El interés por la figura del intelectual ha ido de la mano de las reflexiones sobre su mutación y su final o «muerte», un tema que ha generado una cuantiosa literatura. Varios títulos originales y traducciones en español también se han sumado a este ya casi nuevo género editorial y académico, como la excelente y exhaustiva síntesis de Josep Picó y Juan Pecourt Los intelectuales nunca mueren. Una aproximación sociohistórica 1900-‍2000 (Barcelona, RBA, 2013), o las dos obras aquí reseñadas, publicadas por Akal.

El porqué de tanto interés debe buscarse en el protagonismo de esa figura nacida con la modernidad y los fenómenos políticos y sociales a ella asociados, desde los nacionalismos y los totalitarismos a la democracia de masas y los avances en los derechos humanos y de ciudadanía. Una función protagónica que los ha situado, desde el primer momento, en bandos enfrentados de un largo combate por la legitimidad: la de quien se arroga la representación social mayoritaria, incluso del espíritu de un pueblo o una época, pero sobre todo la posesión de la verdad, aunque esta tome la forma de vanguardistas y minoritarios proyectos de futuro. De ahí que la historia del intelectualismo sea paralela a la del antiintelectualismo, cuyo discurso fue en ocasiones producto del obrerismo y la sospecha de clase, pero que mucho más a menudo fue obra de los propios intelectuales.

Cuando la historia cultural ha desplazado no ya solo a la vieja historia estructuralista sino incluso a la historia social, es lógico que los focos se dirijan hacia ellos (mucho menos hacia ellas, las intelectuales, pues su historia es también la historia de las expresiones culturales de una sociedad patriarcal y la afirmación de la masculinidad, sobre todo cuando las mujeres empiecen a irrumpir en el espacio público: buena prueba es su casi total ausencia en los dos libros reseñados). Si la historia y las naciones, sus mitos e identidades son «inventadas», entonces habrá que buscar quiénes y cómo y por qué se dedicaron con tanta pasión a construirlas (o destruirlas). Los intelectuales permiten salvar, además, el foso que separa a los gobernantes de los gobernados, a las élites de las masas o, en el campo historiográfico, a la historia política «desde arriba» de los movimientos sociales «desde abajo». Alejados ya de su tradicional lugar junto al príncipe, en el monasterio o el púlpito de la iglesia, se convirtieron en intérpretes de las nuevas demandas sociales, como legisladores y más tarde como mediadores, según la terminología de Zygmunt Bauman, de manera profética, la propia del intelectual «universal», o sostenida por un saber circunscrito en el caso del intelectual «específico».

En este panorama general caben, por supuesto, muchas distinciones. En la propia condición del intelectual, entre su compromiso militante o su trabajo de funcionario, y en su evolución desde el elitismo bohemio de sus orígenes hasta la actualidad, cuando lo difícil es decir quién no es intelectual. En su contexto político, porque si el hábitat natural del intelectual es la democracia liberal con su correlato de libertad de expresión y espacio público de discusión, más o menos abierto, no es menos cierto que las dictaduras y regímenes totalitarios utilizaron profusamente a los intelectuales en labores de propaganda (un aspecto casi ausente en ambos libros). En las diferentes culturas nacionales y sus respectivos modelos de intervención intelectual, más burocrático el de los alemanes, más literario el de los británicos, aunque hay un acuerdo generalizado en que la historia del intelectual político en el siglo xx fue, ante todo, una historia francesa. En la misma percepción de la figura del intelectual, desde aquel maître à penser con una autoridad moral ampliamente reconocida, a la reciente caza y captura de sus infidelidades públicas o privadas, sus traiciones, sus errores de previsión y sus pecados de pensamiento (pues también delinque), palabra, obra y omisión en apoyo de las causas más criminales del siglo xx.

El historiador (e intelectual) israelí Shlomo Sand es conocido, sobre todo, por su polémicos libros La invención del publo judío (2011) y La invención de la Tierra de Israel (2013). Semejante pasión por los procesos culturales de «invención de la tradición», por decirlo con la clásica fórmula de Hobsbawm, resulta coherente con su interés por los intelelectuales, tanto en Israel (Les Mots et la terre, 2006) como en Francia, donde el autor se doctoró con una tesis sobre Georges Sorel. El recorrido por el nacimiento (a partir del caso Dreyfus), auge y caída del intelectual francés es bien conocido, pero la obra de Sand aporta, respecto a otras clásicas como la de Pascal Ory y Jean-François Sirinelli, un enfoque temático sobre algunas cuestiones claves y un tono más reflexivo, aunque no por ello menos documentado. La ciudad (París), el poder y la moral ( los traidores y los «perros guardianes»), el capital simbólico y la competencia en el propio campo intelectual, siguiendo a Bourdieu, el capital político y el compromiso ideológico (la intelligentsia corporativa de los partidos marxistas, el «intelectual estatal» de los regímenes comunistas, el desclasamiento social y el «intelectual orgánico» gramsciano) son los principales hitos de este recorrido, junto al «discreto encanto» del fascismo y, después de 1945, del antifascismo y el antitotalitarismo.

