RESUMEN

Este artículo se ocupa de la relación entre el funcionamiento del sistema político de la Segunda República española y la Administración de Justicia. Se analiza específicamente el período comprendido después de las elecciones generales de 1936 y hasta el 17 de julio de ese mismo año. Mediante diversas fuentes primarias archivísticas, hemerográficas y parlamentarias se describe, contextualiza y analiza el propósito y alcance de la idea de «republicanización» de la Justicia postulada por los integrantes del pacto de Frente Popular, clarificando también las diferencias que hubo entre ellos. Al respecto, se aportan datos novedosos y significativos sobre la complejidad y los desafíos que rodearon la labor de los jueces en unas circunstancias de aumento de la violencia política. Además, se reconstruye el contexto de debate y polémicas públicas a propósito del comportamiento de algunos jueces y cómo eso coadyuvó a la presentación y defensa parlamentaria de un amplio e importante paquete de reformas legislativas relacionadas con la cuestión judicial.

Palabras clave: Política; democracia; Justicia; República; España.

ABSTRACT

This article analyzes the relationship between the working of political system of the Second Spanish Republic and the Justice. It analyzes specifically on the period between the general elections of 1936 and the beginning of the civil war. Various primary archival, newspaper and parliamentary sources are used to describe, contextualize, and analyze the purpose and scope of the idea of ​​republicanization of Justice postulated by the members of the Popular Front electoral coalition, also clarifying the differences that existed among them. In this regard, novel and meaning data are provided on the complexity surrounding the work of the judges in a context of increasing violent conflicts with political motivation. In addition, it is explained the context of debate and public controversies with respect to the behavior of some judges and how this contributed to the presentation and parliamentary defense of a broad and important package of legislative reforms related to the judicial issue.

Keywords: Politics; democracy; Judiciary; Republic; Spain.

Cómo citar este artículo / Citation: Álvarez Tardío, M. (2023). Los enemigos enmascarados de la República: los jueces y la «republicanización» de la Justicia en la primavera española de 1936. Historia y Política, 50, 247-‍276. doi: https://doi.org/10.18042/hp.50.09

SUMARIO
  1. RESUMEN
  2. ABSTRACT
  3. I. INTRODUCCIÓN Y PLANTEAMIENTO
  4. II. LOS JUECES EN LA PICOTA: VIOLENCIA Y PRESIONES AD HOC
  5. III. LA HOSTILIDAD DE LOS SOCIALISTAS Y SUS DIFERENCIAS CON LOS REPUBLICANOS DE IZQUIERDAS
  6. IV. LA OFENSIVA LEGISLATIVA PARA REFORMAR LA JUSTICIA
  7. V. CONCLUSIONES
  8. NOTAS
  9. Bibliografía

I. INTRODUCCIÓN Y PLANTEAMIENTO[Subir]

El análisis del poder judicial es un factor indispensable en el estudio de los sistemas democráticos y la relación entre la ciudadanía, los derechos y el orden público. Tanto si se hace desde la perspectiva del derecho constitucional como desde la politológica y/o histórica[2]. No en vano, los trabajos que han teorizado sobre la quiebra de las democracias apelan al deterioro de la independencia judicial y a la intromisión de los Ejecutivos en la Justicia, bien sea debilitando las garantías de celebración de juicios justos, utilizando los nombramientos y traslados de jueces en función de intereses partidistas o, más directa y gravemente, como es el caso de los inicios de la dictadura nazi, violentando abiertamente la labor de los magistrados y desarrollando una administración judicial ad hoc[3]. Al respecto, es significativa la preocupación reciente por la relación entre el debilitamiento de la independencia judicial y el deterioro «iliberal» de las democracias[4].

Este artículo tiene como propósito principal contribuir a mejorar el conocimiento de la relación entre el proceso de consolidación democrática de la Segunda República española y el funcionamiento de la Administración de Justicia —se utiliza este término y no poder judicial porque los constituyentes republicanos rechazaron explícitamente este segundo, que chocaba con su idea de independencia judicial[5]—. Se trata de un aspecto sobre el que tenemos un conocimiento fragmentario desde el punto de vista de la historia política y social.

En 1983 Tomás Villarroya realizó un breve balance sobre la relación entre los Gobiernos y la Justicia en ese período. Advirtió entonces que los primeros, se tratase de uno u otro color político, no demostraron demasiado respeto por la independencia judicial[6]. Pese a la relevancia de esta cuestión, en los estudios de carácter general sobre la política de la Segunda República se ha venido prescindiendo de esta dimensión institucional. Las aportaciones más significativas se han hecho desde el campo de la historia del derecho. Marzal Rodríguez se ha ocupado de la historia del Tribunal Supremo de 1931 a 1939, un trabajo que permite medir la injerencia de los Gobiernos en la alta magistratura[7]. Este mismo autor ha firmado también un breve artículo sobre la intervención política en la Judicatura durante la Segunda República[8]. Y Payá Poveda, autor de una tesis doctoral sobre el orden público y los tribunales de Urgencia, ha publicado también un capítulo interesante sobre el control gubernamental de los jueces durante los Gobiernos radical-cedistas[9].

Partiendo de estos avances, aunque desde una perspectiva diferente a la de la historia del derecho, este artículo se ocupa de un aspecto de indudable relevancia para la comprensión de la política republicana: el contenido y alcance de la crítica de los partidos del Frente Popular a propósito de la supuesta politización de la Justicia y su deslealtad hacia el régimen republicano; y, complementariamente, el despliegue de una batería de iniciativas legislativas para reformar aspectos sustantivos de la Administración judicial. Se aportarán, en primer lugar, resultados significativos de la investigación de la violencia, los problemas y las críticas que rodearon la labor de algunos tribunales a partir del 19 de febrero de 1936; segundo, se describirá y analizará el contenido y alcance de la visión crítica sobre la Justicia de los grupos políticos que apoyaban el pacto de Frente Popular, especialmente de los socialistas, muy activos en este campo, y tercero, se analizarán la motivación y el alcance de las reformas legislativas más sustantivas presentadas entre abril y julio de 1936 para modelar una Justicia diferente y, de acuerdo con sus promotores, más acorde al espíritu constitucional.

Se persigue mostrar y analizar la relevancia que la cuestión judicial tuvo tras la vuelta al gobierno de la izquierda republicana a partir del 19 de febrero, tanto porque la actuación de algunos jueces levantó fuertes críticas de los grupos de la izquierda obrera —no en vano, para ellos estaba en juego la implicación de la Justicia en la ilegalización y detención de los falangistas— como porque las reformas legales abordaron con todas sus consecuencias el asunto de lo que entonces se llamó «republicanización» de la Justicia. Esto último fue objeto de interesantes debates políticos entre el Gobierno de la izquierda republicana, los socialistas y las derechas que apenas han sido estudiados. Unos debates, además, que aportan conocimiento relevante sobre las ideas de democracia que estaban en disputa y el modo en que influían las distintas concepciones sobre la Justicia y la independencia judicial.

II. LOS JUECES EN LA PICOTA: VIOLENCIA Y PRESIONES AD HOC[Subir]

La situación compleja que afrontaron algunos jueces entre marzo y julio de 1936 se aprecia bien en el testimonio de Eduardo Capó Bonnafous, titular del Juzgado de Primera Instancia de Huéscar (Granada) durante esos meses. Los recuerdos de su labor diaria y de sus relaciones con las autoridades locales y los mandos de las fuerzas de seguridad, especialmente la Guardia Civil, tienen un valor estimable para desentrañar la compleja red de relaciones, influencias y presiones en las que se movían y de las que participaban, activa o pasivamente, los jueces. Además, su testimonio permite ver en qué medida se elevó la tensión durante esos meses a través de los ojos de un alto funcionario comprometido con el régimen republicano. Sobre su lealtad republicana y profesionalidad baste señalar que, durante la guerra, después de un breve paso por Madrid, se responsabilizó de la presidencia del Tribunal Popular de Granada y, tras no pocos enfrentamientos por su negativa a comulgar con la justicia de algunos milicianos, acabaría pidiendo el traslado a Barcelona y de ahí, finalmente, saliendo para el exilio.

Los recuerdos de Capó Bonnafous muestran las consecuencias que tuvo para el trabajo y la vida social de los jueces de primera instancia el aumento de la violencia política durante la primavera de 1936[10]. «Subieron las izquierdas al poder —escribe— con propósitos magníficos. Pero, en los pueblos, el odio contenido durante dos años salió a relucir enseguida»[11]. Y eso se tradujo en diversos problemas que no siempre eran de competencia judicial sino gubernativa, o en los que se mezclaban ambas dimensiones, complicando el desempeño profesional de un juez, cuya labor no consistía en calibrar el impacto social de sus decisiones, sino en practicar las diligencias necesarias y procesar a los imputados de acuerdo con las garantías y leyes vigentes. Como recordaba Capó Bonnafous, refiriéndose a la provincia de Granada, pero añadiendo que esto afectó a «toda España», «surgieron un sinfín de conflictos de orden público»[12]. Le tocó viajar no poco con ese motivo, tanto por la competencia de su propio juzgado como porque fue nombrado juez especial por la Audiencia Provincial. Así ocurrió durante los graves disturbios que se produjeron en Puebla de Don Fadrique el 21 de mayo. Allí, según la versión apuntada por el juez malagueño, «la gente, levantada en armas, había matado a un guardia, herido gravemente a otro, y sitiado la casa cuartel, defendida por la pareja restante. La población estaba desde la mañana a merced de las turbas, con saqueos e incendios. Se sabía de dos heridos más: dos de los líderes obreros, heridos por un guardia civil al repeler la agresión inicial»[13].

