SUMARIO
  1. LA PRESENTACIÓN («EL ABEJORRO»)
  2. SEGUNDA PARTE, «EL GUARDIÁN DE LAS LUCES» (pp. 383-611)
  3. TERCERA, «LA IMAGEN DE UNA CRISIS» (pp. 615-663)

El autor —empecemos por lo que resulta notorio— publicó en 1970, con apenas veintisiete años, un libro sobre La ideología liberal en la Ilustración española. Había sido su tesis doctoral. Ahora, cincuenta años largos más tarde y, por supuesto, jubilado en la Universidad, vuelve sobre el asunto con una obra de título parecido —aunque con alteración del orden los factores: ilustración primero y liberalismo después— y que, materialmente hablando, constituye una suerte de reelaboración y ampliación del anterior. Algo por sí mismo digno de aplauso porque nada genera tanta pereza a un escritor como repasar los viejos trabajos y ponerse con ellos. Una desgana casi siempre insuperable: en las obras de juventud o de formación —un Bildungsroman, como dicen los alemanes— no suele uno reconocerse cuando llega a la madurez y por eso la tendencia instintiva es no querer verlas más.

Esa galvana se acentúa si, para más inri, sucede que se trata de una materia en la que en ese medio siglo han aparecido muchas publicaciones, como es cabalmente el caso.

Sin ánimo de recordar la obra mayor de Antonio Domínguez Ortiz, Sociedad y Estado en el siglo xviii español, que no se publicó hasta 1976, recuérdese el centenario del nacimiento de Carlos III en 2016, que dio lugar, como suele suceder, a una corriente de idealización (superpuesta a la buena fama que siempre acompañó a ese rey) y a otra por el contrario de revisionismo, poniendo de relieve, entre otras cosas, su complicidad —no solo pasiva— con la Inquisición en el caso de Olavide, como antes había hecho su padre, Felipe V, con el fiscal Macanaz. O más aún.

También cabe pensar en la posibilidad de que se haya revisado (al alza en este caso) el papel de su hijo y sucesor, Carlos IV, tradicionalmente un mal aimé de la historia de España. En sus veinte años de reinado (1788-‍1808) se produjo, sí, la reacción absolutista, el famoso pánico de Floridablanca frente a la Revolución francesa. Pero también responde a la verdad que fue bajo su mandato cuando tuvieron lugar cosas tan dignas de aplauso como la expedición Malaspina (1789-‍1794) o, en el plano de las vacunas, la que conocemos con el nombre de Balmis (1803-‍1806). En la línea abierta por un Carlos Seco Serrano, y de la mano sobre todo de los análisis de Emilio La Parra, empezando por la biografía de Godoy, es lo cierto que, dicho sea pintando con brocha (muy) gorda, la imagen de Carlos IV puede resultar hoy menos infame que hace cincuenta años.

En suma, el padre ha bajado en reputación y el hijo, por el contrario, parece haber escalado algún peldaño. Ni el uno era tan maravilloso ni el otro, pese a ser retratado por Goya como un cretino, carecía de cualidades. En el bien entendido además de que si los terroríficos acontecimientos del París de 1792-‍1974 dieron lugar a la pavorosa respuesta que es conocida, probablemente todo habría sido igual aunque el monarca en Madrid hubiese seguido siendo el Carlos III más beatífico.

Y eso sin contar con el reflejo —en la historia de esta época como en cualquier otra— del movimiento de fondo que acerca de la imagen general que España tiene sobre sí misma ha provocado la obra de Elvira Roca, seguida luego, en buena medida, por José Varela Ortega. Ha constituido una verdadera sacudida (con sus contradictores, por supuesto, porque Newton tenía razón cuando explicaba que la vida es un continuo de acciones y reacciones) sobre la autoleyenda negra, también calificable como el pesimismo nacional. Ha sido una idea recibida la de dar por hecho que en España en la segunda mitad del siglo xviii no llegaron (o apenas llegaron) las luces, lo que contrastaría con lo sucedido al norte de los Pirineos y no digamos al otro lado del canal de la Mancha, donde todo era vino y rosas: el famoso excepcionalismo para peor, durante muchos siglos interiorizado por nosotros mismos y no solo por los estudiosos catalanes, tan incapaces casi siempre, dicho sea de paso, de dejar de lado el hecho tozudo de que, aparte de estudiosos, se muestran también catalanes a todas las horas del día. Hoy vamos cayendo en la cuenta de que ni tanto (en París o en Londres, por no decir Berlín) ni tan calvo (aquí).

