No sintonizó, desde luego, con el movimiento de Solidaridad catalana (1906), que lanzó duros ataques a los Godó acusándoles de arbitrariedad, de silenciar las noticias sobre la Lliga Regionalista y de ser «extraños», «extranjeros» o «mestizos», por su falta de apoyo a la causa de la descentralización y su pobre conocimiento del catalán.

La creciente movilización de la sociedad civil amenazó la supremacía de la familia en Igualada, donde por primera vez en 1907 los Godó perdieron las elecciones a diputado en el Congreso, lo que de nuevo les obligó a desarrollar estrategias de adaptación a la nueva política de masas. Vieron en la defensa de la identidad española la oportunidad de movilizar a un sector de la sociedad catalana que no se identificaba con la creciente influencia de la Lliga Regionalista. En 1910 recuperaron Igualada tras una intensa campaña electoral en la que visitaron todos los pueblos del distrito con una caravana de coches enarbolando banderas españolas.

La otra forma de adaptarse a los nuevos tiempos fue invertir en tecnología y en servicios de comunicación, así como implementar un plan de reformas que incluyó la construcción de un nuevo y moderno edificio como sede. La extraordinaria capacidad de adaptación de los Godó fue un éxito. La Vanguardia experimentó una expansión espectacular. Si ya era un periódico de calidad alejado de la prensa sensacionalista, ahora consiguió el apoyo de un público más plural, haciendo un periódico de información, «el más informado de Barcelona», de tono moderado y artículos claros, concisos y redactados de forma accesible para el lector medio.

Presionado por los nacionalistas catalanes, que le acusaban de cacique por su doble condición de político y propietario de un diario «independiente», Ramón Godó decidió abandonar la política y dedicarse de lleno a su adorado periódico, apostando entonces por convertirlo en un diario conservador, el gran periódico de la derecha, apoyando explícitamente los planes de renovación nacional de Antonio Maura, hacia quien Godó sentía gran admiración, y los del maurismo. Hombre temperamental, obsesionado por romper la hegemonía de la Lliga Regionalista en Cataluña, resentido contra quienes habían destruido las ambiciones políticas de su familia, se adhirió a la Unión Monárquica Nacional (1919) en defensa de España y el rey, y se convirtió en un ferviente patriota español, lo que le valió la concesión de un título nobiliario, el primer conde de Godó.

A grandes rasgos, esto es lo que nos cuenta esta obra, que revela que la prensa abrió nuevos canales a las élites tradicionales para mantener su influencia en la nueva sociedad de masas y también que el Estado no fue el único protagonista en la tarea de construcción de la nación, sino que hubo otros actores sociopolíticos decisivos en el proceso, como es el caso de la familia Godó. El hijo de Ramón Godó, Carlos Godó Valls, sería el destinado a seguir la tradición familiar, pero su historia ya no se cuenta en este libro. En el epílogo solo se menciona su nombre. La «estrategia de la adaptación» consiguió que La Vanguardia, prototipo de periódico de empresa, llegara a ser uno de los más influyentes de la historia española al atraer a amplios públicos lectores y lograr, en 1931, una tirada de 200 000 ejemplares, solo comparable a nivel nacional con el ABC.