Buena muestra de la compleja labor de los jueces en aquel contexto de pasiones ideológicas y conflictos sociales, un fuego avivado por el afán de vengar las coacciones sufridas en el bienio anterior, al calor del vuelco en el Gobierno tras las elecciones, es la descripción que hace Capó Bonnafous de su llegada a Puebla de Don Fadrique. Recogidas ya «infinidad de armas que aparecieron abandonadas por todas partes», habían sido detenidos muchos paisanos de forma preventiva. Él, encargado de una primera instrucción especial, se encontró con «el vacío más absoluto»: nadie estaba dispuesto a hablar. Sin embargo, el paisaje era desolador: «Muchas casas con las puertas medio quemadas» y la iglesia «dañada y saqueada». El juez intentó sacar partido de su relación previa con algunos vecinos, pero fue en vano; nadie «había visto nada», ni siquiera la familia que habitaba justo enfrente del templo que había ardido «por los cuatro costados», en plena plaza principal. Todos, dice Capó Bonnafous con evidente ironía, habían permanecido «heroicamente encerrados en una habitación, sin asomar las narices a la calle en momento alguno»[14].

Al final logró averiguar el nombre de algunos implicados. Pero su descripción de esas horas muestra a las claras que los funcionarios de la Justicia se enfrentaban a una mezcla de trabas socioculturales y un contexto de enfrentamientos, miedos y odios que solo una muy destacada competencia profesional, lo que no siempre era el caso, podía solventar. Porque no se trataba de resolver, sin más, un homicidio común o una disputa violenta originada por enfrentamientos personales o familiares, por un robo o una venganza. Ellos se vieron inmersos en el papel de decidir, respetando la norma procesal y ateniéndose a las leyes vigentes, quiénes tenían responsabilidad criminal en sucesos cuya motivación era política. Y lo que muchos vecinos o elites políticas y sindicales locales esperaban era que los jueces comprendieran que las causas sociales y políticas sobre las que descansaba la violencia debían actuar como atenuantes, si no como eximentes, de la violencia cuando se trataba de sus simpatizantes.

Por otro lado, el testimonio del juez de Huéscar revela también la importancia del talante del responsable de administrar justicia para afrontar situaciones muy complejas que en aquellos meses se repitieron a menudo y alimentaron la tensión y las movilizaciones populares, poniendo contra las cuerdas a las autoridades locales o, incluso, que fueron aprovechadas por estas últimas cuando eran más proclives a actuar por criterios partidistas. No se trataba tanto de si el juez era leal a la República en un sentido ideológico abstracto, sino de su predisposición a aparcar prácticas que el avance de los derechos humanos y la nueva sensibilidad con la idea de una justicia más profesional invitaban a desterrar. Si algo refleja bien el ambiente crítico de la prensa republicana y socialista con buena parte de la Judicatura española en 1936, tras la experiencia del segundo bienio y, sobre todo, de los excesos policiales y militares habidos después de la insurrección de octubre de 1934, es la denuncia de la permisividad de algunos jueces con el maltrato a los detenidos y las confesiones obtenidas de forma ilegal.

Capó Bonnafous aporta también algunos datos interesantes en este campo de las detenciones arbitrarias, la violencia policial y los jueces de instrucción. Reconoce que su relación con la Guardia Civil se había «atirantado» después de algunos roces durante el día de las elecciones y que, en los meses siguientes, con motivo de los numerosos problemas de orden público, se tensionaron más. El teniente de la Guardia Civil le acusaba de «lenidad» por «soltar» a la «mayor parte de los detenidos» que llevaban ante el juzgado. Él no lo niega, pero lo atribuye a un exceso de celo en la labor policial que llevaba a encontrar a los culpables con demasiada rapidez, sin que luego pudiera demostrarse que lo eran conforme a derecho. Y apunta algo importante: como otros jueces, dice, «mi problema» era «respecto a los atestados de la fuerza pública: la imposibilidad de concederles valor alguno, por sospechosos de violencia». Ilustra esto último refiriéndose a un caso al que se enfrentó en el mes de junio del 36 a propósito del incendio de la iglesia de Almaciles. Este había sido intencionado y motivado por disputas políticas; según el juez, como resultado del deseo de venganza de dos anarquistas contra el cura de esa localidad, al que acusaban de utilizar «el púlpito para atacar la República». Pero cuenta también que poco después del suceso, la Guardia Civil le llevó a los «dos detenidos» que, aun cuando habían sido «molidos a golpes», no habían confesado. Sin duda, añade, eran los autores, pero no había prueba alguna. Cuando ya se disponía a soltarlos, uno de ellos confesó voluntariamente, añadiendo que lo hacía porque «Ud. no pega, señor juez»[15].

Hasta dónde llegaba la práctica de la violencia en los cuarteles de la Guardia Civil y los Asalto es algo quizás imposible de cuantificar y que las fuentes oficiales apenas revelan[16]. Lo que aquí interesa no es tanto la cuestión de la brutalidad policial como el hecho de que los recuerdos del juez malagueño inciden en mostrar la difícil posición de la Justicia en un contexto en el que debían ocuparse de declarar inocentes o culpables tras episodios con una clara raíz política y, por lo tanto, se sabían fiscalizados socialmente porque la culpabilidad o inocencia se medía en términos de adscripción partidista. Así, para el teniente de la Guardia Civil, en el caso del incendio de Almaciles los anarquistas gozaban de la presunción de culpabilidad por su afiliación y comportamientos previos, mientras que no pocos vecinos simpatizantes de las izquierdas habrían despachado a Capó Bonnafous con el insulto de reaccionario por procesar a dos anarquistas y no actuar de oficio contra el cura que hacía política desde el púlpito. La fiscalización era, por tanto, puramente partidista. Y el titular del juzgado de Huéscar se sabía examinado con criterios ajenos a su celo profesional.

La experiencia de este juez se asemeja a la que vivieron otros compañeros en esas semanas en las que se produjeron cientos de detenciones gubernativas de derechistas, republicanos lerrouxistas y personas vinculadas a las elites sociales y religiosas que habían controlado la vida local durante el segundo bienio. Puesto que el estado de alarma estuvo vigente desde el 17 de febrero[17], la «Autoridad civil» podía «detener a cualquier persona si lo considera[ba] necesario para la conservación del orden»[18]. El titular del juzgado de turno tenía, en muchos casos, que decidir en pocas horas y bajo la presión de una movilización social que alcanzó cotas mucho más elevadas y coactivas que en períodos previos, si mantenía o liberaba a algunos de esos detenidos cuando, como solía ocurrir, los alcaldes actuaban de oficio, a veces contraviniendo las órdenes del gobernador civil de turno y bajo la presión de los líderes de la izquierda local. Así le ocurrió a un juez de instrucción de Alcalá de Henares cuando el 6 de marzo, mientras ponía en marcha un nuevo sumario por mor de una pelea con disparos y heridos entre varios vecinos, descubrió que el alcalde se había adelantado y, basándose en una presunción de culpabilidad por razones políticas, había detenido a algo más de dos decenas de derechistas locales acusándolos de promover esa violencia. El juez, una vez practicadas las primeras diligencias, observó que no había «indicio alguno de responsabilidad contra los detenidos puestos a disposición del Juzgado por la Alcaldía de esta Ciudad», por lo que decretó su libertad. Pero antes, y esto es muy ilustrativo tanto del contexto político puntual como de las exigencias derivadas de la normativa vigente de orden público, él mismo admitió que su providencia no impedía a las autoridades gubernativas mantener retenidos a los citados derechistas. Es decir, que «teniendo en cuenta las circunstancias que han concurrido en los hechos y la excitación habida en esta población en estos días», explicaba el juez, antes de liberar a los detenidos procedía comunicarlo a la Dirección General de Seguridad por si había «razones de orden gubernativo» que justificaran no hacerlo o, simplemente, si convenía «adoptar medidas en evitación de alguna alteración del orden al ser libertados»[19].

El artículo 71, apartado o), de la Ley de Orden Público (LOP) de 28 de julio 1933, establecía que «cuando los acusados fueren absueltos», pero «resultasen probados hechos o actividades contrarias al orden público», el Tribunal podría adoptar «medidas de seguridad» como la «retención» de aquellos mientras durase «el estado de anormalidad» o la «sumisión a la vigilancia de la Autoridad»[20]. Con todo, era una opción que el juez podía o no tomar. Por eso, las palabras del titular del juzgado de Alcalá son reveladoras: lo que primaba en este caso era un problema de orden público. Y esto no tenía que ver con pruebas o procedimientos formales, sino con decisiones gubernativas, es decir, políticas. Las palabras del juez, aun cumpliendo lo establecido en la LOP, mostraban la tensión existente entre el principio de legalidad y la gestión de la violencia política: una cosa era tomar una decisión porque los detenidos no podían seguir en los calabozos sin pruebas de su culpabilidad y otra aceptar las posibles consecuencias sociales de que los derechistas quedaran en libertad y la población local se soliviantara por considerarlo una decisión partidista[21].