Tan es cierto que el debate sigue abierto y se encuentra muy vivo que, paralelamente al nuevo libro, y por tanto sin que el autor los haya podido incluir entre sus citas, se han publicado otros dos trabajos (al menos) con objeto en parte coincidente. Uno es el de Francisco Uzcanga Meinecke, ¿Qué se debe a España?, con el subtítulo La polémica que dividió a la Europa a la Ilustración, poniendo el foco en el periódico El Censor, editado, a trancas y barrancas, en los seis años transcurridos entre 1781 y 1787, hasta llegar al discurso número 165. Y más aún en la persona de su director, Luis García de Cañuelo, a cuyas andanzas, por cierto, el propio Elorza dedica todo un Capítulo (pp. 131-179). Y además con otras muchas menciones a lo largo del texto, sobre todo en las pp. 356 y ss., dedicadas a Juan Pablo Forner, el apologista —el propagandista, diríamos hoy— por excelencia.

El otro libro reciente para mencionar en este contexto es el de José Luis Gómez Urdáñez, cuyo nombre lo dice todo: Víctimas del absolutismo. Y el subtítulo lo termina de aclarar, si es que hacía falta: Paradojas del poder en la España del siglo xviii. El propio Elorza lo reseñó en Babelia, el sábado 20 de marzo, bajo las palabras: «Las sombras de las luces». Afirma que se trata de una obra «heterodoxa», y selecciona una cita del propio Gómez Urdáñez: «El siglo de la Ilustración es también el siglo de la autoridad y nada lo expresaba mejor que la cuerda tirante, una metáfora que usaba Floridablanca para referirse a lo conveniente que resultaba para disuadir a pobres o presos tener siempre un ahorcado en la picota, o su cabeza en una jaula colgando de la puerta de una ciudad». Y eso ya en la época del mismísimo Carlos III: «El rey lo daba todo y lo quitaba todo». O como afirma Elorza en su comentario, «las sombras formaban inseparable parte de las luces». Y no siempre la culpa era imputable a la Inquisición.

Así pues, hubo un delicado ten con ten permanente y casi estructural en el medio siglo transcurrido entre 1759, cuando Carlos III llega de Nápoles, y 1808, o sea, el final del reinado de Carlos IV con el famoso motín de Aranjuez de 19 de marzo. La obra que se está reseñando personifica ese sí es, no es en Jovellanos, al que dedica un Capítulo entero (pp. 227-255): del prócer gijonés se predica que «elige una opción inequívoca de permanencia dentro de los límites del absolutismo ilustrado y al mismo tiempo fija unos objetivos políticos y económicos incompatibles con la supervivencia del Antiguo Régimen». Una difícil posición, sin duda: la propia de todo reformista, que, por supuesto, identifica y expone los estorbos, pero al que luego, ¡ay!, le falta determinación a la hora de los remedios. En su Informe sobre la ley agraria, terminado en 1794, se habla del «monstruo de la amortización (de la tierra)», y de la necesidad de «derogar de un golpe» las leyes que operan «estancando la propiedad privada en las eternas manos de pocos cuerpos y familias poderosas», aunque todo se queda en ese «juego permanente entre la firmeza de los análisis y la cautela con que se prevé su aplicación» (p. 236). Esa contradicción congénita de Jovellanos no tiene salida —es una aporía, dicho sea de manera literal— y de ahí su recurso, cada vez más forzado, a las invocaciones a la Constitución histórica, definida ya el temprano 1780, y a la idealización del reino visigodo. Es peligroso en efecto eso de andar pisando a la vez el acelerador y el freno. Ilustración, sí, pero con el despotismo más despiadado. Puede suceder que, a fuerza de girar sobre uno mismo, se acabe en un castillo, como por ejemplo el de Bellver.