Más original resulta la segunda parte del libro, sobre la islamofobia y la «rinoceritis» (en referencia a la obra de Ionesco contra el conformismo) de algunos intelectuales del presente, en particular el Houellebecq y su provocadora novela Sumisión (2015), aparecida en las librerías francesas el mismo día del atentado contra la revista Charlie Hebdo. Se trata de unas páginas iluminadoras sobre un tema resbaladizo, por lo fácilmente que uno puede ser acusado de lo que no es, en las que Sand utiliza el contraejemplo de la judeofobia y su historia hasta llegar a la reciente construcción de la categoría «civilización judeocristiana» que, sin duda, tan paradójica habría resultado el siglo pasado. La acogida de libros como La rabia y el orgullo (2001), de la periodista italiana Oriana Fallaci, por parte de intelectuales tan distintos como Alain Finkielkraut, Pierre-André Taguieff, Bernard-Henri Lévy, Mona Ozouf o Stéphane Courtois demostraba cómo el discurso que atacaba una religión y a sus creyentes, para defender y glorificar la propia (cultura), se estaba convirtiendo en un nuevo sentido común, ahora expresado sin complejos por estos nuevos «ateos judeocristianos».

Maximiliano Fuentes y Ferran Archilés, profesores respectivamente de las universidades de Girona y València, se han acercado a la historia de los intelectuales desde el estudio de Eugeni d’Ors y la movilización intelectual durante la Gran Guerra, el primero, y el nacionalismo español, el segundo. Los catorce capítulos de otros tantos autores ofrecen un panorama variado sobre la relación de los intelectuales con la política a lo largo del siglo xx. Francia es referencia inexcusable en el libro gracias al sistemático análisis de la socióloga Gisèle Sapiro, que precisamente en 2018 ha publicado en Le Seuil una voluminosa historia sobre Les écrivains et la politique en France, y el de François Hourmant sobre la recomposición del campo intelectual francés desde el maoísmo pos-68 a los «nuevos filósofos» y demás intelectuales mediáticos en la era de la videosfera. Para España Ismael Saz traza un largo recorrido en la evolución desde el liberalismo de la generación del 98 al antiliberalismo de los intelectuales en el poder franquista.

Bajo esa aparente heterogeneidad de las contribuciones existe, sin embargo, una cierta organización temática que ayuda a la comprensión general de la obra. Así, la intensa movilización intelectual durante la Gran Guerra es estudiada por Maximiliano Fuentes en su dimensión europea, que contextualiza su excelente libro sobre el mismo tema en España, y por Patrizia Dogliani en el ambito de los intelectuales socialistas, divididos en torno al intervencionismo, si bien muchos de ellos estaban no menos seducidos que sus colegas de la «revolución conservadora» por las potenciales virtudes regeneradoras (higiénicas, al decir de Marinetti) de la guerra. Precisamente el tema del internacionalismo centra el texto de Enzo Traverso, una sugerente y desmitificadora revisión de la ecuación entre judaísmo y cosmopolitismo a través de la historia de los intelectuales judíos ante las propias culturas nacionales, en particular la alemana, el socialismo, el sionismo y el antisemitismo. Otro de los vectores del libro es la (difícil) relación de los intelectuales de izquierda y los partidos comunistas, en particular el italiano y el español, estudiados por Albertina Vittoria para las dos décadas anteriores al 68 y por Giaime Pala para el caso del PSUC en la clandestinidad bajo la dictadura franquista, entre los años cincuenta y el principio de la transición democrática. Un tercer vector es el biográfico, indispensable aunque no consideremos a los intelectuales como personajes irreductibles al análisis historiográfico, con las aportaciones de Jeanyves Guérin sobre Albert Camus, de Ferran Archiles sobre Jean-Paul Sartre (paradigma del intelectual universal y comprometido cuya memoria ha ido divergiendo en el tiempo, en sentido negativo, de la de Camus), de José Neves sobre el filólogo portugués António José Saraiva y de Ángel Duarte sobre el psiquiatra Carlos Castilla del Pino. Estos dos últimos valen como ejemplos de los muchos intelectuales comprometidos en la oposición a las respectivas dictaduras salazarista y franquista.

El enfoque transnacional se enriquece con la perspectiva de América Latina, tantas veces ausente en los estudios sobre este tema. La participación de los intelectuales americanos en las construcciones nacionales y supranacionales de la región entre la década de 1880 y el comienzo de la Gran Guerra es el tema del texto de Paula Bruno. Por último, el de Carlos Aguirre repasa su compromiso revolucionario desde el triunfo de la guerrilla de Fidel Castro en Cuba en 1959 hasta las rupturas provocadas por el llamado «caso Padilla» en 1971, todo ello en el contexto de la Guerra Fría (una guerra también cultural por la intervención de organismos como el Congreso por la Libertad de la Cultura) y de la represión. La matanza de estudiantes en la plaza mexicana de Tlatelolco en octubre de 1968, así como el asesinato y exilio de muchos intelectuales perseguidos por las dictaduras militares, forman también parte de esta historia: la del coraje y sacrificio de tantos intelectuales en la defensa de la justicia y los valores universales.