En esas circunstancias, el sumario anterior revela que la prudencia en la acción judicial podía ser decisiva en unas circunstancias de elevada presión externa. Como se ha señalado, la LOP dejaba en manos de los jueces de instrucción la posibilidad de propiciar la adopción de «medidas especiales de seguridad» atendiendo a un criterio de orden público. Así, no cabe interpretar que el juez de Alcalá se excedió en sus funciones, si bien es evidente que hubo de valorar el hecho de no soliviantar a las autoridades gubernativas y evitar, por lo que estaba en su mano, que se reprodujera alguna forma de violencia tumultuaria en las calles. Sería absurdo, en ese sentido, negar que más allá de la inevitable presión pública que rodea siempre la acción judicial, en un clima de violencias de raíz política como aquel, la labor del juez estaba mucho más sometida a un escrutinio partidista de tintes coactivos. En buena medida, hiciera lo que hiciera, podía ser acusado de parcialidad.

En ese contexto no es extraño que la labor de los jueces se convirtiera en un campo de la batalla política durante la primavera de 1936, tanto en la prensa —que, en virtud del estado de alarma, estaba sujeta a censura previa[22]— como en el Parlamento. Hubo numerosos casos de jueces sometidos a una tensión ambiental extrema e, incluso, que padecieron acoso o violencia física. Había algunos antecedentes en los años previos, pero ahora se trató de algo más extendido, como esta investigación ha podido constatar[23]. Lo peor lo sufrieron los llamados jueces municipales, que estaban mucho más implicados en la vida local y a los que se consideraba, en muchos casos, simples brazos de ejecución de la política de uno u otro equipo municipal. Durante la primavera fueron numerosos los casos de agresiones a este nivel que estaba por debajo de la estructura profesional de la Administración de Justicia. Algunos fueron atentados directos, como el que ejecutó a mediados de abril un preso amnistiado en la primavera contra el juez de la localidad navarra de Cárcar, sin duda como represalia por haberlo procesado tiempo atrás[24]. O el que ocurrió en el pueblo sevillano de Hinojos ya en el mes de junio, cuando el juez municipal suplente resultó herido de bala en ambas piernas[25]. Consecuencias mucho más graves tuvo la agresión sobre el juez de Moneva a fínales de abril, que falleció tras ser disparado durante una tensa reunión en el ayuntamiento, siendo luego detenidos por orden del juez de instrucción de Belchite el alcalde, dos concejales y otros vecinos[26].

En otros casos, las agresiones contra los jueces municipales se produjeron en el contexto de violencias más amplias que tenían por víctimas a derechistas locales, entre los que, evidentemente, se incluía a los primeros. Así ocurrió durante los graves desórdenes en la provincia de Alicante a mediados de marzo[27]. También en la localidad madrileña de Arganda el día 9 de marzo. Cuando un grupo de izquierdistas intentaba quemar el Círculo de Acción Popular, probablemente en respuesta a una provocación previa de derechistas que habían gritado groseramente contra Azaña y la República, se produjo también un choque con el juez municipal, que resultó herido por arma de fuego[28].

Todos estos casos se refieren a jueces no profesionales, demasiado vinculados a las clientelas políticas locales y, por tanto, susceptibles de ser vistos como un adversario de partido más. Además, su papel en el reciente proceso electoral los hacía todavía más vulnerables a las inquinas y venganzas. Con todo, también se produjeron casos que muestran a las claras que algunos jueces de carrera sufrieron la presión ambiental y las violencias de esas semanas. En el contexto de la violencia tumultuaria que se produjo en algunas localidades hubo asaltos a los juzgados para prenderlos fuego y destruir así documentación, como pasó en la localidad valenciana de Tabernes de Valldigna a finales de marzo, resultando herido el secretario del juzgado[29]. En los graves sucesos ocurridos en Yecla a mediados de marzo, y según declaraciones del propio gobernador, desde un automóvil conducido por fascistas se tiroteó al juez de instrucción, además de a un teniente de Asalto y a un fiscal, aunque sin consecuencias letales[30].

Más impactante en la política nacional fue la violencia ejercida en otros casos. Durante la primavera dos altos magistrados sufrieron sendos atentados con consecuencias gravísimas. El magistrado de la Audiencia Provincial de Madrid, Manuel Pedregal, fue asesinado por pistoleros falangistas cuando regresaba a su casa la noche del 13 de abril. Había sido amenazado de muerte tras su participación en el tribunal encargado de juzgar el atentado contra el dirigente socialista Luis Jiménez de Asúa y que había costado la vida a su escolta, el agente Jesús Gisbert, condenando a un falangista a más de veinte años de cárcel pocos días antes[31].

De no ser por su escolta, el final del presidente de la Sala de la Audiencia Provincial de Sevilla, Eugenio Eizaguirre, hubiera sido el mismo que el de Pedregal. Víctima de un atentado la noche del 15 de abril, salvó la vida porque el policía que le acompañaba repelió eficazmente los disparos de los agresores, uno de ellos un extremista de la FAI que se había beneficiado de la amnistía postelectoral. Eizaguirre había sido amenazado de muerte tras haber procesado y condenado al izquierdista Jerónimo Misa por la muerte de un obrero derechista[32].

Cabe afirmar, por la información recopilada de esos meses, que la violencia directa y con objetivos letales sobre los jueces no fue generalizada. Sin embargo, el acoso verbal e, incluso, las amenazas de muerte sobre algunos jueces de instrucción y magistrados de las audiencias no fue excepcional. Es sintomático que Pedregal e Eizaguirre tuvieran escolta policial y que el segundo llegara a hacer frente a sus agresores con un arma de fuego. Y no parece anecdótico que el citado Capó Bonnafous llevara consigo un revólver, como él mismo relata a propósito de una de sus visitas como juez especial durante la primavera.

No obstante, aparte de la violencia física explícita, hubo también coacciones de diverso grado sobre los jueces de instrucción. Se produjeron, muchas veces, tras episodios de violencia local y por parte de uno de los dos grupos en lucha, a fin de evitar que los suyos fueran detenidos o para inclinar las decisiones judiciales en el sentido deseado. Así ocurrió en la localidad zamorana de Toro el 24 de abril. A última hora de la noche hubo una reyerta entre socialistas y fascistas en la plaza Mayor, resultando herido grave uno de los segundos. Los guardias detuvieron a varios individuos de ambas tendencias. Las izquierdas locales presionaron entonces para que se liberara a los suyos, declarando la huelga general. Pero el juez de instrucción no cedió y mantuvo también la detención de cuatro obreros[33].

Otro caso parecido, en cuanto a la presión sobre la actuación judicial y que muestra la complejidad de algunos episodios de aquella primavera, es el ocurrido en Santander a primeros de mayo. En esa provincia la escalada de violencia entre falangistas e izquierdistas, con los primeros muy activos, fue muy intensa[34]. El 5 de mayo un sindicalista de la FAI disparó contra un fascista, que falleció tras varios días en estado crítico. El juzgado ordenó la prisión y procesamiento del autor, pero de inmediato sus compañeros empezaron a coaccionar al juez. Como relataba el gobernador al ministro tres noches más tarde, los anarquistas amenazaban con un paro general «si el juez no pone en libertad» al detenido. Subió incluso la tensión y los huelguistas pidieron el cese del gobernador y de los integrantes de la Audiencia[35].

No puede extrapolarse esta situación a toda España, pero es un hecho constatable que la labor de los jueces de instrucción tras los episodios de violencia política estuvo sometida a presiones partidistas que mermaban su independencia. Algunos, de hecho, tuvieron que modular sus decisiones en función de las presiones. En Fontey, Orense, el 19 de mayo se produjo un choque entre obreros izquierdistas que intentaban impedir, por la fuerza, que otros compañeros esquiroles trabajaran en un establecimiento de un empresario local. Hubo disparos y resultó un herido. Acto seguido se produjeron altercados y corrió el rumor de que obreros indefensos habían sido atacados por pistoleros al servicio de un patrono local. Cuando el juez de instrucción de El Barco de Valdeorras llegó a la localidad, su orden de detención de cinco obreros derechistas incendió los ánimos conservadores. Y solo días más tarde se pudo proceder a la detención de sospechosos de filiación política contraria[36].

Por otra parte, los falangistas no solo usaron las armas para atemorizar y atentar contra algunos jueces, sino que en algunos casos congregaron a numerosos simpatizantes delante de los juzgados para coaccionar a sus titulares, como ocurrió en Logroño a mediados de marzo mientras el juez trataba de tomar declaración a unos fascistas detenidos horas antes por reunión ilegal[37].