En suma, esa media centuria es el arco temporal —los dos reinados y no solo el primero— que ahora elige el autor del libro, aunque el trabajo, de un total de 699 pp., se divide en una presentación y tres partes, a saber:

LA PRESENTACIÓN («EL ABEJORRO»)[Subir]

Comienza poniendo de relieve la nada gloriosa realidad de mediados del siglo xviii: «Por comparación con Francia, su modelo político y cultural, España era un país atrasado, con altísimos niveles de analfabetismo, universidades sumidas en la escolástica, vías de comunicación arcaicas, enorme desigualdad y precaria urbanización» (p. 13). Y con la Inquisición todavía funcionando. Pero, a pesar de todo, Ilustración hubo, aunque tuviera que satisfacer su merced no ya al despotismo, sino incluso al absolutismo sin matices, cuyos engranajes no estaban por impulsar el cambio —el enemigo, el pensamiento contrarrevolucionario, se emboscaba en casa— y menos aún por ayudar a nada que oliese a liberalismo en el modo de ejercer el poder. De democracia, el origen del propio poder, por supuesto, no vale la pena ni hablar.

PRIMERA PARTE, «EL SUELO REFORMADOR» (pp. 29-379)

Es todo un estudio de historia de las ideas: el poder, sea cual fuere su origen y su legitimidad, está para transformar la sociedad y en particular para mejorarla, para lo cual las palancas son dos, la educación de la gente —no sólo en los centros escolares propiamente dichos: también a través del denominado papel periódico— y lo que hoy llamaríamos la regulación de la economía, que requiere la desamortización de la propiedad agraria.

Estamos también ante historia política, porque entonces los gobernantes era gente con postulados propios. No en vano el relato empieza con Pedro Rodríguez Campomanes y su «Tratado de la regalía de la amortización», presentado a Carlos III en 1765: como bien dice Elorza, se trata —una vez más— de una exposición de hechos (y de formas de abordarlos) y también, por desgracia, de temores a la hora de llevar a cabo el empeño.

Esas casi cuatrocientas páginas vienen a recoger, con las debidas puntualizaciones, lo que fue el libro del autor en 1970. Es un verdadero who is who, tanto de instituciones, con la Sociedad Bascongada de Amigos del País en primer lugar, como por supuesto de personas: hombres casi siempre de acción y de reflexión al mismo tiempo, como, entre otros, Cabarrús, por poner un ejemplo —p. 77 y concordantes—. Pero hay muchos más, como los pioneros Gregorio Mayans (pp. 39-41) o Bernardo Ward (57-‍60) y también Juan Sempere y Guarinos (74), Moratín (75) y León del Arroyal (343-‍355). Y eso sin contar con los del lado oscuro, con el capuchino Diego José de Cádiz (304 y siguientes) a la cabeza.

Sólo un par de ideas ahora para resumirlo todo: primero, el poder está, se insiste, para hacer cosas (de su «dimensión finalista» se habla en p. 48), con lo que cuanto menos frenos, mejor; segundo, lo que hoy llamamos libertad de expresión resulta peligrosa y de ahí la necesidad de su control, como lo prueba el reglamento de 6 de septiembre de 1788 del que se habla en p. 340 (en el cual se prohibía «toda alusión directa contra el gobierno y sus magistrados» y se obligaba a mencionar los nombres de los autores) y la de febrero de 1791, por la cual «cesen de todo punto» los diarios y papeles públicos de toda suerte (p. 46); y tercero y último, donde había que poner el foco era en la economía, «la ciencia más útil». En el capítulo así llamado (pp. 181-225) se recupera, por cierto, a José Alonso Ortiz, traductor de Adam Smith.

Es la parte principal del libro, no sólo por su grosor.