La presión sobre la instrucción judicial se ejerció también desde el campo de la izquierda obrera. Durante esas semanas su prensa denunció a menudo lo que consideraban como decisiones parciales de los jueces cuando estos no daban las órdenes de detención o procesamiento que ellos esperaban. Un ejemplo relevante ocurrió a finales de abril, en la localidad madrileña de Torrelaguna. El teniente alcalde socialista fue agredido «a ladrillazos» y resultó gravemente herido. Aunque primero se detuvo a una docena de derechistas, días más tarde el juez acordó el procesamiento del herido por tenencia ilícita de armas. El Socialista denunció lo que estaba ocurriendo con su compañero, al que calificaban de víctima de «una agresión cobarde». Se activó así a los diputados de su grupo para que pidieran explicaciones al Gobierno: «Queremos creer», decían, «que el ministro de Justicia repare el atropello de que es víctima nuestro compañero»[38].

En algunos casos, además, esa presión sobre la Administración se acompañó de acciones explícitas y coacciones mediante paros generales para forzar a las autoridades a actuar. Las socialistas y comunistas de Coín, Málaga, no solo enviaron un telegrama de protesta al ministro porque el juez de instrucción había detenido «arbitrariamente» a tres obreros, sino que, atribuyendo la decisión a las «órdenes fascistas y un plan [de] desorden general en toda España», exigían la «destitución fulminante [del] Juez [de] Instrucción» y amenazaban con continuar indefinidamente la «huelga general por 24 horas» ya iniciada si no tenían respuesta[39].

III. LA HOSTILIDAD DE LOS SOCIALISTAS Y SUS DIFERENCIAS CON LOS REPUBLICANOS DE IZQUIERDAS[Subir]

Dos aspectos contribuyeron a fortalecer la crítica que enarbolaron los vencedores del 16 de febrero contra los jueces. De un lado, las circunstancias de tensión que se vivieron en algunas localidades, especialmente el protagonismo de los falangistas en los choques con los socialistas y los comunistas, y el hecho de que algunos juzgados no dictaran contra los primeros las sentencias que los partidos obreros esperaban. De otro, y esto venía de antes, los firmantes del Frente Popular asociaban a buena parte de la Judicatura con la política radical-cedista y, sobre todo, le atribuían una actitud contraria al régimen republicano. De hecho, por lo que se refiere a algunos magistrados del Tribunal Supremo, la opinión de las izquierdas era unánime: se trataba de cómplices activos de las arbitrariedades del segundo bienio. En ese contexto, la idea de que había que «republicanizar» cuanto antes la Justicia cobró un gran impulso a partir de abril, a fin de evitar que el Estado mantuviera una «infraestructura» «violentamente hostil contra la República» y se produjera una nueva «cacería de izquierdistas» gracias a una interpretación «jesuítica» de las leyes al servicio de los «enemigos irreductibles» del régimen[40].

Los líderes de la izquierda republicana habían criticado inequívocamente la actuación judicial mucho antes de la campaña electoral. Para ellos, los motivos estaban claros: el Supremo había actuado con parcialidad manifiesta tras la insurrección de octubre de 1934[41]. Además, según denunciaban, la Justicia había sufrido, pero también había sido cómplice de la intromisión de los políticos antirrepublicanos, reforzándose así el protagonismo de una generación de jueces ajenos a los valores republicanos y que debían, por tanto, ser apartados. En ese sentido, se recordaba que los Gobiernos del segundo bienio habían aumentado la edad de jubilación de los magistrados con fines puramente partidistas —recuperar a los jueces jubilados en los años 1932 y 1933— y, sobre todo, que habían promovido una reforma inconstitucional del Supremo, que se topó con la firme oposición del presidente de la República y que era tan inaudita que parecía diseñada al objeto de depurar a magistrados concretos que habían sido nombrados durante el primer bienio[42].

En el caso de la izquierda republicana se trataba, sobre todo, de una profunda desconfianza hacia varios titulares del Supremo o de las audiencias, aun cuando también se recelaba de algunos jueces de primera instrucción por su negativa a interpretar las leyes dentro del orden y espíritu constitucional republicano[43]. Respecto de los socialistas, era manifiesta una clara animadversión contra una Judicatura tildada, en general, de reaccionaria. Por eso no es extraño que la cuestión judicial tuviese un hueco importante en el manifiesto electoral de la coalición de Frente Popular. Se prometía reorganizar la justicia para liberarla «de los viejos motivos de jerarquía social, privilegio económico y posición política», dotándola «de las condiciones de independencia que promete la Constitución», simplificando procedimientos, reforzando las «garantías al inculpado en lo criminal» y limitando «los fueros especiales». No obstante, nada se decía sobre una reforma del procedimiento de elección del presidente del Tribunal Supremo ni se mencionaba explícitamente la edad de jubilación de los jueces. Solo en la promesa de reformar el Tribunal de Garantías Constitucionales se aseguraba que se evitaría que estuviera formado por titulares con «conciencias formadas en una convicción o en un interés contrarios a la salud del régimen»[44].

Los socialistas habrían deseado llegar más lejos en ese manifiesto, extendiendo esa última e importante referencia a todos los jueces desde las salas del Supremo hasta las de primera instancia. Pero la izquierda republicana entendía por «republicanización» algo más contenido. Eran partidarios de jubilar a algunos jueces y vigilar el comportamiento de otros, pero no parecían respaldar las demandas de las izquierdas obreras que, en algunos casos, exigieron el cese de numerosos jueces y hasta el relevo completo de algunas audiencias. Ciertamente, algunos líderes republicanos, como Santiago Casares Quiroga, se habían mostrado contundentes contra jueces concretos durante el primer bienio, aplicando la Ley de Defensa de la República en su etapa al frente de Gobernación[45]. Pero una cosa era eso y otra echar al cubo del fascismo a toda la Judicatura. Por ahí no parecía pasar la izquierda republicana. Una muestra significativa de estas diferencias se aprecia con lo ocurrido en Santander a primeros de mayo, que podemos reconstruir con los intercambios entre el Gobierno Civil y el Ministerio.

En esa provincia, en un momento álgido de la tensión entre falangistas e izquierdistas, y tras varias agresiones mortales, el PSOE respaldó un manifiesto junto con el PCE y las JSU en el que, según el gobernador, «elementos [de] extrema izquierda se esforzaron por imponer acuerdos y actitudes radicales sirviéndoles de pretexto las recientes agresiones fascistas» y amenazando con una huelga general. Que las exigencias radicales que contenía no eran compartidas por el gobernador lo muestra el empeño que puso en comunicar al ministro que habían sido «elementos extremistas» los que «impusieron su criterio», que incluía pedir a Madrid su propia cabeza. En cuanto a los jueces, se denunciaba con dureza que los fascistas estaban en «los centros de administración de Justicia» y se exigía «una limpieza general». Más allá de lo que el republicanismo de izquierda podía compartir, socialistas y comunistas reclamaban «la destitución de toda la Audiencia desde el presidente e incluyendo los jueces de la provincia»[46].

Lo de Santander fue un pulso en un contexto de radicalización y violencia letal. Sin llegar a esos extremos, pero los socialistas, empezando por su cabecera de prensa e incluyendo, por tanto, al sector prietista, hicieron de la cuestión judicial un caballo de batalla fundamental durante la primavera. Su postura fue más marcadamente beligerante que la de sus socios electorales. Y no solo por las formas, sino sobre todo porque, como se verá, tendieron a extrapolar algunos casos al conjunto de la Judicatura. Para ellos todo pasaba por una idea que venía de atrás, pero que en la primavera de 1936 alcanzó un significado más contundente: la «republicanización». El «problema» de la Justicia tenía tan «hondas raíces» que ya no veían sentido en resolverlo con acciones modestas. «No basta con el traslado de un magistrado», apuntaba el editorial de El Socialista a mediados de mayo a propósito de una polémica actuación de varios magistrados de la Sección segunda de la Audiencia de Madrid. «Es preciso entrar a fondo y de lleno en la Justicia española, para lograr su republicanización y evitar el saboteo callado y discreto, pero sistemático y constante, que sus componentes llevan a cabo contra las instituciones del Estado.» Había que poner en marcha los cambios pactados en el programa de Frente Popular. La «republicanización» significaba dar pasos urgentes hacia una Justicia diferente, sin «salirse un solo milímetro de la ley», pero también sin dejar que el argumento de «la independencia del Poder Judicial» paralizara una contundente y rápida acción sancionadora[47].

Durante el mes de marzo se sucedieron en los medios de izquierdas, tanto republicanos como de la órbita socialista, las opiniones que reclamaban, con distinto tono, pero con igual objetivo, una política urgente de «republicanización» de la Administración pública tras la victoria electoral. «El espíritu jurídico no siempre es justo» o «La República no puede ser blanda» fueron algunos titulares significativos de esos días. Porque si se quería evitar que «sea el pueblo quien asuma esta tarea de hacer frente a la provocación y sancionar los desmanes del fascismo», la nueva mayoría debía dar respuesta rápida al desafío[48]. Es «la hora de la justicia, la hora de la paz», decía el editorial de un diario izquierdista regional, justo al lado de un artículo en el que se pedía expresamente una depuración rápida: «En todos los ministerios y oficinas del Estado no quede un hombre que huela a monárquico o cedista». En la Justicia, como en otros departamentos, la «criba deb[ía] hacerse en el acto» y no perderse con un «empacho de legalidad»[49].

La Justicia debía ser independiente, pero eso no significaba, para la opinión mayoritaria del Frente Popular, que se pudiera tolerar una Justicia antirrepublicana. Y es que «buena parte de los magistrados» eran «reaccionarios por temperamento, y por educación, e incapaces de comprender el espíritu que informa los movimientos de nuestra época»[50]. Ante eso, durante los meses de marzo y abril los republicanos y los socialistas no pararon de recordar al Gobierno «su compromiso sacrosanto de republicanizar los órganos del Estado». Durante la campaña se había «contraído ante la inmensa opinión española» el «deber» de «llevar a los cargos de confianza que representan todos los órganos del Estado personas de solvencia moral de indudable fe republicana.» Solo así se evitaría que la República se viera nuevamente «cercada por sus enemigos» como en el primer bienio. Por consiguiente, la «criba» mencionada era urgente: «En todos los órganos del Estado los funcionarios que no merecen la confianza de la República deben dejar el paso franco a los que por leales todo lo hubiesen perdido de ganar esta campaña las derechas.»[51]

Por consiguiente, durante los días previos a la constitución de las nuevas Cortes abundó la demanda de una acción rápida y enérgica para «republicanizar» la Administración y, de forma prioritaria, la Justicia. Los socialistas se sumaron e incluso lideraron esta campaña porque, como advertían tempranamente, la «seguridad del régimen» hacía «urgente montar su defensa». Resultó decisivo el aumento de la violencia, empezando por el atentado contra su compañero Jiménez de Asúa y la muerte de su escolta. Había que tener cuidado, advertían, con caer en la revolución del papel; eran necesarios «decretos concisos y acciones rápidas». A la vez que aplaudían el fallo del juez Urcisino Gómez Carbajo, de 17 de marzo, que, según ellos, suspendía a Falange, pedían acabar con el «casticismo degradante y fanfarrioso» presente en la Judicatura[52].

La campaña socialista contra los jueces se acentuó a partir de finales de marzo y ya no paró hasta que en el mes de mayo el nuevo Gobierno de Casares Quiroga, con el diputado de Unión Republicana, Manuel Blasco Garzón, al frente del ministerio de Justicia, decidió llevar a las Cortes varios proyectos de reforma que respondían al programa del Frente Popular y, en parte, a las demandas obreras de esas semanas. El contexto de atentados y choques violentos fue determinante, pues los socialistas interpretaron que la Judicatura, por parcialidad ideológica, no estaba haciendo nada para frenar la ofensiva provocadora y desestabilizadora de los fascistas. Los fallos de algunos tribunales imponiendo penas menores a los derechistas implicados en los choques callejeros[53], las críticas de las agrupaciones socialistas de varias localidades contra algunos jueces de instrucción y las decisiones de algunas salas de la Audiencia de Madrid y del Tribunal Supremo con motivo de procesos tan relevantes como el que se siguió por un supuesto atentado contra Largo Caballero[54], agitaron la crítica socialista contra la Justicia y la demanda al Gobierno de una respuesta enérgica.

«Contra la casa de nuestro camarada Largo Caballero no disparó nadie», señalaron con evidente ironía cuando la sala de la Audiencia, presidida por el magistrado Aldecoa, absolvió a los dos jóvenes —uno menor de edad— acusados de disparar contra la casa del líder socialista. Y es que el fiscal había pedido entre tres y cinco años señalando que los procesados «trataron de asesinar a Largo Caballero». Este, como varios casos más de menor relevancia pública en esos días, ampararon una crítica recurrente del principal órgano del PSOE, tan explícita como contundente en la mayor parte de los casos. El «magistrado Aldecoa», escribieron, «sigue fomentando el pistolerismo». Y es que, como había mostrado el bienio «de la barbarie, la estupidez y el latrocinio», era urgente una «profunda remoción de las escalas de la Justicia». Los jueces se habían convertido «en una especie de cuerpo de policía al servicio del lerrouxismo y la Ceda». Ante eso, y viendo el comportamiento repetidamente favorable a los fascistas en las causas por desórdenes públicos y tenencia ilícita de armas, una «Justicia como la actual», sentenciaba El Socialista a finales de marzo, «no merece más que una cosa: ajusticiarla»[55].

Con premisas similares, aunque más radical en la exigencia de limpieza ideológica en la Justicia, se planteó la crítica de los comunistas. Se confesaban hartos de ver como se condenaba «a los trabajadores del Frente Popular a tres y cuatro años por tenencia de armas» y, sin embargo, a pesar de «haber sido declaradas ilegales las JONS y haberse tomado medidas extraordinarias contra sus organizaciones», los fascistas eran «absueltos en todas partes por los Tribunales de justicia». La causa estaba clara. Como dijo el diputado Vicente Uribe Galdeano en el parlamento, había «organismos del Estado» necesitados de una «verdadera acción del pueblo para limpiarlos de toda la carroña que está metida allí desde hace muchos años». Y no es que consideraran que se trataba de unos cuantos tribunales que, puntualmente, habían tomado decisiones intolerables. No, las «absoluciones de fascistas» eran «una constante» que podía observarse en «los Tribunales en todos los rincones de España»[56].

Además, las críticas vertidas en la prensa obrera contra la Justicia corrieron paralelas a las quejas enviadas por las agrupaciones socialistas y las casas del pueblo contra algunos jueces: «Solicitamos traslado juez instrucción fascista por razón orden público», reclamaban los socialistas de Estepona al Gobierno a finales de abril[57]. Ciertamente, la opinión generalizada, y compartida por los sectores prietistas del PSOE, consideraba imprescindible «una reforma judicial a fondo» para coadyuvar en «la eliminación de una parte de aquellos elementos que sabotean o cometen agresiones contra la República»[58].

A la luz de un exhaustivo repaso por la producción de opinión publicada en esas semanas puede decirse que, si bien no fue generalizado porque los mismos socialistas dieron cuenta de procesos judiciales en los no se privó de la tutela judicial efectiva a sus afiliados, algunos casos sirvieron de azote para animar una campaña de presión pública que forzara al Gobierno de la izquierda republicana a actuar sin más dilaciones. Y, en efecto, después de los graves sucesos producidos en Madrid durante los desfiles conmemorativos del 14 de abril y tras algunos procesos judiciales polémicos, como el que se siguió en la Audiencia contra varios derechistas acusados de desórdenes durante las celebraciones del 2 de mayo en la capital, a finales de ese mes los socialistas celebraban con un gran titular que «el Gobierno acordó ayer enérgicas medidas para republicanizar el Poder judicial»[59].

Días antes la presión sobre el Ejecutivo había alcanzado su clímax con motivo de las decisiones de la Sección Segunda de la Audiencia, que escandalizó a las izquierdas. Absueltos «varios fascistas», pese a habérseles ocupado «armas recién disparadas y para cuyo uso carecían de licencia», los socialistas creyeron inminente «que el Gobierno iba a adoptar algunas medidas de carácter disciplinario contra los magistrados impunistas». Quizás porque el mismo presidente del Consejo, Casares Quiroga, había utilizado ese episodio en las Cortes para hablar de la firme voluntad de su Gobierno en la lucha contra las provocaciones fascistas. Casares mostró incluso el tipo de balas que habían usado los detenidos, llamadas dum-dum, «cuyas cabezas», dijo, «están cortadas para dejar desparramarse el plomo de sus casquillos y destrozar la carne y los huesos de aquellos a quienes alcancen». Pero no tardaron en llevarse los socialistas una decepción al comprobar que, por el momento, todo quedaba, según ellos, en el traslado del magistrado Aldecoa, al que, no obstante, consideraban uno de los referentes de los «defensores fervorosos del fascismo» en la judicatura. Llegados a este punto, exigieron que el Ejecutivo entrara «a fondo y de lleno en la Justicia española»[60].

IV. LA OFENSIVA LEGISLATIVA PARA REFORMAR LA JUSTICIA[Subir]

Las demandas de «republicanización» de la Justicia tuvieron finalmente cumplida respuesta cuando las Cortes empezaron a discutir varios proyectos de ley presentados por el Gobierno. Fue una respuesta relativamente moderada para las expectativas que tenían los socialistas y los comunistas. Se trataba tanto de cumplir con lo expresado en el programa de Frente Popular como de responder a un ambiente encrespado en el que el Ejecutivo y sus socios electorales pensaban que la ofensiva fascista contra la República tenía cómplices en la Judicatura. Los argumentos del ministro a favor de estas reformas se caracterizaron por un tono contenido, apelando a menudo a razones de orden técnico y comparando sus propuestas con las decisiones de sus antecesores en el cargo. No obstante, el presidente del Consejo había sido contundente en su intervención parlamentaria del 19 de mayo: «Yo no puedo», afirmó Casares Quiroga, «presenciar tranquilo con mi espíritu de republicano cómo cuando los enemigos de la República se alzan contra ella y son llevados a los Tribunales, algunos de esos Tribunales perdonan sus culpas y los absuelven. (Grandes y prolongados aplausos.)». Aunque añadió que no era «una acusación contra alguien, ni mucho menos una amenaza», concluyó que «no est[aba] dispuesto a tolerarlo» y prometió que su Gobierno llevaría de inmediato a las Cortes las «disposiciones» que permitieran «cortar este abuso radicalmente». El tiempo de las «contemplaciones con los enemigos abiertos, ni siquiera con los enemigos enmascarados de la República» se había acabado[61].