SEGUNDA PARTE, «EL GUARDIÁN DE LAS LUCES» (pp. 383-611)[Subir]

Es el relato de lo sucedido a partir de la Revolución francesa, ya por tanto recién llegado Carlos IV, a quien se comienza despachando con el juicio nada amable de siempre: «Un hombre cerril y temeroso […] y dominado por el autoritarismo de su mujer, tan firme en sus convicciones como poco sobrada de inteligencia». En la p. 412 las cosas no mejoran, al mencionarse el «cretinismo autoritario y la desconfianza que caracterizaban a Carlos IV».

Es el momento de la revancha de los reaccionarios y poco más tarde de la paz de Basilea (julio de 1795) y la ascensión de Godoy. Pero los temas (y los personajes) en buena medida se repiten porque el tal Godoy supo mantenerlos en su órbita, como sucedió con Menéndez Valdés o con el propio Cabarrús o incluso el desengañado Olavide. Y también por supuesto los reaccionarios, a los que parecía haberles llegado la hora de la venganza. De «los veinte años que median entre la muerte de Carlos III y la invasión napoleónica» se explica en la p. 481 que «estuvieron marcados por la intensificación de la contraideología reaccionaria», empezando por aprovechar la Revolución francesa para emprender «la satanización de la filosofía». Y con el clero como protagonista a la hora de defender «la conservación del orden estamental» (p. 488).

Mención aparte merece el extenso capítulo dedicado monográficamente al País Vasco («Ilustración y fueros»: pp. 529-585), con —por supuesto— Peñaflorida y Foronda en posiciones estelares. Y resaltando como es debido la fundación del Real Seminario Patriótico Bascongado en Vergara (pp. 550 y ss.). Fueros, dicho sea de paso, que luego a partir de 1833 asumiría como propios el carlismo.

Del último capítulo de esa segunda parte (pp. 587-611) hay que indicar que entra ya en 1808 y todo lo que esa fecha evoca: «La quiebra del Antiguo Régimen». Elorza comienza recordando las explicaciones de un Josep Fontana y por supuesto de un Miguel Artola, o sea, «el hundimiento del sistema financiero, lastrado por la insuficiencia de recursos ocasionada tanto por la práctica exención fiscal de que gozaban los estamentos privilegiados, como por los grandes gastos de las guerras sucesivas en que interviene la Corona». Y eso por no mencionar la derrota de Trafalgar de 1805, «que dejó el imperio americano sin soporte marítimo». Así se introduce el debate de esa época, en buena medida ya pregaditano, con Martínez Marina como líder y, por supuesto, la reivindicación de los comuneros de Castilla, que llevaban casi tres siglos en el ostracismo. El mito que se gestó en Cádiz (lo nuestro no consiste sino en recuperar lo mejor de nuestra historia, que lo teníamos aunque estaba arrumbado y oculto) se encontraba ya en marcha.

La invasión napoleónica de 1808 vino a fungir como la molécula que faltaba para esa reacción química que se acabó produciendo en el laboratorio de la isla del León, dando así lugar a un segundo mito, ahora ya revestido de democracia (y, entre tanto, de romanticismo): el de la Constitución de «los españoles de ambos hemisferios». Pero Elorza, con buen criterio, se queda en la puerta y no entra ahí: es otra película, acreedora a un análisis para ella sola.

TERCERA, «LA IMAGEN DE UNA CRISIS» (pp. 615-663)[Subir]

A su vez, con tres apartados. El primero («Goya: los monstruos y la luz», pp. 615-663) ocupa, en efecto, poco espacio en comparación con lo precedente. Carlos Martínez Shaw, en la reseña que publicó el 15 de mayo en Babelia —«Enemigos de la Ilustración»—, sintetiza su contenido con palabras que merecen verse reproducidas: «La tercera parte se dedica al desarrollo del pensamiento político de Goya subyacente en su pintura. En un brillante ejercicio ensayístico, vemos cómo la trayectoria del artista aragonés va deslizándose desde su confianza en las Luces hasta un pesimismo cada vez mayor que le lleva a renegar de Fernando VII y a poner su confianza únicamente en la Constitución de 1812, hasta que se convence de la victoria de las tinieblas que invaden sus grabados y, más aún, de la liberación de los monstruos que acechan en la quinta del sordo. A partir de ahí solo queda el exilio».