A las pocas horas de esa declaración el órgano principal del PSOE preguntaba al presidente si no creía llegada «la hora de poner en práctica estos propósitos». Y casi a la par el sector menos templado de la izquierda republicana insistía en que el «enemigo más peligroso» no estaba en la calle, «sino en las mismas entrañas de la Administración»[62]. En ese contexto, el ministro de Justicia declaró el día 23 de mayo que estaba dispuesto a «reorganizar la vida jurídica española» y que, mientras tanto, se había iniciado «un expediente de traslado contra el presidente y los dos magistrados de la Sala segunda de la Audiencia provincial» que eran, precisamente, los jueces contra los que los socialistas habían cargado más las tintas[63]. Pero esto último era relativamente anecdótico comparado con los proyectos del departamento de Justicia que las Cortes iban a empezar a debatir en breve.

El paquete de reformas era ambicioso y había sido preparado por el ministro Antonio Lara Zárate durante los meses de marzo y abril. Pese a la postura de los republicanos de izquierdas partidarios de no caer en «empachos de legalidad», no se tomaron medidas de urgencia —salvo algunos traslados— y hubo que esperar al trámite parlamentario. Esto no ocurrió hasta después de cesado Niceto Alcalá-Zamora, ascendido Azaña a la presidencia de la República y nombrado Casares Quiroga presidente del Consejo. El nuevo titular de Justicia, Blasco Garzón, del grupo de Martínez Barrio, dio un impulso a las reformas. El paquete heredado de su antecesor incluía una modificación parcial de la ley de orden público de 1933, un cambio en el procedimiento de elección del presidente del Tribunal Supremo, una modificación de la edad de jubilación de los funcionarios judiciales, un cambio en la forma de designación de los jueces y fiscales municipales, una reforma del Tribunal de Garantías Constitucionales, una ley de ratificación y ampliación de la amnistía aprobada tras las elecciones y otras cuestiones relacionadas con haberes y pensiones[64].

El consejo de ministros celebrado el 26 de mayo fue decisivo en materia de reforma judicial. Blasco Garzón explicó que se proponía, además, restablecer el decreto del ministro Álvaro de Albornoz, del primer bienio, sobre categorías de jueces y magistrados. Y algo que tenía mucha importancia en aquel contexto: el problema de la inspección en los tribunales. El ministro aseguró a sus compañeros que deseaba «ir a la rápida republicanización de la magistratura» y que consideraba «de máxima urgencia que el Parlamento apruebe sin demora el proyecto de ley referente a la rebaja de edades para la jubilación de jueces y magistrados». Además, encontraba prioritario restablecer la ley de Albornoz aprobada en las Constituyentes que permitía al titular de Justicia «designar jueces y magistrados para los cargos vacantes en la judicatura sin tener en cuenta las categorías de aquellos». Esto significaba, en la práctica, que el Gobierno podía mover a los magistrados a destinos vacantes de menor relevancia en la escala judicial y, lo que era políticamente más relevante, ascender a los jueces y magistrados cercanos sin respetar los turnos establecidos conforme a la Ley Orgánica del Poder Judicial vigente a la llegada de la República[65].

Fueron tres las principales reformas judiciales que se debatieron antes del comienzo de la guerra, aunque alguna no tuvo tiempo de entrar en vigor. El Gobierno, a través de su ministro, negó una intencionalidad ideológica directa en todos los casos. Pero las tres respondían a un mismo anhelo y tenían una carga política indiscutible. Jerónimo Gomáriz Latorre, diputado de Unión Republicana por Alicante y portavoz de la Comisión Parlamentaria de Justicia encargado de defender los dictámenes, fue bastante explícito al responder al cedista Pablo Ceballos cuando afirmó: «Queremos una justicia republicana». Los jueces, explicó, han «prometido por su honor, que defenderían la Constitución y las leyes de la Republica» y no vale, entonces, «enmascararse con disfraces ni subterfugios retóricos» porque «el funcionario que ha estampado su firma y ha dicho que jura o promete por su honor servir a la Republica, tiene que pechar con la ingratitud, si no la siente, de cumplirla, o con la amargura de ser separado de su cargo»[66].

Una Justicia republicana se podía promover haciendo uso de varias vías y eso es lo que intentó el departamento de Blasco Garzón, retomando, en parte, la línea que había recorrido el Gobierno de Azaña antes de 1933. El primer instrumento podía parecer algo menor, pero tenía gran importancia desde un punto de vista político: se modificaba la ley de 8 de octubre de 1932, que establecía las normas para el nombramiento de presidente del Tribunal Supremo. Había un objetivo implícito que el Gobierno no quiso reconocer: como estaba previsto que el presidente actual perdiera su puesto por la anticipación de la edad de jubilación, se regulaba un nuevo procedimiento de elección que reforzaba el control político sobre la misma. La reforma preveía que una asamblea constituida por 75 miembros eligiera al presidente del Supremo, con una composición que claramente permitía el control por parte de la mayoría parlamentaria. Se rebajaba así el peso del estamento judicial, del que las izquierdas, obviamente, desconfiaban por su conservadurismo. De esos 75, un tercio serían «diputados a Cortes designados por el Parlamento», otro tercio procedente de «las carreras judicial y fiscal», pero el último y determinante lo formarían «25 representantes de la Administración General del Estado que designará el Consejo de Ministros entre funcionarios que tenga cualidad de letrados y categoría de jefe superior de Administración»[67]. De este modo, la nueva mayoría nacida de las elecciones de febrero parecía asegurarse el control del nombramiento del presidente del Supremo. Poco importaba que el actual, Diego Medina García, hubiera sido nombrado durante el primer bienio, pues su actuación en los meses posteriores a octubre de 1934 le había pasado factura a los ojos de las izquierdas.

Como había ocurrido en los años previos, tanto con Gobiernos de un color como de otro, la edad de jubilación de los jueces se convirtió en un caballo de batalla fundamental. Para el Frente Popular, más allá de las diferencias entre los socialistas y la izquierda republicana que se manifestaron en el debate de la Comisión de Justicia[68], la rebaja de la edad de jubilación era un procedimiento cómodo y eficaz —y ya ensayado antes de 1933— para retirar a los magistrados más antiguos de las audiencias y el Supremo. La lógica implícita era que a mayor edad del juez la vinculación con el ideario monárquico era mayor y menos fiable resultaba en su determinación para aplicar las leyes republicanas y mostrarse contundente en el procesamiento y condena de los enemigos del régimen. El proyecto de Blasco Garzón fijaba la jubilación obligatoria a los 65 años y añadía algo que tenía cierto sentido desde una lógica de control de la fidelidad republicana: «Podía decretarse su jubilación cuando faltando a la promesa prestada […] actúen o se produzcan con manifiesta hostilidad a las instituciones políticas que la Constitución consagra». Según los cálculos más fiables de que disponemos hasta ahora, con esa norma quedarían diecisiete plazas vacantes en el Supremo, lo que, dada la presión que se ha explicado más arriba, especialmente por el lado socialista, no era nada baladí[69]. Los diputados de la oposición señalaron que se estaba abriendo «un camino ancho y alegre a posibles castigos a los funcionarios judiciales por su ideología política». Pero lo cierto es que durante el segundo bienio la prolongación de la edad de jubilación había permitido recuperar a jueces que se habían retirado antes de 1933 y que, para las izquierdas, portaban ideas derechistas y antirrepublicanas[70]. En defensa del proyecto y haciendo explícita la cuestión central, el diputado socialista por Zamora, Ángel Galarza Gago, explicó que los jueces no podían limitarse a una mera adhesión formal a la República, sino que debían «identificar[se] con las esencias del nuevo régimen». Como había, dijo, «jueces y magistrados que, sin que en ello intervenga su voluntad, no están identificados con estas nuevas esencias», tanto la edad de jubilación en los 65 como la jubilación forzosa decretada por el Gobierno permitirían reformar a fondo la Justicia[71].

Por último, el 16 de junio las Cortes aprobaron una ley que creaba un «Tribunal especial para exigir la responsabilidad civil y criminal en que puedan incurrir los jueces, Magistrados y Fiscales en el ejercicio de sus funciones o con ocasión de ellas»[72]. El debate fue muy rico. Mostró a las claras la discusión de fondo entre la mayoría del Frente Popular y las oposiciones. Especialmente en un asunto muy relevante: si la democracia republicana debía o no proteger la independencia judicial, entendiendo por tal que se impidiera que los procesos sancionadores contra los jueces estuvieran libres de influencia política y social. De hecho, la clave del debate no estuvo tanto en la constitución de ese tribunal, que las derechas criticaron de forma desigual[73], sino en su composición. La ley establecía un «tribunal especial» formado por «cinco magistrados del Tribunal Supremo, como jueces de derecho, y de doce jurados, con cuatro suplentes, que actuaran como jueces de hecho». Lo relevante era que los miembros de ese jurado, que sería crucial en el proceso sancionador, eran ajenos a la carrera judicial, pudiendo ser, de hecho, cualquier español mayor de treinta años que tuviera un «título facultativo» o bien que, no teniéndolo, figurara «como presidente de cualquiera de las Asociaciones escritas en el Censo electoral social». Es decir, la composición «social» y no profesional pretendía asegurar un control externo al cuerpo judicial y una participación más amplia de la sociedad, y especialmente de los representantes de las asociaciones obreras, patronales y profesionales. Pero para las oposiciones, como explicó el diputado de la CEDA Rafael Aizpún Santafé, se abría la puerta a que los «prejuicios» y las «pasiones» de las luchas políticas influyeran en la sanción y apartamiento de los jueces, condicionando la actividad de estos y debilitando su imparcialidad por temor a ser fiscalizados ideológicamente. Desde la perspectiva conservadora, como añadió el diputado por Lérida Felipe Rodes Baldrich, el Gobierno estaba desarrollando una política «contra la Magistratura española» y la ley a debate no era sino un episodio más, fruto de no poder o no saber «resistir a la presión de ciertos sectores del Frente Popular»[74]. Esta acusación fue rechazada por el ministro Blasco Garzón, que agradeció el tono moderado de ambos diputados pero defendió el papel del jurado especial como el mejor instrumento para acercar la Justicia de la República a la sociedad e impedir que la «solidaridad profesional» entre los jueces perturbara la exigencia de responsabilidades[75].

V. CONCLUSIONES[Subir]

Este artículo muestra el notable potencial que encierra la investigación orientada a estudiar la relación entre la Administración de Justicia, el Gobierno y los partidos durante la primavera de 1936. El papel de los jueces, tanto en la instrucción de primera instancia como en los procesos en los tribunales de urgencia de las audiencias y el Tribunal Supremo a propósito del aumento de la conflictividad política y social y de la gran cantidad de sumarios que se abrieron por tenencia ilícita de armas, desorden público, reyertas u homicidios, es un asunto hasta ahora prácticamente inexplorado. Sin embargo, como se ha visto, hay datos que corroboran que los jueces formaron parte, voluntaria o involuntariamente, de la confrontación política que rodeó los primeros pasos del nuevo gobierno de la izquierda republicana, siendo a veces víctimas tanto del acoso verbal como de la violencia física. Con mucha más frecuencia que en tiempos previos, se vieron obligados a instruir y juzgar episodios que tenían un trasfondo claramente político y que los colocaban en el punto de mira de los partidos y la prensa, cuando no de pistoleros extremistas. Y esto después de unas elecciones en las que, junto con otros altos funcionarios de la Administración, habían sido señalados por las izquierdas como abanderados de la reacción.

Este artículo acredita que la presión sobre la judicatura se acrecentó en los meses posteriores a la victoria del Frente Popular, alcanzando un grado de radicalidad verbal que atentaba gravemente contra la independencia judicial. Fue así por la demanda de cumplimiento del programa electoral de los ganadores y por el deseo de deshacer los cambios operados por los gobiernos radical-cedistas antes de diciembre de 1935, que los primeros consideraban reaccionarios y antirrepublicanos. Pero también, y esto era desconocido, porque el contexto político de los meses de marzo y abril de 1936 coadyuvó a una reclamación más radical y firme de «republicanización» de la Administración, empezando por la Justicia.

Este artículo demuestra la importancia que los socios de la izquierda obrera —y especialmente los socialistas— dieron a la cuestión judicial y cómo situaron en primer plano la exigencia de una rápida «republicanización» de la Justicia, tanto como un indicador del compromiso del nuevo Gobierno con la defensa del régimen como un instrumento que habría de impedir, a sus ojos, una vuelta al poder de la reacción. Pero también pone de relieve que la izquierda republicana tenía una visión más matizada del antirrepublicanismo de la Judicatura española y que su respuesta al aumento de la tensión y de las críticas por algunos fallos judiciales subió de tono de forma relativamente controlada. Pese a la declaración parlamentaria de Casares Quiroga nada más llegar al Gobierno, no parece que su retórica parlamentaria se tradujera en una drástica ofensiva gubernativa sino en un paquete de reformas legislativas, pese a quienes desde su izquierda criticaban el peligro de un «empacho de legalidad».

Sobre esto último, este artículo ha mostrado asimismo que, como ya había pasado en 1932-‍1933 y en 1934-‍1935, el Gobierno de la primavera de 1936 no renunció a utilizar algunos instrumentos legales para asegurar a medio plazo un control político sobre la carrera judicial y el perfil de los magistrados más importantes del país[76]. El golpe de Estado y la guerra impiden saber hasta qué punto esas medidas habrían conllevado una mayor politización de la Justicia, pero se ha explicado que para los republicanos de izquierdas y los socialistas el peligro no era exactamente este. La mayoría de ellos no creían, de hecho, en la independencia judicial tal cual esa idea se había desarrollado en los regímenes liberales previos y habría de consolidarse en las democracias europeas después de 1945. Porque ellos consideraban, como hicieron explícito en los debates parlamentarios de mayo y junio de 1936, que la Justicia no podía ser independiente en el sentido de no estar obligada a respetar los valores y principios del orden constitucional republicano, y que, por tanto, las Cortes, como expresión máxima de la soberanía y defensoras de ese orden, debían establecer mecanismos que permitieran al Gobierno intervenir ante comportamientos judiciales antirrepublicanos. Es verdad, no obstante, que este artículo muestra que la idea de «republicanización» desarrollada por los socialistas a partir de marzo conllevaba un paso más porque descansaba sobre una lectura bastante circunstancial e ideológica de la labor de la práctica judicial en medio del aumento de la violencia política, básicamente en términos de defensa de la República frente al fascismo.

NOTAS[Subir]

[1]

Este artículo se inscribe en el proyecto de investigación nacional con referencia PID2020-113986GB-I00 (Agencia Estatal de Investigación).

[2]

Di Palma (‍1990: 27-‍75); Dahl (‍2005: 187-‍197); Mainwaring et al. (‍1992: 17-‍104); Morlino (‍2009: 212-‍222); Tilly (‍2010: 177-‍184), y Diamond (‍1999).

[3]

Linz (‍1978: 58-‍61) y Burleigh (‍2002: 179-‍248).

[4]

Diamond (‍2002); Zakaria (‍2003); Bushouse y Wiarda (‍2005), y Levitsky y Ziblatt (‍2018).

[5]

Azaña afirmó: «No es solo cuestión de palabras, va mucha e importantísima diferencia de decir Poder Judicial a decir Administración de Justicia, va todo un mundo en el concepto de Estado y yo supongo que las personas que han elaborado la Constitución sabrían lo que se hacían […] cuando han omitido ese concepto por algo será». Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes, n. 263, 23-‍11-1932, p. 9699. Cit. en Marzal Rodríguez (‍2005: 31).

[6]

Tomás Villarroya (‍1983: 2631).

[7]

Marzal Rodríguez (‍2005) y Díaz Sampedro (‍2012).

[8]

Marzal Rodríguez (‍2015).

[9]

Payá Poveda (‍2015, ‍2017, ‍2019).

[10]

Sobre la violencia política y la primavera de 1936, cfr. Rivas (‍1976); Cibrián (‍1978); Rey Reguillo (‍2008: 520-‍542); Blázquez Miguel (‍2009: 557-‍701); González Calleja (‍2015: 261-‍308), y Payne (‍2016: 117-‍146). Un balance actualizado, en Álvarez Tardío (‍2018: 312-‍317).

[11]

Capó Bonnafous (‍2017: 112).

[12]

Ibid., p. 113.

[13]

Ibid. Hubo varios heridos graves y un guardia civil muerto. El origen pudo estar en una disputa por impago de salarios y un choque con la Guardia Civil. Centro Documental de la Memoria Histórica (CDMH), P-S Madrid, 2612 y C1626.

[14]

Ibid., p. 115.

[15]

Ibid., p. 120.

[16]

Algo transcendió a la prensa, como la muerte de un industrial socialista en Loja fruto, según sus compañeros, de los malos tratos policiales. El Defensor de Granada, 21-3-1936. Sobre reformas policiales y orden público, véase Blaney (‍2007) y Vaquero Martínez (‍2018).

[17]

Había sido aprobado por el Gobierno de Manuel Portela Valladares al poco de iniciarse el recuento electoral. Véase el Decreto de Presidencia del Consejo de Ministros, en Gaceta de Madrid, n. 49, de 18-‍02-1936, p. 1427.

[18]

Artículo 40 de la Ley de orden público y de los órganos de su conservación (LOP), de 28 de julio de 1933, Ministerio de Gobernación, en Gaceta de Madrid, n. 211, 30-‍07-1936, p. 686. Un análisis del debate parlamentario de la LOP y sus implicaciones en los procesos judiciales, en Payá Poveda (‍2015: 129-‍261).

[19]

Sumario 82/1936, Juzgado de Instrucción de Alcalá de Henares, Tribunal de Urgencia. En Archivo General de la Administración (AGA), (7) 42.1, 44/14728.