El autor se recrea, por supuesto, en el epistolario del artista con su amigo Martín Zapater y reinterpreta las conocidas ideas de Starobinski sobre las distintas etapas de la vida de Goya, con los ochenta satíricos grabados de Los caprichos, editados en 1799, en un lugar propio y, por supuesto, lo mismo para Los desastres de la guerra (1808-‍1814). No es de extrañar que luego de la desdicha —ya el remate— de la invasión por los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823, el buen hombre saliera despavorido hacia Burdeos, donde viviría hasta 1828, todavía reinando Fernando VII.

Dentro de esta tercera y última parte del libro, Elorza dedica lo segundo a Godoy (pp. 665-693). Es un verdadero ajuste de cuentas, como se desprende del propio título: «El mayordomo de palacio y los reyes holgazanes». Y es que en el de Badajoz acaba por no verse nada salvable. «Aun cuando resultaba sumamente difícil para cualquier gobernante afrontar la relación con Francia de 1792 a 1808, plagada de riesgos para España, Godoy encaró el problema desde posiciones elaboradas a partir de sí mismo, causante de errores decisivos en los momentos cruciales: proseguir la guerra de la Convención en 1794, meterse en el embrollo de canjear Luisiana por Toscana (Etruria) y rechazar las ofertas de neutralidad inglesas en 1803-‍1804, asumiendo en fin plenamente bajo Napoleón el papel de España como reino tributario (Fouché), con tal de dar el salto personal hacia la condición de soberano». Hoy diríamos un trepa, sin mezcla de bien alguno. Un maldito sin remisión.

Elorza no ignora la matizadísima biografía que a Godoy le ha dedicado Emilio La Parra (de hecho, le cita y hasta tres veces), pero, y quizá precisamente por eso, diríase que quiere hacer ostentación de que, como se decía del famoso Benedicto, sigue en sus trece: no está dispuesto a darle nada al pacense. A la larguísima y anodina segunda parte de su vida, entre 1808 (con poco más de cuarenta años) y 1851, exiliado en París y dejado de la mano de Dios, no se encuentra en el libro la menor referencia.

En fin, las casi 700 páginas del libro concluyen con una nota final sobre «Un asunto oscuro: la muerte de la princesa», en referencia a María Antonia de Nápoles, mujer (la primera de cuatro) del que luego sería Fernando VII, y en cuanto tal princesa de Asturias. Su salud era débil (padecía tuberculosis) y falleció en Aranjuez en 1806 a los veintiún años, sin haber dado a luz. Muchos, empezando por su madre, la reina María Carolina, se hicieron lenguas de que la había intoxicado Godoy y la mismísima María Luisa —con quienes había tenido sus más y sus menos y así está documentado—, siempre bajo influencia de Bonaparte. Elorza no termina de asumir el papel de acusador, aunque se quede en la misma línea: «La opción quede abierta entre un desenlace de la enfermedad crónica, pero con intensa presencia de síntomas gástricos, y un posible envenenamiento, muy difícil de probar en el pleno médico, aun cuando sus motivaciones políticas fueran incuestionables, con las cartas de Napoleón y Godoy en 1805 en la mano. Los beneficiarios del desenlace fueron claros, del mismo modo que en cualquiera de las dos soluciones se confirma el papel de Napoleón como inductor de la total desaparición —política o por otro cauce— de la princesa de Asturias».

Hasta aquí el libro: un trabajo titánico, cincuenta años más tarde —volvamos a lo dicho al inicio—, consistente en haber reelaborado lo que fue una tesis muy celebrada. Hay que aplaudir al autor porque lo suyo tiene un mérito sencillamente extraordinario.