[20]

Gaceta de Madrid, n. 211, 30-‍07-1936, p. 690.

[21]

El análisis pormenorizado de lo ocurrido durante la primavera en esa localidad, en Álvarez Tardío (‍2019, 2021).

[22]

Artículo 39 de la LOP, de 28 de julio de 1933, en Gaceta de Madrid, n. 211, 30-‍07-1936, p. 686.

[23]

Antecedentes, en Payá Poveda (‍2015: 440).

[24]

La Vanguardia, 17-4-1936; La Rioja, 16-4-1936, y Rivas (‍1976: 167).

[25]

Diario de Burgos, 2-6-1936.

[26]

Diario de Sesiones de las Cortes (DSC), n. 26, 7-‍5-1936, pp. 636 a 638; Diario de Navarra, 3-5-1936; Telegrama del Gobernador Civil al ministro, 30-‍4-1936, en CDMH, P-S, Madrid, 2377.

[27]

El caso de Ibi es significativo. Véase Martínez Leal (‍2014: 81).

[28]

CDMH, P-S Madrid, 1536.

[29]

Archivo Secreto Vaticano (ASV), Nunz. Madrid, b945. En Ferrrol, el 9 de marzo un grupo de doce personas agredió al secretario del Juzgado de Instrucción, aunque este respondió usando un arma propia. El Nervión, 10-3-1936.

[30]

ASV, Nunz. Madrid, b925.

[31]

El Adelanto, 14-4-1936; Diario de Navarra, 14-4-1936; El Debate, 14-4-1936, y La Vanguardia, 14-4-1936.

[32]

El Debate, 17-4-1936; El Noticiero Universal, 16-4-1936; El Sol, 17-4-1936; El Diario Palentino, 16-4-1936, y La Vanguardia, 17-4-1936.

[33]

Telegrama del gobernador civil de Zamora al ministro, 25-‍4-1936, en CDMH, P-S Madrid, 2377; Las Provincias (Valencia), 26-‍4-1936; La Rioja, 26-4-1936; Heraldo de Zamora, 25-4-1936, y La Vanguardia, 26-4-1936.

[34]

Merino Pacheco y Díez Marzal (‍1984) y Sanz Hoya (‍2006: 245-‍255).

[35]

CDMH, P-S Madrid, 2612 y C2376.

[36]

CDMH, P-S Madrid, C1626.

[37]

El Carbayón, 16-3-1936.

[38]

El Socialista, 30-4 y 22-‍5-1936.

[39]

Telegrama del ministro de la Gobernación al gobernador de Málaga, 19-‍4-1936. Otro ejemplo fue la manifestación realizada en Castuera, Badajoz, a finales de abril, para forzar al gobernador a cambiar al juez de instrucción, presión que llegó finalmente hasta el ministro de Justicia. Todo, en CDMH, P-S Madrid, C2336, leg. 4602.

[40]

El Heraldo (Madrid), 28-‍3-1936.

[41]

El presidente del Supremo, Diego Medina García, había secundado al Gobierno de Lerroux en el nombramiento del polémico magistrado Salvador Alarcón como juez instructor del proceso contra Azaña por las armas del vapor Turquesa. También había apoyado la renovación del Supremo llevada a cabo en 1935 y que había permitido apartar a los magistrados «más progresistas», según Marzal Rodríguez (‍2005: 50).

[42]

Tomás Villarroya (‍1983: 2629-‍2630), que habla de un proyecto «con graves irregularidades». Con «este proyecto» y la «prórroga de edades», escribió Azaña, se podría constituir «un Tribunal de excepción». Ibid., p. 2631. Para Alcalá-Zamora (‍1977: 300), el ministro de Justicia, un cedista, promovió este proyecto para «expulsar del Supremo a los magistrados no reaccionarios». El presidente lo tachó de «inconstitucional» y «destructor de la inamovilidad judicial».

[43]

Más moderadamente que los portavoces socialistas y comunistas, el diputado de IR por Cáceres, Luis Martínez Carvajal, admitía que no tenía datos suficientes para generalizar sobre el comportamiento de los jueces. No obstante, como «sistemáticamente» veían cómo se obraba «en una dirección determinada» por parte de «algunos señores jueces», consideraba justificado «pensar que hay en los juzgadores un espíritu contrario al que informó a los legisladores». Sin embargo, el ministro de Justicia, de Unión Republicana, le respondía ratificando su confianza en que la mayoría de los jueces obraban dentro de una interpretación correcta del ordenamiento jurídico. DSC, n. 49, 23-‍6-1936, pp. 1557 y 1558.

[44]

El Sol, 16-1-1936.

[45]

Tomás Villarroya (‍1983: 2639).

[46]

Telegrama del gobernador de Santander al ministro, 7-‍5-1936, en CDMH, P-S Madrid, C2376. Manifiesto firmado por PSOE, PCE y JSU, en Ibid., C1626.

[47]

El Socialista, 8-5-1936.

[48]

El Pueblo (Huesca), 29-‍2-1936 y El País (Pontevedra), 15-‍4-1936.

[49]

Editorial y artículo de Juan García Morales, La Región (Santander), 26-‍2-1936.

[50]

«La Justicia en la República», El Mercantil Valenciano, 11-6-1936. Cit. en Marzal Rodríguez (‍2005: 32).

[51]

«Hay que republicanizar la Administración Pública», La Libertad, 3-3-1936.

[52]

El Socialista, 19-3-1936.

[53]

Por ejemplo, las que se impusieron a mediados de marzo a varios jóvenes falangistas madrileños por un alboroto y disparos en la calle de Alcalá, en El Pueblo Vasco, 22-3-1936.

[54]

El 15 de marzo dos falangistas hicieron varios disparos frente al domicilio del líder socialista, que en ese momento no se encontraba en casa. El Liberal (Bilbao), 17-‍3-1936; El Socialista, 17-3-1936, y El Defensor de Granada, 24-3-1936.

[55]

El Socialista, 24 y 28-‍3-1936. Véase también el editorial «Magistrados de la impunidad. Una labor intolerable», ibid., 21-5-1936.

[56]

DSC, n. 29, 19-‍5-1936, p. 717.

[57]

CDMH, P-S Madrid, C2336, leg. 4602.

[58]

El Liberal de Bilbao, 29-04-1936.

[59]

El Socialista, 23-5-1936. Días después se conocía que el Supremo rebajaba «la pena impuesta al condenado como autor y exime de responsabilidad a los condenados como encubridores» en el caso de la sentencia por la muerte del agente Gisbert. La Vanguardia, 29-5-1936.

[60]

El Socialista, 8-5-1936. Los incidentes del 2 de mayo, en Faro de Vigo, 3-5-1936.

[61]

DSC, n. 29, 19-‍5-1936, p. 692.

[62]

El Heraldo (Madrid), 23-‍5-1936 y Gil-Robles (‍2006: 676).

[63]

El Socialista, 23-5-1936.

[64]

Los proyectos de ley presentados por Lara Zárate a finales de abril en los apéndices 4, 5, 7, 8 y 9 al DSC, n. 21, 28-‍4-1936.

[65]

La Vanguardia, 27-5-1936; Ahora, 27-5-1936, y El Socialista, 27-5-1936.

[66]

DSC, n. 57, 7-‍7-1936, p. 1913.

[67]

El proyecto de ley, presentado por el ministro Lara Zárate, en DSC, n. 21, 28-‍4-1936, p. 470, apéndice 7.°. El dictamen de la Comisión, idéntico al proyecto, en DSC, n. 36, 29-‍5-1936, p. 1020, apéndice 7.°. La ley definitiva, en DSC, n. 45, 16-‍6-1936, p. 1360, apéndice 6.º.

[68]

El Socialista, 11-6-1936 y Ahora, 11-6-1936.

[69]

Quedaría vacante la presidencia de la sala de lo penal, en manos de Manuel Pérez Rodríguez y objeto del deseo del grupo de la izquierda republicana. Marzal Rodríguez (‍2005: 152).

[70]

DSC, n. 58, 8-‍7-1936, p. 1948.

[71]

DSC, n. 59, 9-‍7-1936, p. 2011.

[72]

El proyecto de ley y el dictamen de la comisión fueron prácticamente iguales, salvo una modificación menor. Véase DSC, n. 32, 22-‍5-1936, p. 850, apéndice 4.º y n. 34, 27-‍5-1936, p. 929, apéndice 16.º. La ley aprobada en DSC, n. 45, 16-‍6-1936, apéndice 5.º.

[73]

Hubo grandes diferencias entre las intervenciones del cedista Aizpún y el monárquico José Calvo-Sotelo. Significativamente, el ministro de Justicia reconoció la moderación y el contenido técnico del primero, frente a un Calvo-Sotelo al que acusó de cumplir con la «dolorosa misión» de «agitación en la Cámara y para la calle». DSC, n. 38, 3-‍6-1936, pp. 1075-‍1093. Entrecomillado, en p. 1090.

[74]

DSC, n. 38, 3-‍6-1936, pp. 1078 y 1081.

[75]

Ibid., p. 1093.

[76]

Para el segundo bienio véase el análisis de Payá Poveda (‍2017: 175-‍179) sobre la ley Casanueva de junio de 1935.

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